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OPINIÓN

¿Y si legalizamos el “blue”?

"Ya estamos en un mercado desdoblado, lo que hay que ver es cómo salimos de él", sostiene el autor.

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Existe una percepción, bastante generalizada, de que estamos en una situación económica extremadamente mala. La economía real tiene problemas, pero la tasa de desocupación en el primer trimestre de 2022 fue una de las más bajas de los últimos años y el año pasado hubo crecimiento de la producción, el consumo y el empleo, superando los niveles previos a la pandemia. En los últimos meses el ritmo de expansión decayó, pero aún no hay indicios claros de que se haya ingresado en una recesión. Con eso, el 2022 será el primer año par con crecimiento del PBI en una década. Pero, por otro lado, la inflación es la más alta desde el inicio de la Convertibilidad y al Gobierno se lo visualiza débil políticamente, hostigado por opositores y por miembros de la coalición gobernante. Si sumamos el predominio mediático de voces que tratan de que creamos que esta es la peor crisis de nuestra historia, es lógico que las expectativas sean muy pesimistas.

Eso se traduce, entre otras cosas, en un dólar paralelo en niveles de pánico. En valores reales llegó a estar más alto que en el segundo trimestre de 2002, acercándose al nivel que tuvo en octubre de 2020, cuando superó $190, equivalentes a cerca de $400 de ahora (seis meses más tarde había bajado 40% en valores reales).  En ese momento el movimiento transfronterizo estaba restringido; ahora no, lo que agrega un motivo para que una cotización recontra alta no dure mucho: con un salario promedio que, en dólares “blue”, cayó a poco más de 400 dólares, muchas cosas quedaron muy baratas para los extranjeros.

El dólar oficial está en un nivel más lógico, pero tampoco es adecuado para lo que debería lograr: superar la restricción externa. Hay que asumir que, en el futuro inmediato, vamos a tener una salida neta de capitales, por lo que se requiere que el superávit comercial sea más que suficiente para pagar los intereses de la deuda externa y transferir utilidades de empresas extranjeras; y en lo que va del año parece que no ha sido ni siquiera suficiente para eso. Durante 2021, el dólar usado para importaciones y exportaciones sirvió de “ancla” antiinflacionaria, al subir bastante menos que la inflación y los salarios (cosa que también ocurrió en otros años electorales: 2011, 2015 –hasta el cambio de gobierno– y 2017). Así, pasamos de un tipo de cambio real que a principios de 2021 estaba por encima del promedio de los últimos 25 años, a uno que está 20% por debajo.

En dólares oficiales, nuestros principales productos de exportación siguen siendo competitivos, pero gran parte de las manufacturas no. Y se necesita que lo sean: cuando nuestra economía crece, las importaciones aumentan más que proporcionalmente, con lo que las exportaciones tradicionales no alcanzan para adquirirlas; se necesita una diversificación de la producción, tanto para exportar como para competir con las importaciones. De lo contrario, la economía se encuentra más tarde o más temprano con una crisis por escasez de dólares. Esta crisis “de crecimiento” sólo pudo evitarse en la primera década del siglo: entre 2002 y 2008 las importaciones se quintuplicaron, sin provocar carencia de dólares ni necesidad de restricciones. Se suele decir que fue por la suba del precio internacional de los productos agropecuarios; pero se soslaya que las exportaciones de manufacturas de origen industrial pasaron en apenas seis años de 7.600 a 22.000 millones de dólares, y las de servicios, de 3.500 a 13.400 millones. Fue clave la vigencia de un tipo de cambio competitivo, en promedio 70% superior (en valores reales) al nivel actual del dólar oficial.

Pero no puede pensarse en este momento en una gran devaluación del dólar oficial, al menos por un par de razones. Primero, por una cuestión de expectativas: luego de que el Gobierno aseguró reiteradamente que no devaluaría, un fuerte aumento del dólar oficial se vería como un signo más de debilidad, se dirá que le torcieron el brazo al Gobierno, y eso aumentaría la inestabilidad y, por supuesto, la inflación. La segunda razón es distributiva: dado el aumento del precio internacional de los granos y subproductos a partir de la invasión de Ucrania por parte de Rusia, el precio de los alimentos subió fuertemente los últimos meses, multiplicando las ganancias de sus productores y la pobreza de los sectores de menores recursos. El Gobierno hubiera querido moderar la suba del precio de los alimentos usando las “retenciones” (impuestos a las exportaciones) como herramienta, pero la misma aparece vedada políticamente por el triunfo, en las últimas elecciones, de las fuerzas políticas que se oponen a la redistribución del ingreso conducida por el Estado. Entonces, el gobierno buscó moderar la suba de precios conteniendo el dólar oficial, lo que termina siendo contraproducente. La situación externa es cada vez más complicada, por la falta de dólares.

Las restricciones cambiarias (conocidas como “cepo”) han devenido en un desdoblamiento cambiario de facto: está el dólar oficial, pero también los dólares paralelos: el ilegal (el “blue”) y los “financieros” o “bursátiles” (el “MEP”, el “Contado con Liqui”). Estos resultan del cociente entre el precio en pesos y en dólares de valores financieros que cotizan en ambas monedas, y que en dólares lo hacen tanto en el país como en el exterior; por ejemplo, títulos públicos nacionales en dólares.

En su momento parecía tener sentido evitar un desdoblamiento “oficial”: se quería que el Mercado Único y Libre de Cambios (MULC) sea el único legal (aunque no sea “libre”). La ilegalidad dificulta que la gente compre dólares y el tamaño relativamente pequeño permite decir que es marginal, que el mercado realmente importante es el oficial. Pero la mayor parte de la gente –en alguna medida, guiada por los medios de comunicación– tiende a pensar que el dólar “de verdad” es el “blue” -el que se puede comprar- y eso pega en las expectativas, más allá de que está demostrado que el dólar que incide más en el costo de vida es el oficial, el que se usa para exportar e importar. Por supuesto, hay vendedores que usan al “blue” de justificación, ante sus clientes, para subir sus precios, pero cuando el “blue” baja, los precios no lo hacen.  

Ante la realidad de que los turistas extranjeros cambian sus dólares en el mercado “blue”, el Gobierno ha dispuesto que puedan hacerlo en casas de cambio, obteniendo un tipo de cambio similar al financiero –a lo que se restaría la comisión respectiva– dando la orden al cambista de comprar títulos con dólares y venderlos en pesos. Se trataría de que la operatoria no sea muy complicada para el turista. Pero, aun así, probablemente no tenga mucho éxito: a la mayor parte de los turistas le resultaría más simple –y, probablemente, más conveniente– vender en el “blue” como hasta ahora.  

Creo que habría que pensar, como alternativa, en un desdoblamiento formal del mercado cambiario, creando un mercado “turista-financiero”, con flotación “sucia”: es decir, sin intervención diaria del gobierno, con el tipo de cambio establecido por la oferta y la demanda privadas (sin perjuicio de que el Banco Central también podría operar allí, en la medida en que tenga con qué). En ese mercado podrían vender los turistas (y todo aquel que quiera hacerlo) en forma simple, legal y transparente sus divisas, y podrían comprar los que quieran hacerlo, ya sea para ir al extranjero, atesorar, pagar sus deudas u otras obligaciones para las cuales necesiten dólares. Y se podría canalizar por ahí –en todo o en parte– las importaciones que se consideren menos prioritarias, y las exportaciones que se quiera incentivar.

Esto permitiría que el dólar promedio de exportaciones e importaciones aumente gradualmente, si se va modificando la proporción de transacciones que cambien moneda en un mercado y en otro. Esto, sin perjuicio de la conveniencia de que el actual dólar oficial (que pasaría a ser “comercial”) continúe subiendo, y en la medida de lo posible lo haga por encima de la diferencia entre la inflación interna y la internacional, para recuperar algo del atraso actual. La idea es que sea un sistema de transición: en algún momento habrá que ir hacia un sistema unificado, flotante y de libre acceso, como tiene la gran mayoría de los países del mundo; pero sólo será posible cuando el Banco Central haya atesorado las divisas suficientes como para intervenir si el tipo de cambio tiende a subir en forma irrazonable. Un sistema con operaciones que van a un mercado, otras que van al otro, y otras que pueden ir en proporciones variables a uno o a otro, permitiría hacer una transición sin grandes disrupciones.

Este desdoblamiento cambiario podría desalentar las demoras en exportar granos o sus subproductos a la espera de una suba brusca del dólar: el gobierno podría ganar el margen suficiente como para no verse forzado en el corto plazo a esa devaluación brusca, que actualmente esas exportaciones no necesitan para ser competitivas. Las mejoras cambiarias, en lo inmediato, podrían ser para exportaciones de manufacturas y servicios que requieran construir una relación contractual estable de mediano plazo; en ellas, no resulta conveniente paralizar exportaciones esperando una suba del dólar.

¿El desdoblamiento lograría bajar el dólar “que se puede comprar”? No necesariamente: en el corto plazo podría esperarse lo contrario, debido a que se canalizarían por el mercado “turista-financiero” operaciones que hoy se hacen por el mercado oficial, como los pagos de deuda privada, las compras de dólares por parte de particulares (hasta 200 por mes y por persona) y las importaciones que se juzguen como no prioritarias (algunas de las cuales obtienen dólares oficiales mediante amparos judiciales).

Pero, con el tiempo, un valor alto del dólar atraerá compras de turistas extranjeros, sumando oferta. La recuperación del margen de maniobra del Banco Central (al dejar de atender algunas demandas, y al normalizarse las exportaciones de origen agropecuario) actuaría positivamente sobre las expectativas. Y el efecto positivo se reforzaría si se transita un sendero consistente, que tienda gradualmente a reducir la proporción que se canaliza en el mercado más intervenido –el comercial– y a aumentar la proporción del mercado con menos intervención: el turista-financiero. Si se va hacia la unificación, quedará claro que el nivel actual del “blue”, en términos reales, no podrá sostenerse, por lo que podría ser mal negocio comprar dólares especulando con su suba; como pasó en junio de 2002 y en octubre de 2020. 

Más allá del efecto negativo que podría haber sobre las expectativas a corto plazo por una potencial suba del dólar “libre”, y su influencia sobre la inflación, se podría correr el riesgo de que aumenten los precios internos de los productos que ahora están sujetos a restricciones a la compra de dólares oficiales para importar, en la medida en que se reconduzcan al mercado turista-financiero. Pero hay motivos para pensar que ese efecto no sería muy fuerte. Pensemos que, desde diciembre de 2019 a junio de 2022, el precio de la ropa en el Gran Buenos Aires, medido en dólares oficiales, se duplicó; el del calzado aumentó 67%, y el de los automóviles, 87% (hubo aumento de precios internacionales, pero muy por debajo de estas variaciones). No es que se guían por el “blue”, pero el dólar oficial tampoco ha sido su referencia.  

Un tipo de cambio desdoblado no es un régimen ideal, entre otras cosas porque el mercado con la cotización más alta tiende a “vaciar” de oferta al de la cotización más baja. Pero ya estamos en un mercado desdoblado; lo que hay que ver es cómo salimos de él, y no podemos salir si el Banco Central no recompone sus reservas disponibles. Esta tiene que ser la prioridad, no la cotización del dólar “blue”. Para eso, la propuesta es reconocer oficialmente el desdoblamiento y canalizar al mercado de libre acceso las demandas que inciden poco en el nivel de vida de la población de bajos recursos y las ofertas que pueden aumentar significativamente con un tipo de cambio más alto. Esto no estaría exento de riesgos: por algo no se pone en práctica. Pero habría que considerarlo. 

FE

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