Una derecha fragmentada pelea por la hegemonía en Chile ante el riesgo de perder las mayorías en el Congreso

La derecha chilena atraviesa una de sus etapas más complejas y definitorias en el último tiempo. La fragmentación interna, la lucha por la hegemonía del sector y las tensiones entre sus distintos actores complican su estrategia electoral y abren una ventana inesperada para que la oposición mantenga, e incluso aumente, su poder en el Congreso.
La situación recuerda inevitablemente a lo ocurrido en 2021, cuando la dispersión de candidaturas y la falta de una estrategia unitaria pavimentaron el camino para un triunfo opositor. Hoy, una vez más, la derecha se enfrenta al riesgo de repetir los mismos errores: protagonismos excesivos, cálculos cortoplacistas y ausencia de un relato común que conecte con la ciudadanía. La historia parece regresar con fuerza, advirtiendo que, si no hay correcciones de rumbo, los resultados podrían ser similares o incluso más adversos. La oposición (entonces dominada por la ex-Concertación y el Frente Amplio/PC) logró alcanzar la mitad de la Cámara de Diputados, lo que le permitió bloquear proyectos clave en la última parte del gobierno de Sebastián Piñera e empujar su agenda legislativa refundacional una vez que llegaron al gobierno. Que afortunadamente logró ser filtrada por un Senado en el que la derecha mantuvo un leve contrapeso, aunque perdió la mayoría simple y quedó en una suerte de empate técnico con la centroizquierda
Uno de los hitos más relevantes de la semana pasada fue el resultado de la negociación de pactos. La inscripción de la lista “Cambio por Chile”, que une a Republicanos, el Partido Social Cristiano y el Partido Nacional Libertario, sepultó cualquier posibilidad de una gran coalición. En paralelo, Chile Vamos (UDI, RN y Evópoli) optó por un pacto que incluyó a Demócratas y Amarillos por Chile, bajo el nombre “Chile Grande y Unido”. Esta división en dos grandes listas, en lugar de una sola, es la confirmación de la fragmentación de la derecha.
Este quiebre se refleja en movimientos y declaraciones que solo acentúan la falta de cohesión. El cambio de nombre del pacto de Republicanos desde la idea original de “Derecha Unida” generó malestar en varios sectores, dejando en evidencia las fricciones. La decisión de líderes como Arturo Squella, presidente del Partido Republicano, de privilegiar dos listas para maximizar la representación, contrasta con el deseo de unidad que gran parte de la militancia y el electorado de centroderecha anhelan. Esta estrategia, aunque argumentada en la maximización de votos, en la práctica debilita la narrativa de un bloque cohesionado y listo para gobernar. El electorado, que valora la estabilidad y la capacidad de llegar a acuerdos, observa con preocupación estas divisiones públicas.
En la vereda de Chile Vamos, el reciente reajuste en el equipo de campaña de Evelyn Matthei, que sumó a Juan Antonio Coloma y al empresario Juan Sutil, busca ser un golpe de timón para contrarrestar la dispersión. Sin embargo, esta movida evidencia la urgencia de una articulación que parece no existir de forma natural. Las críticas sobre una supuesta injerencia del empresariado y las polémicas que ha protagonizado la propia Matthei, como sus declaraciones sobre el golpe de 1973, han dejado heridas difíciles de cicatrizar. El descuelgue del senador Alejandro Kusanovic, que anunció su voto por José Antonio Kast, y en los últimos días, del diputado del mismo partido, Miguel Mellado, son otro claro síntoma de que la lealtad partidaria se desvanece frente a las tensiones personales y políticas. Al congelar su militancia en RN estos senadores enviaron una señal inequívoca: las lealtades internas son frágiles y la tentación de alinearse con el bloque más fuerte, al menos en las encuestas, es alta.
Lo más preocupante de esta fractura no es solo la batalla por la hegemonía del sector, sino la consecuencia directa en las elecciones parlamentarias. La derecha, que podría haber consolidado su poder legislativo con una lista única, ahora enfrenta el riesgo de perder escaños. La estrategia del “pacto por omisión”, que consiste en no presentar candidatos en ciertas circunscripciones para evitar la dispersión del voto, es una salida pragmática, pero frágil, y que finalmente no se consiguió completamente. La incapacidad de concretar estos acuerdos en regiones clave, como Atacama, muestra que los egos y las disputas locales pueden sabotear el plan general. Este riesgo se ve agravado por la volatilidad del voto y la dificultad de predecir los resultados en un sistema electoral que, si bien favorece los pactos, castiga severamente la falta de coordinación.
La advertencia del presidente de la UDI, Guillermo Ramírez, sobre que “la culpa de perder el Congreso será la falta de unidad”, es un diagnóstico certero y complejo. En un sistema electoral que premia la cohesión, la dispersión es un castigo seguro. Pero los riesgos no terminan ahí.
Existe un escenario aún más complicado: que la derecha gane la presidencia, pero quede sin el control de las mayorías en el Congreso. En un sistema político fragmentado como el chileno, esto podría derivar en un parlamentarismo de facto, donde la gobernabilidad se ve amenazada por el bloqueo legislativo constante. La historia ya nos mostró este guion durante el segundo gobierno de Sebastián Piñera, donde la falta de respaldo parlamentario paralizó reformas y debilitó al Ejecutivo, afectando la estabilidad institucional y la confianza ciudadana. Un presidente sin mayoría en el Parlamento se convierte en un rehén de los acuerdos puntuales, lo que dificulta enormemente la implementación de cualquier agenda de gobierno a largo plazo.
Esta situación no solo perjudica la capacidad de un eventual gobierno de derecha para llevar adelante su agenda, también fomenta un ciclo de inestabilidad y descontento. Los proyectos de ley se diluyen, los vetos se vuelven moneda corriente y la administración pública se ve envuelta en disputas interminables. Esto, a su vez, podría aumentar la desafección social y política, empujando a los ciudadanos a perder la confianza en las instituciones democráticas. Es un círculo vicioso que amenaza la estabilidad del país. La ciudadanía, que ya se muestra escéptica con la clase política, podría interpretar estas peleas internas como una incapacidad para gestionar el país, lo que a su vez podría generar un aumento en el voto nulo o en blanco, y un mayor apoyo a candidatos y movimientos antisistema.
Por eso, la izquierda y el centro político podrían capitalizar esta fractura, ampliando sus espacios de influencia en el Parlamento, a pesar de no contar con el Ejecutivo. Esto pone en riesgo la capacidad de un gobierno de derecha para llevar adelante su agenda y mantener una gobernabilidad sostenible. El oficialismo, aunque se encuentre en un momento de baja popularidad, podría aprovechar la división de sus adversarios para sumar escaños y convertirse en un contrapeso clave en el Poder Legislativo, bloqueando al próximo gobierno y subiendo en extremo el costo a la negociación de cada una de sus iniciativas.
En definitiva, la derecha chilena tiene ante sí un dilema: apostar por la unidad o resignarse a un escenario más complejo en el Congreso. La disyuntiva, de no resolverse, podría dejar a la derecha fuera del control del Congreso y en una posición secundaria en la política nacional. Por lo tanto, la moraleja de esta historia es que en política no basta con sumar votos individuales y es imprescindible sumar fuerzas con acuerdos sólidos. Lamentablemente, esta egoísta decisión podría dejar a la derecha fuera del control del Congreso y en una posición secundaria en la política nacional.
ERM/MG
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