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Opinión

¿Una Corte más?

Alberto Fernández y Cristina Fernández, el lunes, en el Congreso.

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Entre varios proyectos de ley anunciados en el inicio de sesiones ordinarias del Congreso, uno fue el de la creación de un “Tribunal Federal de Garantías” -inferior a la Corte- que revise sentencias de tribunales bajo la lupa de la “arbitrariedad”. El tema fue escuetamente presentado, pero la idea no es de coyuntura: está en el entorno de las discusiones jurídicas desde hace treinta años, y fue recogida en las recomendaciones del Informe del Consejo Consultivo para el Fortalecimiento del Poder Judicial y del Ministerio Público presentadas en 2020.

Sería un tribunal multifuero (captando casos civiles y penales), colegiado (que algunos imaginan de 9 y otros de 24 jueces, dividido en salas por áreas del derecho), de recurso extraordinario (la apelación de la apelación) y que en la práctica implicaría desgajar una de las competencias que actualmente surte la cargada bandeja de entrada dela Corte Suprema (y de hecho, la que mayor cantidad de casos le acarrea): los planteos basados en arbitrariedad de sentencias.

La doctrina de la arbitrariedad

Tal “doctrina” es una mutación del plan original de nuestro sistema, en el que la Corte Suprema se pensó básicamente como un intérprete (final) de la Constitución.

Pero desde un oscuro caso de 1909, “Rey c. Rocha”, la Corte empezó a asumir que podía revisar no sólo los temas de constitucionalidad, sino también de los que -sin plantear ninguna invalidez de normas- se centraran en discutir la sentencia que les fue adversa. La justificación no estaba muy a trasmano: siempre se podría alegar que afectaban derechos constitucionales de la parte derrotada, y que no había un mero error, sino un acto arbitrario, “incompatible con cualquier administración racional de justicia”.

El criterio tardó en imponerse pero a mediados de la década del sesenta del siglo XX ya era parte del paisaje leguleyo y se le habían dedicado excelentes obras para sistematizar los criterios de “arbitrariedad”. La oferta creó su propia demanda, y así fue que todos los litigios, constitucionales o no, empezaron a tener potencial llegada a la Corte Federal, que todavía resuelve miles de causas en las que el planteo no es una petición de invalidez de ley alguna o planteo interpretativo de la Constitución (lo que el plan original presuponía como su metier más o menos exclusivo).

Pasó así la Corte de ser un exclusivo “tribunal constitucional” a ser lo que el juez Fayt describía como “un almacén de ramos generales” al que podía acudirse con cualquier tipo de quejas judiciales, una suerte de VAR que auditará toda sentencia existente.

La divergencia con el modelo americano no puede ser mayor: la Corte de los Estados Unidos falla siempre menos de un centenar de casos por año, y el litigante del sistema sabe que la chance de tener su día en la gran Corte es nula, salvo que se trate de un caso verdaderamente trascendente. Y todos los casos son fallados en el mismo año judicial en que se alegan ante la Corte.

El actual escenario muestra un problema de eficiencia por que la función accesoria consume gran parte de los recursos escasos que tiene el tribunal, haciendo -entre otras causas contribuyentes- que sea subóptima su performance en la función principal.

Por qué un nuevo tribunal

Desde hace tiempo abogados, académicos, y la propia Corte, han venido preguntándose qué hacer con el control de la arbitrariedad de sentencias.

Una opción sería la de volver al modelo original: borrar de un plumazo legislativo la “doctrina de la arbitrariedad” y que las objeciones a las sentencias se traten y se agoten en instancias inferiores a la Corte.

Pero hay problemas con esta opción.

  • Algunos de idiosincracia: la revisión de la arbitrariedad forma parte de nuestra cultura judicial, ello no va a cambiar, y al día siguiente de eliminarla por ley habrá nueva doctrina judicial que bajo otro nombre cumplirá la misma función. 
  • Y otros de equidad: efectivamente, las sentencias arbitrarias existen, y también los criterios dispares en la aplicación de normas subconstitucionales, y ambas cosas generan fenomenales injusticias. Si la doctrina de la arbitrariedad duró más de cien años, tal vez no es un capricho, sino que tal vez está cumpliendo una función. Y es una función virtuosa para el sistema, de la que tal vez no nos convenga prescindir.

Descartando luego tanto el statu quo, como las opciones disruptivas de ampliar la Corte (lo cual de hecho empeoraría el problema, porque se van a requerir más firmas para cada sentencia) o de dividirla en salas (lo cual juzgamos inconstitucional) aparece “esa” tercera vía, que es la de un Tribunal que se “especialice” en planteos de arbitrariedad.

Así la Corte -se razona- podrá volver a las fuentes: resolver sobre casos constitucionales e institucionales (de jueces trasladados a sesiones en pandemia, pasando por la constitucionalidad de leyes y DNU) sin distraerse en cuestiones donde se revisen sentencias de cualquier tópico o litigio (en algún caso, la Corte de la dictadura llegó a revisar, basándose en la arbitrariedad, el contenido de un reglamento de copropiedad de un consorcio).

Solución win-win, la Corte se desembaraza del paquete que más trabajo “subconstitucional” le demanda (y ello le debiera permitir hacer mejor “lo constitucional”), y a la vez nos quedamos con el control de arbitrariedad ahora localizado en un tribunal especial, que por eso mismo lo hará mejor y más rápido. Ese es el plan, o la teoría, de quienes ven esa tercera vía como la mejor idea.

¿Puede fallar?

Sobre esta idea hay “otra biblioteca”, y de hecho tres juezas integrantes del Consejo desaconsejan su adopción. Dos fundadas preocupaciones sobrevuelan al respecto. Una es la de que ese tribunal implique un “doble comando” en la cúpula judicial, con criterios que empiecen a diferir de los de la Corte Suprema, generando inseguridad jurídica. Y otra es que ese tribunal no elimina el problema sino que lo incrementa: acarrea una instancia más, alargando los tiempos y los costos (ya mayúsculos) de los procesos.

¿Son problemas absolutos? No necesariamente: no podemos entrar en cuestiones de letra chica, pero todo se supedita a ella: depende de los detalles, de la técnica legislativa de como se dibuja -y como se comporte en la realidad- la medianera de la judicialización entre el nuevo tribunal y la Corte Suprema (evitando que haya una “puerta giratoria” de litigios infinitos en las instancias extraordinarias). Si los planetas se alinean la teoría puede funcionar, e incluso generar una sinergia deliberativa entre la Corte Suprema y el nuevo Tribunal de Garantías. Si se implementa mantendremos los problemas viejos, más otros problemas nuevos.

Lo que sabemos. Más allá del proyecto que se presente en concreto, lo que sabemos por cierto -y es cada vez más nítido- es que los jueces del VAR no pueden revisar todas las jugadas ni sustituir a los jueces del campo.

Vale para el futuro del propuesto Tribunal, que debería ser extremadamente prudente en las revisiones.

Y vale también para la Corte, con o sin tribunal intermedio en el horizonte: su tormentoso affaire con la arbitrariedad implicó que en algún giro de su historia, inadvertidamente expandió su competencia al precio de desperfilar su rol institucional. A veces más termina siendo menos.

GA

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