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Opinión

Viajes en tiempos del coronavirus

Luis Harss

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El impacto de la primera muerte por Covid me sorprendió regresando de Maine donde pude conversar, cámara en mano, con Christian Cotz del Museo de la Primer Enmienda, una institución dedicada a promover el derecho a decir lo que uno piensa. La entrevista acabó siendo parte del documental Los Otros Madison que se estrena en breve con el apoyo de la Universidad de Harvard. 

Aquella primera muerte por coronavirus había ocurrido en Washington, no en la ciudad sino en el estado, en el rincón más occidental y boreal de los Estados Unidos, es decir: arriba a la izquierda. Por entonces no se escuchaba hablar de otro tema por el radio. De repente, el bichito oriental, hijo de un murciélago y un chancho proletario, había capturado el foro por asalto. Pensé en Orwell, y me avergoncé de haber caído en el lugar común, después en Nostradamus y me dije que no podía ser tan previsible, que al final de cuentas el futuro es incierto, y que estas cosas sólo se me ocurren después de haber pasado demasiadas horas detrás del volante. También pensé que el virus representaba una cuota de alivio, después de todo venía a competir por el oxígeno del rating con figura del caballero indigno de la Casa Blanca. Hoy, retroactivamente, me pregunto si acaso le debamos al coronavirus el habernos quitado de encima al hombre de la corbata roja como podríamos deberle a Margaret Thatcher la capitulación de la última junta militar en Argentina. Por momentos pareciera que no hubiera nada mejor que un virus para desplazar a otro.

Iba hacia el sur por la interestatal 95, y al llegar a Nueva York tomé un atajo hacia Virginia siguiendo rutas alternativas donde los camiones de 16 ruedas compiten por el espacio con calesas de cuatro ruedas, tiradas por un solo caballo y conducidas por granjeros Amish. Los Amish son una comunidad religiosa extremadamente austera y tradicionalista, con un pasado suizo y distante, seguidores de Jakob Ammann, el sastre devenido líder religioso. Los Amish no son pocos, en los Estados Unidos son casi tantos como los habitantes de la ciudad de Santa Fe. Ahora que lo pienso, Fernando Birri era santafecino y su presencia siempre me recordó a esta gente de Pensilvania: barba, ropa de lino y sombrero negro. Birri no era Amish, los Amish no hacen cine, nunca vi a Fernando Birri dirigiendo una calesa tirada por caballos.

Pensilvania es un estado de ánimo, y ahí se definieron las últimas elecciones presidenciales que dieron por tierra con la amenaza anaranjada. Por aquí también pasó Domingo F. Sarmiento.

Faltan apenas cuatro horas para llegar a donde vivo, al pie de los Apalaches, en el centro mismo del estado de Virginia, pero no creo que me sea posible mantenerme alerta detrás del volante. Hay momentos en que uno anticipa la posibilidad del accidente que de concretarse no sería tal cosa. No me canso de viajar, pero estoy cansado. Sarmiento tenía 36 cuando se aventuró por estas llanuras, yo acabo de cumplir 60. Si me quedo a dormir en Harrisburg, tal vez mañana visite a Luis Harss, que vive a unos 100 kilómetros hacia el oeste, aunque pensándolo bien, aunque respire y duerma en Mercersburg, Harss vive en un estado de ánimo porteño y anacrónico. Hace tiempo que tengo ganas de volver a verle para conversar sobre Cristóbal Colón, el poeta, al que le dedica el primer capítulo de su último libro: Mis autores, no Los nuestros, sino los suyos.

En portadilla el autor advierte que “A veces uno estudia y no entiende nada. Otras veces, porque sí, a uno lo visitan ideas, pequeñas imaginaciones”. 

Entonces me imaginé a Harss esperándome con un pastel de carne preparado por él y Patricia, la encantadora mujer que lo acompaña desde mucho antes que desaparecieran los tranvías. Aquella tarde hablamos de Colón, de la mucha pena que causa el ensañamiento en torno a su legado, sobre la secrecía de su verba lírica que quizás sólo por razones prácticas ocultaba a sus marineros que temían lo desconocido y que no hubieran entendido.  

“Que 'ninguno', nos dice, 'puede dar razón que abaste' para revelar el secreto del que fue a ciegas 'sin ver tierras', con sólo su 'compás y arte,' por camino ignoto que, para repetirlo 'sería necesario… descubrirlo como de primero'.” 

Al anochecer emprendí el regreso, faltan sólo tres horas para llegar a mi lugar en el mundo, pero como suele suceder, esas tres horas se hicieron seis pensando que quizá Antonio Machado estuviera en lo cierto al preguntarse para qué llamar caminos a los surcos del azar. A poco de andar vuelvo a cruzarme con una calesa de cuatro ruedas conducida por un hombre sin edad junto a una mujer joven y pudorosa, vestida a la usanza de sus ancestros. Mientras el detalle se perdía en el espejo retrovisor, pude imaginármela desnuda sobre un campo de girasoles, como esos que cubren estas praderas en las que Pensilvania se agota y Virginia se insinúa sobre el mapa. La idea de los campos de girasol evocó en mi memoria el camino a Rosario a visitar a mis abuelos. El destierro es también eso. 

Por la radio se escucha la voz del hombre de la corbata roja en la Casa Blanca diciendo que lo del coronavirus es un invento chino que va a terminarse milagrosamente ni bien llegue la primavera. Esto recién empieza.

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