Volver imposible lo que era posible
Cien años de historia urbana nos han dejado las marcas de un giro paradójico. Basta recorrer algunos barrios de Buenos Aires y las páginas web de las inmobiliarias. En la década de 1920 hubo varias iniciativas, públicas y privadas, de construcción de casitas baratas o departamentos para obreros. Por entonces había, como hoy, un fuerte déficit de viviendas. Los trabajadores alquilaban piezas de viejos conventillos, vivían hacinados.
Las casitas baratas eran una opción para mudarse a una vivienda propia. La mayoría de esos proyectos todavía está allí. Vean si no los edificios de departamentos del Barrio Parque Los Andes, en Chacarita. Pensado por un arquitecto socialista, era un barrio “colectivo”, diseñado para que la gente compartiera el espacio, para que se cruzaran y socializaran en su tiempo libre en los jardines o en el teatro y la biblioteca que el plano de la obra había incluido a tal efecto. O vean las 640 viviendas del barrio Las Casitas, en Flores: casas de cuatro ambientes, con patio, sencillas pero lindas. O el barrio Cafferata en Parque Chacabuco, sus casas de dos plantas con estilo inglés y pisos de pinotea. Todas viviendas sólidas, amplias, con buenos materiales. Baratas y para trabajadores. Y no solo eran proyectos: en los barrios más alejados del centro todavía se ven casas individuales de las mismas características, alguna vez habitadas por obreros.
En cien años, todas esas viviendas pensadas para ser baratas se convirtieron en un lujo. Un departamento en Los Andes cotiza en 300 o 400 mil dólares. Las Casitas no bajan de US$200.000. Son valores que no solo un obrero no podría soñar en reunir: hoy ni siquiera alguien de clase media accede. En apenas cien años, algo que estaba perfectamente en el horizonte de lo posible –ser un laburante y tener una vivienda propia, bien construida, linda, vivible– se transformó en un imposible. Dejó de ser una posibilidad real. Si trabajás en CABA, en el mejor de los casos alquilás un dos ambientes feo, o un monoambiente. O con más frecuencia, vivís en un barrio precario y/o viajás dos horas para llegar a trabajar.
El fenómeno no es solo en temas de vivienda, ni solo en la Argentina. En otros sitios, otras cosas que antes eran posibles, hoy dejaron de serlo. Antes se podía tener un trabajo estable, con un salario digno asegurado a fin de mes. Ya no. Ahora todo es precariedad y trabajar como un desquiciado para malvivir. ¿Tener hijos? Antes era una obviedad y el número estaba en cada uno. Hoy hay que pensarlo cien veces antes de tener uno, a lo sumo dos. En Francia, hasta hace unos meses un trabajador podía trabajar toda la vida y jubilarse a los 62 años. Ya no: ahora le agregan dos años más de trabajo para el retiro. Y por todas partes se anuncian más imposibilidades nuevas. En Inglaterra se podía confiar plenamente en el robusto sistema de salud pública, que era un modelo. No hacía falta medicina privada. Pero ahora sí, a menos que uno quiera esperar meses para un turno o una operación. Volviendo a la Argentina: durante décadas se pudo tener algo tan simple como una indemnización por despido. Ahora parece que ya no se puede, nos dice el PRO. El capitalismo “serio” necesita que no haya indemnización. Hay que pagarse un seguro uno mismo o joderse. De manera bastante veloz, lo que era la realidad cotidiana hace unas décadas o incluso pocos años, se vuelve imposible, inexistente, irreal, fantasioso.
El avance del capitalismo, entre otras cosas, genera activamente imposibilidades. Restringe y achica la gama de lo posible. Lo hizo, por supuesto, con las alternativas políticas que se le opusieron: la energía que puso para volver inviable toda vida más allá de la ley del mercado ha sido enorme. El socialismo, como visión, sin dudas tuvo sus propias limitaciones y debilidades. Pero también se lo volvió activamente imposible mediante represiones, guerras, bloqueos, demonizaciones, cercamientos, expropiaciones. No es que hoy no existe alternativa a la vista porque ninguna es posible ni existió nunca: toda alternativa ha sido activamente empujada fuera del plano de lo existente.
La misma dinámica se nota no solo para las alternativas anticapitalismas, sino también para la vida misma dentro del capitalismo. El capital va convirtiendo en imposibles las alternativas y opciones que tenían nuestros padres o abuelos, que ya vivían en sociedades perfectamente capitalistas. Vuelve imposible lo que hasta ayer era posible. ¿Qué pasó con esas casitas baratas? Pasó que el espacio urbano es un negocio y se lo apropia quien quiera venderlo y quien pueda pagarlo. Las casitas ya no pueden ser para obreros porque las compró alguien que gana más, porque son para propietarios múltiples que las alquilan en AirBnb o porque en los terrenos que ocupaban alguien construyó una torre de monoambientes. ¿Qué pasó con los fondos que durante décadas permitieron un sistema de salud de calidad en Inglaterra? Están en paraísos fiscales y firmas offshore.
La política debe ser “realista”, se nos dice. Debe plantear horizontes de acción factibles. Lo demás es ensoñación, fantasía, utopías. A todos nos gustaría vivir en la abundancia, que haya concordia, que seamos iguales, salud para todos, que la libertad sea plena y completa, que el medioambiente sea respirable. Pero hay que ser realistas. Vivimos en el capitalismo. Todo lo demás fracasó. Hay que dejar que el mercado reine: es lo único real.
El problema es que, sometido a esa ley, lo real se nos va haciendo cada vez más pequeño, unidimensional, restringido.
EA/DTC
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