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Opinión

Ruinas sobre Ruinas: Indio Solari, León Gieco, Damas Gratis y L-Gante

Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado en Epecuén

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¿Qué espacio real e imaginario permite el encuentro del Indio Solari, León Gieco, Damas Gratis y L-Gante? La ruina, una intersección que lleva a pensar hasta a la misma música como el remanente de un tiempo irrecuperable. El primer punto de conexión entre música y ruina es estético y lo encontramos en el siglo XIX, cuando, a la luz de la fascinación que habían provocado el descubrimiento de Pompeya y la piedra Rosetta, la miniatura y el aforismo salen a discutir la superioridad de las grandes formas simétricas clásicas. Hablamos, especialmente, de los ciclos de canciones, los lied. El desarrollo del fragmento estuvo claramente influenciado del gusto contemporáneo por el vestigio. El fragmento traía consigo una conciencia desgarrada: lo que hoy es esplendor será alguna vez ruina. La música de la cultura de masas comprenderá esa paradoja de manera cabal. 

Y esta idea nos lleva primero a Villa Epecuén, ya despojados de todo afán cultista. La inundación de 1985 convirtió en pura carcasa a ese pueblo turístico bonaerense. Las aguas se fueron y quedó en pie una arquitectura fantasmal, con sus casas y árboles muertos. Villa Epecuén fue el lugar elegido por Solari para reflejarse en las pantallas de la desolación junto con los Fundamentalistas del Aire Acondicionado. Allí, con sus músicos convertidos en una anticipada banda tributo de canciones –algunas memorables-, un Indio etéreo prometió “seguir cantando”, no sin antes reconocer que sus lujurias han dejado de ser ingeniosas. “Desde un póster viejo me veo gritar…”. Solari resuelve por el lado más emotivo ese choque visible entre una ciudad devastada y su intervención hi-definition, con sus grúas y drones: “Yo ya no puedo cumplir hazañas que prometí”. Ya otros se han ocupado de ese concierto. Prefiero centrarme en aquello que suscita la proyección del rostro de Solari sobre una pared destruida. ¿No son los propios despojos de un género musical que ha perdido su centralidad?

Hace exactamente 30 años que el taxidermismo digital anunció un futuro posible. En aquel 1991, Natalie Cole cantó junto con su difunto padre Nat King Cole nada menos que “Unforgettable... with love”. Y esa condena a una suerte de eternidad, de retorno a lo mismo, sostenido por un grupo de covers, fue encontrando sus propios mecanismos de legitimación. Así fueron exhumados a partir de un holograma el rapero Tupac, Edith Piaf, Michael Jacson y Elvis Presley. Esa coexistencia de regímenes de presencia dio su paso más osado con la creación ya de una cantante puramente holográfica, Hatsume Miku, basada en el programa Vocaloid. La holografía, señala Philippe Le Guern en Où va la musique, renovó la “dimensión espectacular” del mismo espectáculo. Al desdibujarse la frontera entre lo real y la ilusión, la música fue acercando a aquello que había postulado Adolfo Bioy Casares en La invención de Morel. La breve aparición de Solari en las pantallas no pudo sino convocar a esta serie de fantasmas. Las multitudes ausentes, debido a la restricción pandémica, fueron reemplazadas por los contornos de una ciudad abandonada y dos canciones con aire de un réquiem: van quedando atrás modos de socializar, componer y escuchar.

Ruina sobre ruina, diría Charly. Primero, la del comunismo posible. Con la de demolición en 1989 del Muro de Berlín y el derribamiento de la estatua de Félix Dzerzhinsky, fundador y director de la organización de policía secreta KGB, en Moscú, en 1991, se cerró el ciclo de las utopías del siglo xx. En Melancolía de izquierda, el historiador italiano Enzo Traverso detectó un presente expandido que disolvió en sí mismo tanto el pasado como el futuro. Surgió una cultura izquierdista de la derrota, sintetizada en lecturas (de Karl Marx a Walter Benjamin, de León Trotski a Daniel Bensaïd), cuadros, películas y también músicas. Traverso cree que hay en la melancolía un rechazo obstinado a cualquier compromiso con la dominación.

En apariencia, “A los mineros de Bolivia”, la canción que Gieco incluyó en su disco, Desembarco (2011) y cuyo video subió a su canal de Youtube hace pocas semanas, pareciera estar inscrita en esa nueva tradición: lleva un texto de Ernesto Guevara de la Serna, cuando todavía no era el Che. Impactado por la vida en los socavones, el viajero escribió de un modo exaltado, como se esperaba de la poesía social. “Morir, tal la palabra que es norte de sus días/ morir despedazado, morir de silicosis, morir anemizado, morir lenta agonía en la cueva derrumbada”. Es la letra de un nombre en formación, que todavía estaba lejos de completar su rito de pasaje. En este presente expandido, cada vez que suena “A los mineros…” invita sugerir el recomienzo permanente del viaje que transformaría a Guevara. Claro que la fisonomía de La Habana que lo vio llegar victorioso en enero de 1959 ya no existe. Cuando Wim Wenders hizo en 1999 la película sobre el Buena Vista Social Club, filmó a Compay Segundo entre edificios en ruinas que lindaban con el estudio de grabación. Los anfitriones le reprocharon esa mirada. “Como si fuera Wenders, al fotografiarla, quien produjera esa miseria”, señala el escritor Antonio Ponte en La fiesta vigilada. Para el trovador Carlos Varela, La Habana era, 20 años después, una “ciudad apagada como el mar” que no volverá a ser la de su infancia. Todo ha colapsado.

Iván de la Nuez, uno de los más brillantes intelectuales nacidos con la revolución y radicado en Barcelona desde principios de los noventa, recuerda que, al momento en que Guevara le enciende un habano a Jean Paul Sartre, en febrero de 1960, no solo se puso en escena una fantasía revolucionaria, la de recibir el fuego del comandante. Se inauguró además una “carrera de relevos” que, desde el autor del escritor y filósofo francés fue pasando de mano en mano entre numerosos referentes de la izquierda y de la cultura progre que fueron a la isla, a la caza de su utopía personal, o la soñaron desde lejos. Se podría trazar una línea temporal desde el autor de Las moscas a Gieco, el autor del “Tema de los mosquitos” (el degradé es inocultable). A comienzos de siglo, el fotógrafo brasileño Vik Muniz hizo una apropiación muy curiosa de la famosa imagen del “guerrillero heroico”. Muniz, cuenta De la Nuez, esparció sobre una superficie neutra un potaje de frijoles enlatados a los que dio cuidadosamente una forma idéntica a la foto histórica tomada por Alberto Korda. Sólo entonces, sobre esta nueva efigie de Guevara, Muniz realizó su foto. “Entre el primer rostro de Che Guevara —listo para la santidad y la veneración— y el nuevo rostro dispuesto por Vik Muniz, América Latina no sólo ha cambiado su imagen sino también su cartografía y, sobre todo, la necesidad de ser leída bajo otras coordenadas”. ¿Qué leyó León, cantante sensible frente a las inequidades, al exhumar un viejo poema y dejar que lo musicalice su colaborador Luis Gurevich? “Cien y mil truenos estallan/ Y es profunda su canción”. La canción está lejos de explotar: podría haber recurrido a las tradicionales orquestas de bronce bolivianas, con sus afinaciones deliberadamente imperfectas, o a los colectivos que tocan instrumentos autóctonos de viento, los sikuris. El charango tiene el lugar que ocupa en ciertas bandas sonoras norteamericanas. Las cuerdas, a cargo de la Sinfónica de Praga, refuerzan ese coeficiente de sensibilidad ecuménica que comparte buena parte de la industria: el recato meloso. No en vano, la segunda voz de la canción es la de Gustavo “Rompan todo” Santaolalla.

Los mineros eran para el joven Guevara “enjambres de topos/ Que llegan a morir/ Sin miedo a la metralla”. El Che fue asesinado el 9 de octubre de 1967. Meses antes había fijado su programa de acción en el mensaje a la Tricontinental, resumido en la consigna de “crear, dos, tres...muchos Viet-Nam”, y resumido en tres metáforas sonoras: “en cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo, y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria”.

Cincuenta y cuatro años más tarde, Pablo Lescano, el líder del grupo de cumbia villera Damas Gratis, tiene pintado sobre su teclado una ametralladora. “Prefiero un teclado metralleta. Son esos que disparan sonidos. ¡Y sirven para alegrarte la vida con Cumbia!”, dijo después de presentarse así de pertrechado en el programa de Susana Giménez. Lescano acaba de grabar junto con L-Gante “Perrito malvado”. Aceptemos solo por un momento el factor cuantitativo para decir que fue subido a Youtube hace cinco días y se acerca a los tres millones de visitas. Si se lo compara con “A los mineros…”, que en el sitio oficial de León fue visto por unas 100.000 personas a lo largo de una década, su supremacía es arrolladora. Pero si tuviera que medirse con “BZRP Music Sessions #38”, del mismo L-Gante, aparecería como una estadística menor del nuevo gusto popular. En este caso, hablamos de 93 millones de oyentes. “Dos de tetrabrik, una jarra y picándome el rick/ andamo con el Biza en la villa a un tin tin/los más duros tomando puntín/moviendo los bricks/ los ruchi, los pincho/tres damajuanas en la pelopincho/una parrilla y chinchu de quincho/ los rochos joseamo´ hasta hacernos millo por los pasillos/yo me siento el king”.

El clip de “Perrito…” ha sido filmado en alguno de los bordes de la ciudad, donde las casas a medio terminar y las destruidas conforman el mismo paisaje de la exclusión. Es ahí, donde “Todo se quema”, según una nueva canción de Gieco, que se extienden como ruinas las promesas de integración esbozadas en 1983 en el mantra alfonsinista de “con la democracia se cura, se come, se educa”. Fronteras de punición que hacen a su vez estallar las vidas y el mismo lenguaje. Sus esquirlas pasan de la garganta de Lescano a L-Gante para mostrarnos que Villa Epecuén es también urbana, social, cultural, y está ya aquí, allá y en todas partes. “Y si me sueltan la correa yo arranco pa' la perrera/ ¿Dónde están todas las perra' que más mueven su cadera? / Este ritmo suavecito pa' que baile despacito/ Yo me tiro este pasito mientra' enrolo ese fasito/ meta cumbia, pisando barro/ Todas las negra' moviendo el tarro”.

AG

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