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La sonrisa de mamá

Mamá no llora delante de sus hijos. Mamá se las arregla para que los chicos no la vean sufrir.

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Una de las costumbres de los hijos es culpar a los padres. De esta forma conservamos el ideal de un otro omnipotente que debería haber sabido que se nos iba a caer el helado, que nos tendría que haber avisado que afuera hacía frío, que aquello que no encontramos –si quiere– lo puede hacer aparecer con un simple “¿Te fijaste en…?”. 

Cumplir años, ganar edad, cruzar la frontera de la supuesta adultez, no es garantía de haber dejado atrás esta expectativa, que quizá ya no se deposite en los padres reales sino en otras personas –amigos, parejas, compañeros de trabajo, etc. No es poco frecuente que el modo de salir de un vínculo sea a través de culpar al otro.

Sin embargo, no es de la culpa atribuida como la pasión filial por excelencia que quiero escribir. Sí me interesa la relación con los padres, en la medida en que toma mucho tiempo y trabajo mental poder acercarse a una visión realista del vínculo.

Al mismo tiempo, desde un punto de vista cultural, las funciones parentales están más que idealizadas y siempre se espera de los padres que sean suficientemente buenos. Por ejemplo, son muy pocos los que no juzgarían a una madre distante afectivamente como una “mala madre”.

No obstante, la aparente frialdad de una madre puede ser el modo en que cuide y salve a su hijo de hacerle sufrir procesos psíquicos dolorosos por los que ella pasa. En cierto punto, si algo aprendí del psicoanálisis –como paciente y, luego, como analista– es que juzgar a la madre es lo más fácil del mundo, pero es un error contundente.

Es un error, porque quien lo haga no se moverá jamás de su lugar de hijo, con todo el peso que esa actitud puede tener en la vida de alguien –por ejemplo, un inconformismo que no cederá, por creer que se merece algo mejor. Además, no culpar a la madre no quiere decir que se la justifique.

La pregunta es si es posible entender quién es la madre; en qué punto esa mujer que nos tocó en suerte en el momento del nacimiento, cumplió una función constitutiva para nuestra vida psíquica.

Uno de los motivos por los cuales el psicoanálisis me parece una práctica interesante es porque, por una cuestión de método, desconfía de lo manifiesto. No nos podemos quedar con la primera interpretación de nada, porque esta surgió de una actitud defensiva, con el fin de velarnos un conflicto antes que para revelarlo.

Pienso en la situación típica del niño llamado “caprichoso”. El sentido común dice que le faltan límites, que habría que ser más severo con él. En la práctica del psicoanálisis, no es raro encontrar que la actitud caprichosa sea una respuesta infantil ante una constatación: no se trata de que el otro nos haya frustrado, sino que actuamos de ese modo cuando descubrimos que nuestro amor no alcanza para reparar su tristeza.

En el párrafo anterior usé la primera persona del plural y dije “otro” en lugar de madre, porque ese tipo de reacción excede el vínculo temprano y, como mencioné antes, aspectos de ese vínculo se pueden trasladar a toda la vida posterior. Vuelvo a lo anterior: quizás al niño caprichoso no le falte mano dura, sino que así es como detecta y señala algún proceso depresivo en la madre.

Esta última no es una hipótesis personal, sino que se la puede leer en la escuela inglesa de psicoanálisis –por ejemplo, en D. W. Winnicott. No se trata de una depresión perinatal ni de otras variantes coyunturales, porque pareciera que en estos casos la depresión nombra alguna patología. Además, esa depresión materna no supone una madre deprimida.

Creo que lo interesante de esta hipótesis es que, en lugar de pensar que la maternidad es algo puro y libre de componentes depresivos, estos pueden ser una parte intrínseca. Un tipo de pregunta interesante podría ser: ¿qué hizo nuestra madre con sus aspectos depresivos, en una sociedad que le pide que siempre sonría?

Mamá no llora delante de sus hijos. Mamá se las arregla para que los chicos no la vean sufrir. Porque si se la ve triste, es porque encima los mete en el medio y los hace cargo de sus problemas. Ni una cosa ni la otra. Ni un extremo ni el otro. 

La cuestión es qué lugar le vamos a dar lo triste (si la palabra “depresivo” suena fuerte) en la experiencia de la maternidad, pero no solo desde el punto de vista de las mujeres, sino respecto de nuestra mirada como hijos.

Porque, además, por esta vía se descubrirá que la tristeza está lejos de ser un afecto más o menos negativo y es, principalmente, una potencia. Con tristeza es que se elabora; es con el pasaje por lo triste que se accede a una realidad.

Quizá sea un punto de vista particular, pero como analista no creo que una persona haya analizado lo suficiente la relación con su madre si no sabe qué cosas la ponían triste y qué tratamiento pudo darle a la tristeza: como hijo, ¿la cuidaba y se limitaba para quedarse con ella?; ¿huía y hacía de cuenta que mamá estaba siempre bien?; ¿le exigía que lo estuviera y si no se enojaba?; ¿la provocaba para mantenerla ocupada, causándole problemas?; etc.

A través del análisis de su respuesta, es que un hijo deja, alguna vez, de ser un niño. 

LL

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