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Literatura

Cuando una gata es la tercera en discordia en un triángulo amoroso

Audrey Hepburn junto a su inseparable gato Orangey en 'Desayuno con diamantes'

Cristina Ros

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Sidonie-Gabrielle Colette (Saint-Sauveur-en-Puisaye, 1873-París, 1954), más conocida como Colette a secas, fue una escritora sin parangón. Para empezar, no se dedicó solo a escribir, sino que también fue artista de teatro, cabaret y music-hall, y una celebridad de los salones bohemios parisinos del cambio de siglo.

Tanto su vida como su (prolífica) obra narrativa no dejaron de despertar la fascinación entre todo tipo de lectores; y es que, a la intensidad con la que vivió, se suma el legado de una literatura espléndida, con su inconfundible tono picante, su fino humor y su pincelada sutil, casi impresionista. En sus escritos se funden sus grandes obsesiones, a saber, el amor y la liberación femenina.

De celos y venganza

La editorial Acantilado lleva unos años recuperando sus títulos principales. El último fue La gata (1933), una de sus obras de madurez, que publica con una nueva traducción de Núria Petit. Los protagonistas, Alain y Camille, son un matrimonio de recién casados que parecen tenerlo todo a su favor para que la relación funcione: son de la misma edad, se conocen desde la infancia, forman parte de la burguesía acomodada y sus respectivas familias aprueban la unión. Sin embargo, convivir, compartir el día a día, poco tiene que ver con los ideales teóricos. Con el amor. Ese es el problema: aunque ambos se casaron con buena predisposición, no contaron con los retos que supondría estar juntos.

Cuando Camille demuestra no ser la esposa pasiva que había idealizado y su carnalidad, su impulso, se vuelven una realidad, Alain reacciona con reserva, se retrotrae. En esas, en el todavía efervescente matrimonio, entra en escena el tercer vértice del triángulo, la que se anuncia en el título: una gata llamada Saha, a la que Alain colma de atenciones, para desesperación de su esposa. Los celos atormentan a Camille, que ve cómo la criatura se va adueñando de su marido más allá de lo razonable, hasta que la mujer toma una determinación. Por encima del triángulo amoroso, la gata simboliza esa frontera tenue entre la fantasía y la realidad que canaliza el deseo en torno al amado.

La gata, sin necesidad de adoptar un tono panfletario, revela mucho, en su apariencia de ficción ligera, del posicionamiento de Colette con respecto a uno de sus motores vitales. A diferencia de libros como su aclamado Chéri (1920), que contrapone a dos personajes que se hallan en etapas distintas de la vida, ella una cortesana madura y él un joven que se abre al mundo, pero que aun así se entienden (y se encienden) en la pasión amorosa; en La gata los protagonistas parecen tenerlo todo en común, y todo convencional, algo que dificulta la irrupción del amor. Colette siempre pareció confiar más en los opuestos, con lo que su mirada resultaba desafiante, provocadora hasta sin pretenderlo.

“Mi boda satisface a todo el mundo y a Camille”, se dice Alain, “y hay momentos en que también me satisface a mí, pero…”. En ese “pero” cabe todo. Se vuelca con Saha, algo sugiere un miedo a abandonar la seguridad de la niñez, a resistirse al deseo de Camille: “A la edad en que se desea un automóvil, un viaje, una encuadernación rara, unos esquís, Alain no dejó de ser el muchacho-que-ha-comprado-un-gatito”. No se trata de amor por los animales, sino de válvula de escape de cierto malestar, una resistencia (es él quien la trae a casa, quien se empeña en llevarla con ellos) al nuevo estilo de vida.

La gata, diferente a la pareja por naturaleza, encarna esa cualidad de lo inalcanzable, lo imprevisible, lo atrevido que aviva cualquier llama, hasta la de un aletargado marido. A Camille también la despierta, si bien en otro sentido, para detener lo que entiende como intrusión. Ahora ambos conocen de verdad con quién se han casado. “A nadie le gusta la tormenta”, le dice Alain en una ocasión, a lo que Camille responde “Yo no la detesto. […] Y desde luego no la temo”. “El mundo entero teme a la tormenta”, replica él. “Pues yo no soy el mundo entero, eso es todo”, sentencia su esposa.

Una escritora indomable

Colette se casó muy joven con el escritor Henry Gauthier-Villars, en un matrimonio que la convenció para siempre de que no estaba hecha para ser la esposa sumisa que aguarda en el hogar. Él la introdujo en el círculo bohemio de la vanguardia francesa, un paso que resultó trascendental para ella, una chica de provincias recién llegada a la capital que en su niñez había disfrutado del contacto con la naturaleza y los animales –muy presentes en su obra–, además de recibir una educación laica. Ese espíritu libre no se dejó domar por un marido que la traicionaba con otras mujeres, al tiempo que a ella la alentaba a tener relaciones lésbicas (se enfurecía si eran con hombres).

Fue también él quien la animó a escribir, solo que para aprovecharse de ella: firmó sus primeros libros, la serie semiautobiográfica sobre la adolescente Claudine, que hace su entrada en sociedad en el París de fin de siècle, donde su sensualidad revoluciona todos los salones. Cuando se divorciaron, Colette, además de firmar con su nombre, comenzó a trabajar en el teatro, como actriz y como autora de piezas que a menudo representaba ella misma. Vivió su bisexualidad y sus relaciones con una libertad inusual para su tiempo, congenió la creación intelectual con el espectáculo ligero, nada se le resistió. Así se convirtió en un ícono que todavía hoy seduce a franceses y a foráneos.

Ser un mito cultural conlleva sus riesgos. En el caso de Colette, a veces se hizo una lectura demasiado superficial de su vida, y por extensión de su obra. Una de las autoras que más la estudió, Judith Thurman, cuenta en su biografía Secretos de la carne. Vida de Colette (Siruela, 2000, trad. Olivia de Miguel) que, a pesar de la intensidad con la que vivió, de la búsqueda incansable del amor y el placer, del escándalo que siempre estuvo al acecho, Colette nunca buscó el vicio por el vicio, no quería satisfacer el deseo sin más, sino que creía en una forma más profunda del amor, más ligada al sentimiento y a una determinada coherencia de vida que al puro placer físico.

Esto se aprecia en novelas como La gata, que detrás del barniz de sensualidad perfila un conflicto lleno de recovecos y ambigüedades. Retrata las sombras de cada miembro de la pareja, que se van revelando poco a poco y dan lugar a un catálogo de problemas del matrimonio que no perdieron vigencia: la apatía, el desinterés, los celos, la rutina, la perversión, el desengaño, la traición, el dolor. Y, además, lo hace con mordacidad, con un tono irreverente que huye del sentimentalismo y logra que su lectura, pese a lo cruel que pueda ser la situación, resulte chispeante.

Colette fue miembro de la Real Academia de Bélgica, recibió la Legión de Honor de Francia y se convirtió en la primera mujer en presidir la prestigiosa Academia Goncourt. Cuántos contrastes puede tener una vida, que no obstante se mantuvo coherente en los principios desde el comienzo: los derechos de las mujeres, la liberalización de la carne, el desafío a las costumbres burguesas. Y la ficción, en sus múltiples manifestaciones –de la novela al espectáculo de variedades–, como herramienta para representar los desencantos y las dichas de las relaciones humanas, la voluptuosidad de la naturaleza y los sentidos.

“Entre los recién casados las cosas van o demasiado bien o demasiado mal. Y no sé qué es mejor. Pero nunca funcionan normalmente”, dice la madre del protagonista cuando él le pide consejo. Después añade que sus preguntas “solo tienen respuesta en el divorcio”. Este tipo de observación sutil y perspicaz es marca de la casa de esta escritora francesa. Hoy, entre tanta literatura explícita, oscura y violenta en su forma más obvia, se echa de menos esa frescura, se echa de menos una voz como la de Colette, que pone el dedo en la llaga sin ensuciarse las manos, mientras nos lanza una mirada traviesa.

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