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CRÓNICA

Cristina Fernández de Kirchner a treinta metros, entre lágrimas de amor y rayos de cólera

Seguidores de Cristina Fernández de Kirchner

Alejandro Seselovsky

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No son todavía las seis de la tarde y el vallado de la Policía de la Ciudad cae sobre el pavimento de la calle Uruguay. En el interior de los departamentos, en la entraña de los edificios, se hace escuchar el estruendo de la militancia pisando los hierros caídos, pasando de uno, de a cien, sobre la chapa. Como un frente de todos, o por lo menos como un frente de muchos, avanzan hacia la esquina de Juncal. Hay algo de pulseada que se dirime en esta escena manifiesta de dos fuerzas en choque. No pasarán. Sí, pasaremos. Okay, pasarán.

Yo sabía, yo sabía / Que Larreta / Con Cristina no podía. A las siete, hay tres cuadras de personas cantando su triunfo del día.

Dura 40 metros caminar por Juncal sin que el bloque compacto de personas te detenga. Después, ya es imposible avanzar.

Las muchedumbres se mueven como placas tectónicas que no avisan. Hay oleajes en contra, oleajes a favor, pero nunca sabés de dónde vienen ni a dónde te pueden llevar. En la más íntima constitución de la masa podés interactuar con los tres o cuatro que tenés al lado, puramente. Se arman y se desarman pequeñas comunidades de proximidad y de golpe el otro cambia en un movimiento inesperado de sujetos que se reacomodan. Sin embargo, al final, siempre es el mismo sujeto, uno que está ahí cogoteando igual que vos.

A las a las 21:15 la puerta de Juncal 1411, breve, escondida, como con culpa de ser puerta trasera, se abre como una promesa. Entra y sale gente de ahí, lo que produce el hormigueo de una expectativa en las personas que estamos rodeándola. Todos están cruzados por la misma contradicción: quieren verla a Cristina, entonces pechan para adelante. Quieren que Cristina salga y hable, entonces reculan para que se arme el cordón. La cantidad de gente que me rodea y la forma en la que me estriñe no permite que me vea los pies.

A las 21:30 el espacio está logrado y, si quisiera, Cristina Fernández de Kirchner ya podría salir por esta puertecita y llegar hasta el escenario que se armó en la esquina.

Un remolino súbito me lleva hasta la orilla de un automóvil que ha quedado ahí estacionado. Recién lo veo cuando lo toco. Consigo apoyar el codo sobre el techo. No podría identificar ni la marca ni el modelo porque estoy apiñado contra su puerta.

Mientras, lo que sostiene todo, lo que tracciona el tiempo hacia adelante y hace que estar acá tenga sentido, es el canto, el cántico, la rima de la tribuna, el verso entonando el mensaje. Si la tocan a Cristina qué kilombo se va a armar compone asonancia con che gorila, che gorila, no te lo decimos más.

Ya de bebé, en mi casa había una foto de Perón en la cocina, en cambio, hace consonancia con y ahora de grande, unidos y organizados junto a Néstor y Cristina.

Cristina presidenta no rima con nada, es solo Cristina presidenta.

Aguanta, por unos minutos, este pasillo hecho de gente que se abre en medio de la multitud, pero conforme nos acercamos a las diez de la noche, los metros abiertos que se habían conseguido se desvanecen y otra vez todo se vuelve una marea de personas.

Hay dirigentes. La senadora Juliana Di Tullio está sentada en algo que tal vez sea un capó. Mariano Recalde y Juan Grabois también se van a dejar ver. Pero no hay aparato, ni camiones ni contingentes organizados de antemano. En estos últimos días, los estertores de la causa Vialidad pusieron en la calle a una militancia enamorada que vino a entregar su vigilia.

Y que ocupó, rasgando un lienzo de clase, unas adyacencias del barrio de la Recoleta. Guido, Uruguay, Vicente López, Juncal, son las calles donde esta militancia desplegó su voluntad operativa. Son las calles, éstas, de una clase media o media alta que en ningún caso compone elite social y que, tomando el riesgo que supone cualquier generalización, podemos decir que se define antes por la abyección de su antiperonismo que por su capacidad adquisitiva. Hay más ruidos que nueces, en la riqueza recoleta de estas esquinas.

Miro hacia arriba: una única persona en el único balcón de un piso seis, mirándonos como un dron.

No es exclusivo del peronismo, el amor militante. Pero nadie expresa como el peronismo, el amor militante.

En la página 266 de su Historia de la clase media argentina, Ezequiel Adamovsky se pregunta: ¿De dónde, entonces, un odio tan persistente contra el peronismo? El mismo Adamovsky se responde: “El hecho más irritante para las clases ‘decentes’ fue sin dudas que las jerarquías sociales tradicionales se vieron profundamente alteradas por ese componente plebeyo que aportaron al gobierno los seguidores de Perón”.

El acierto de esta perspectiva consiste en haber puesto en valor una idea de la alteración, en este caso, de la alteración social. La fractura, el accidente, la intervención de un campo simbólico sobre otro ya constituido es una alteración profunda. Que haya cuatro medios tanques humeando choris a 500 pesos donde Paraná abre la ochava, frente al borde norte de la plaza Vicente López, es una alteración profunda. La pancarta que cubre de vereda a vereda la calle Juncal con la inscripción Fernando Espinoza-La Matanza, es una alteración profunda. Fue la alteración profunda de los vecinos de estas calles lo que le dio argumento al gobierno porteño para vallar el recorte de este damero. Por Guido, por Juncal, vallas donde vayas. Vallas donde fueras.

El peronismo mismo es una alteración profunda del devenir regular de la historia política argentina: el hecho maldito del país burgués no puede sino constituirse como alteración.

La Argentina alterada, iterada, de la fricción entre el peronismo y sus odiantes se despliega una vez más con toda su fuerza histórica en estas calles donde estoy ahora mismo, entre esta gente que ahora mismo, rodeándome, canta: Cuánto les falta para entender que no fue magia nos conduce una mujer.

(No hay peso como el peso de las rimas consonantes)

Sale Cristina.

¿Cómo llegó hasta allá? ¿Por dónde pasó? Se explica el desvanecimiento de nuestro esforzado cordón, ahora. Salió por la puerta de Uruguay.

Tengo a Cristina Fernández unos treinta metros delante de mí. Y cuando al cabo de los primeros minutos las personas bajan los brazos y guardan sus celulares, la puedo ver con perfecta claridad en la noche de su barrio.

La vicepresidenta agradece a todos y todas, y especialmente “a quienes están ahí detrás, cuidándome la espalda”.

Queda, de golpe, más claro que nunca, el sentido de esta vigilia que lleva ya algunos días. Esta militancia está acá guareciéndola, cobijándola.

No es exclusivo del peronismo, el amor militante. Pero nadie expresa como el peronismo, el amor militante.

Una chica morocha, criollita, remera negra, que no debe llegar a los treinta, ya sin voz después de haberla dejado en las rimas y en la marchita, llora sin espasmo. No quiero que me vea mirándola llorar, así que simulo que busco gente para poder pispear algo de lo que está pasando en su cara. Sin espasmo quiere decir que no está en un alarde del llanto, ni se le deforma la boca, ni se desgarra el gesto. Es una chica que mira hacia adelante, escucha a una mujer que habla por un micrófono y, como no le aguanta el lagrimal, deja que se le desborde. Deja, permite, que el surco de la lágrima le baje por el pómulo y se le pierda bajo el mentón.

¿A quién sentirá que está mirando? ¿Delante de quién sentirá que está? No voy a cometer la estupidez de preguntárselo porque pareciera estar viviendo su momento perfecto, nadando en su propio mar del sentido, encontradísima.

Cristina sigue adelante con lo que en este momento todos los canales de noticias deben estar transmitiendo y con lo que va a quedar flotando en el aire durante los días que vendrán.

En ese momento, una prima cordobesa que tengo me responde una historia de IG que acabo de subir con la gente cantando que no fue magia, que los conduce una mujer. Mi prima, pobre, está rabiada con el peronismo, pero rabiada mal, corte que echa rayos por los ojos. “Parece que los muchachos fueron a ver cómo se vive con asfalto y luz”, me escribe.

Parece convencida de que ha hecho un buen chiste.

La chica que llora en silencio a mi lado y mi prima tirando ingenio presunto en el reviente de su tirria son dos mujeres que son dos países. Y las dos son del mismo país.

Es curioso: una llora de felicidad y la otra ríe de bronca. La contra simetría es apabullante y maravillosa.

Lágrimas de amor, rayos de cólera, cada una saca de los ojos lo que guarda en el cuerpo.

AS

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