Fútbol, violencia y política: cuando un clásico se convierte en crisis diplomática

Los incidentes ocurridos en Avellaneda durante el duelo entre Independiente y Universidad de Chile, en el marco de la Copa Sudamericana, fueron brutales y estremecedores: un hincha chileno en riesgo vital, otros con lesiones graves, y decenas de compatriotas detenidos en condiciones precarias.
La Agencia de Prevención de la Violencia en el Deporte (Aprevide) y la Policía Bonaerense no lograron contener a los grupos más radicalizados, lo que abrió paso a escenas de linchamiento que recorrieron las redes sociales y los noticieros internacionales.
El impacto público que generó este episodió de violencia desbordó rápidamente lo deportivo. La batalla campal en las tribunas, que dejó un saldo de 19 heridos y más de 100 detenidos, terminó transformándose en un episodio político y diplomático que traspasó las fronteras y que hoy tensiona la relación entre Buenos Aires y Santiago.
Lo que pudo haber quedado como un lamentable evento de violencia futbolera derivó rápidamente en un problema entre gobiernos. Argentina y Chile, con sus propias tensiones internas, trasladaron el bochorno a un terreno más complejo: el de la política exterior. Las polémicas barras bravas fueron las protagonistas de un conflicto inesperado en la Casa Rosada y en la en La Moneda, que se suma a otras polémicas que enfrenta el gobierno de Gabriel Boric, como el cambio de gabinete tras la solicitud de renuncia de su ministro de Agricultura, Esteban Valenzuela (en represalia por la decisión de su partido, el FRVS de ir fuera del pacto oficialista para las elecciones parlamentarias de noviembre), y la renuncia del ministro de Hacienda, Mario Marcel (por temas personales).
En la Argentina de Javier Milei, donde todo se convierte en disputa política, el caos en Avellaneda fue leído como una oportunidad para reposicionar a ciertos actores y golpear a otros. La primera reacción del gobierno argentino no fue diplomática, sino política. Patricia Bullrich, ministra de Seguridad y figura clave del oficialismo libertario, no dudó en responsabilizar al gobernador bonaerense Axel Kicillof por lo ocurrido. Con la dureza que la caracteriza, lo llamó “inútil” y lo acusó de haber “dejado que la violencia se adueñe de la cancha”.
En año electoral, con comicios provinciales en septiembre y nacionales en octubre, Bullrich –candidata por LLA en la Ciudad– aprovechó la ocasión para desgastar al peronismo. Kicillof, uno de los rostros más visibles del kirchnerismo residual y principal contrapeso al proyecto de Milei en la Provincia de Buenos Aires, se convirtió en blanco perfecto. La narrativa oficialista apuntó a que el desorden en Avellaneda no es un problema de barras, sino de “incapacidad” del gobernador para garantizar el orden.
Pero Bullrich fue más allá y no se limitó a acusar a la oposición interna. También apuntó contra los hinchas chilenos y, en un movimiento audaz, exigió sanciones internacionales. El comunicado de su ministerio incluyó tres puntos claves: 1) Un operativo conjunto de inteligencia entre Gendarmería argentina y autoridades chilenas para identificar barristas. 2) La prohibición de ingreso a estadios y la expulsión de los hinchas violentos. 3) Una petición a la Conmebol de sancionar “ejemplarmente” a Universidad de Chile.
Detrás de esas demandas se lee que hay un cálculo político. Bullrich quiere posicionarse como la voz del orden, la figura que se atreve a “poner límites” tanto a la oposición interna como a los extranjeros. En el relato libertario, la violencia en Avellaneda no es solo un fracaso de seguridad local, es también una amenaza externa que debe ser contenida con firmeza.
Del otro lado de la cordillera, Gabriel Boric reaccionó con un tono muy distinto. El presidente chileno condenó “la evidente irresponsabilidad en la organización” y calificó el episodio como “un linchamiento inaceptable”. Al mismo tiempo, subrayó que la prioridad de su gobierno es garantizar la atención médica de los heridos y el respeto a los derechos de los detenidos.
Boric ordenó a su ministro del Interior, Álvaro Elizalde, viajar a Buenos Aires para acompañar a los afectados y supervisar la situación con el objetivo mostrar presencia del Estado chileno en defensa de sus ciudadanos y enviar una señal política hacia Argentina de que el tema no pasará inadvertido. Sin embargo, Boric fue cuidadoso en su retórica y no responsabilizó directamente al Gobierno de Milei ni a las autoridades bonaerenses, evitando así escalar la tensión bilateral. Su énfasis estuvo en la protección consular y en la condena general a la violencia. Un contraste evidente con el tono confrontacional de Bullrich.
Sin perjuicio de lo anterior, lo ocurrido en Avellaneda se transformó en un delicado problema diplomático. Argentina exige cooperación y sanciones; Chile demanda garantías y respeto a sus ciudadanos. En el medio, la Conmebol se convierte en árbitro involuntario de una disputa que excede lo deportivo.
Este episodio es particularmente complejo en un contexto donde la relación entre Boric y Milei ya ha tenido roces ideológicos —el primero un presidente de izquierda progresista, el segundo un libertario de derecha radical—, la violencia en un estadio de fútbol puede ser un peligroso combustible para las relaciones tensionadas entre ambos países. Especialmente cuando es muy probable que ambos gobiernos sigan utilizando el tema para reforzar sus narrativas internas, dejando en segundo plano la cooperación bilateral que tanto necesitan.
Más allá de la coyuntura, los incidentes de Avellaneda son un recordatorio brutal de un problema estructural que enfrenta nuestra región y que tiene que ver con el poder de las barras bravas en el fútbol sudamericano. En Argentina, las barras han sido históricamente actores políticos con vínculos con partidos, sindicatos y hasta fuerzas de seguridad. Controlan negocios ilegales, manejan entradas, estacionamientos y hasta influencia en elecciones de clubes. En Chile, aunque con menor escala, también existen grupos organizados con capacidad de violencia y conexiones con dirigentes deportivos.
Los distintos gobiernos, en general, han sido incapaces de desmontar estas estructuras. A veces por falta de recursos, a veces por complicidad, y muchas otras por cálculo político. Las barras, en definitiva, son más que un problema policial, son un problema político. Y lo ocurrido en Avellaneda lo confirma con crudeza. Basta un partido internacional para que el descontrol derive en un conflicto entre dos Estados.
El caso de Independiente y Universidad de Chile no es único. La historia del fútbol sudamericano está llena de episodios donde la violencia de las hinchadas se transforma en asunto diplomático. Hay que recordar los choques entre hinchas argentinos y brasileños en Copa Libertadores, o los reclamos entre Uruguay y Argentina tras incidentes en clásicos rioplatenses.
Aunque lo ocurrido esta vez tiene una particularidad: coincide con un momento de alta polarización política en Argentina y con un gobierno chileno que enfrenta tensiones internas por seguridad y orden público. En ambos lados de la cordillera, la tentación de utilizar el fútbol como caja de resonancia política es fuerte.
Lo cierto es que el partido en Avellaneda terminó en empate, pero el otro, el que hoy juegan Milei y Boric en el campo diplomático, parece que, apenas comienza. Y, como todo clásico sudamericano, promete ser áspero, con acusaciones cruzadas, desplantes y gestos para la tribuna.
El riesgo es que, en lugar de enfrentar juntos el problema real —la violencia organizada en el fútbol—, ambos gobiernos caigan en la lógica de responsabilizarse mutuamente. Si eso ocurre, las barras bravas habrán vuelto a ganar: convertirán su violencia en agenda política y su caos en excusa diplomática.
La política, en el fondo, debería aprender lo mismo que el fútbol enseña a los niños en sus primeras canchas de tierra: sin reglas claras, sin árbitro firme y sin voluntad de juego limpio, lo único que se impone es la ley del más fuerte. Y esa ley, en Avellaneda, ya mostró su cara más cruda.
ERM/MG
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