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Paleolibertarismo a la criolla

El líder de la Libertad Avanza, Javier Milei durante una recorrida por La Matanza.

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Las declaraciones proto-negacionistas de Javier Milei sobre la dictadura militar -“no fueron 30.000”, “fue una guerra”, “hubo excesos”- podrían sorprender viniendo de un libertario. Para alguien que considera que el Estado (democrático) es el Mal absoluto, resulta curioso que lo relativice precisamente bajo un régimen de terrorismo de Estado. También suele sorprender su militancia celeste contra el aborto, al que considera un crimen sin más. ¿Cómo explicar estas aparentes contradicciones?

La palabra clave es “paleolibertarismo”. Este término refiere a un momento táctico-político preciso de Murray Rothbard, el teórico libertario estadounidense cuyos textos hicieron que Milei dejara su vida de economista neoclásico y se volviera primero anarcocapitalista y luego una suerte de profeta de la regeneración argentina (sus repetidas comparaciones con Moisés son muy significativas). Pero en esta recepción local del paleolibertarismo hay -como en todas las ideas “fuera de lugar”- una serie de malentendidos y adecuaciones. 

Rothbard propuso el paleolibertarismo en los años 90 como una alianza de los libertarios con la derecha reaccionaria (la old right anti-New Deal), incluso con grupos abiertamente supremacistas, con la idea de “ir al pueblo”- y dejar atrás el libertarismo hippie del Partido Libertario. 

El neoyorquino anticipó temprana y proféticamente la rebelión de las bases republicanas contra los neocons “estatistas” (que daría lugar al Tea Party y más tarde al trumpismo). Pero esa alianza con la (ultra)derecha, producto finalmente de la impotencia política libertaria, siempre fue con objetivos antiestatistas, lo que en Estados Unidos tiene sentido porque hay una tradición de “states' rights” (derechos de los estados) y todo tipo de autonomismos locales antiWashington y antigobierno central, incluidas las milicias. Por eso, Rothbard siempre fue radicalmente anti-FFAA y antiguerra, incluso durante la Guerra Fría. Sostenía que los conservadores eran optimistas en el corto plazo (pensaban que podían ganar militarmente las batallas contra la Unión Soviética), pero pesimistas en el largo (temían una victoria del comunismo como sistema); mientras que los libertarios debían ser pesimistas en el corto plazo (se podía perder algunas batallas frente al comunismo), pero optimistas en el largo: como ya había demostrado la Escuela austriaca de economía, la planificación centralizada resultaba inviable, lo que acabaría con la Unión Soviética, aunque en ese momento apareciera como una potencia invencible. En una posición provocativa ante los conservadores, Rothbard llegaría a afirmar que la Unión Soviética era “más pacífica que el gobierno de los Estados Unidos” y que el verdadero enemigo no estaba en Moscú, sino en Washington. Pero con el paso del tiempo, veía que el libertarismo no conectaba con las mayorías, y era un pequeño grupo de agitación intelectual antiautoridad. Por eso su propuesta paleo. Y su llamado a no confundir autoridad estatal (mala) con autoridad social -iglesias, familias, empresas- (necesaria como contrapeso de la primera).

En 1993 escribió, por ejemplo, el artículo “La derecha religiosa: hacia una coalición”, donde planteaba que los libertarios pro-choice (proelección) podían aliarse con los religiosos provida con un programa común centrado en la autonomía local (que cada Estado o comunidad decidiera si aceptaba o no el aborto, quitando del medio a la Corte Suprema y otras instancias del Estado federal), y en el rechazo a la salud pública (incluso donde fueran aceptados, los abortos no debían ser pagados por los contribuyentes). Y esta lógica de alianzas se podía repetir con otros sectores reaccionarios: el objetivo era siempre fortalecer grupos locales contra el Estado federal. Nunca había que aceptar leyes federales, ni siquiera cuando iban a favor de los objetivos de los libertarios.

Trasplantado a Argentina, el paleolibertarismo de Milei, sin esa tradición de autonomía de derecha, no tiene mucho sentido. El resultado es su alianza con Victoria Villarruel y sectores procesistas que quieren precisamente darle más recursos/influencia a las Fuerzas Armadas, algo muy antirothbardiano. Esta alianza entre anarcocapitalistas y nacionalistas de derecha es sin duda inestable. Habrá que ver, en caso de que ganen, cómo se sedimenta. 

El libertarismo de Milei es posdemocrático, él cree que la democracia es un sistema al servicio de los políticos. Por eso habla de libertad pero no de democracia. Y cuando le preguntan sobre el tema, comienza a balbucear el “teorema de imposibilidad de Arrow”. Su posición rima con el discurso neorreaccionario.

Los neorreaccionarios consideran a la democracia un producto catastrófico de la modernidad, un régimen “subóptimo” e inestable orientado hacia el consumo y no hacia la producción y la innovación, que conduce siempre a una mayor tributación y redistribución (los políticos necesitan ganar elecciones). La democracia es consumismo orgiástico, incontinencia financiera y reality show político. No genera progreso, lo consume. Por eso termina dando lugar a una sociedad de parásitos. Para el neorreaccionario Michael Anissimov, “los votantes irracionales y los políticos complacientes crean un ciclo de error que se retroalimenta”. El único remedio, dicen, es un neoelitismo oligárquico, en el que el papel del gobierno no debería ser representar la voluntad de un pueblo irracional, sino gobernarlo correctamente. 

La democracia es demasiado permeable a poblaciones hostiles al laissez faire e impregnadas de una “mentalidad anticapitalista” gregaria. E incluso de socialismo. Por eso, si de manera realista resulta difícil creer que el Estado pueda ser eliminado, Mencius Moldbug, que hoy es escuchado con atención en el trumpismo más radicalizado, argumenta que al menos puede ser curado de la democracia. Para eso, la clave está en tratar a los Estados como empresas. En la utopía neorreaccionaria, los países serían desmantelados y transformados en compañías competidoras administradas por directores generales competentes; algún tipo de variante o combinación de monarquía, aristocracia y “neocameralismo”, en la que el Estado es una sociedad anónima dividida en acciones y dirigida por un CEO que maximiza los beneficios. Una suerte de feudalismo corporativo. La libertad personal se desvincula, entonces, de la libertad política.

Muchas de estas cosas resuenan en el relato mileísta, aunque este es poco sofisticado desde el punto de vista filosófico. Pero el candidato de La Libertad Avanza (LLA) está lejos de poder llevar adelante un proyecto semejante. Incluso la dolarización, una utopía de baja intensidad, se le volvió un dolor de cabeza. Ya ha debido abandonar gran parte de su maximalismo anarcocapitalista de reforma intelectual/moral del país en favor de una realpolitik neomenemista (sin olvidar que Menem tenía al peronismo para hacer menemismo…). Pero no deja de ser curioso que su anarcocapitalismo aterrorice a la élite económica y a los empresarios en general.

Tampoco Milei tiene un partido, como Trump, ni una coalición socioterritorial (evangélicos conservadores, agroindustriales, militares y milicias… la biblia, el buey y la bala) como Bolsonaro. Articulará, si gana, una mezcla de menemistas/cavallistas del CEMA, exempleados del Grupo América, exfuncionarios de diversos gobiernos, y gente proveniente de diversas fundaciones de derecha. No faltarán “libertarios” de última hora. Pero las reacciones de Guillermo Francos, posible ministro del Interior, cuando le hablan de “anarcocapitalismo” -una mezcla de cinismo y desinterés… “esas son cosas de Javier”- anticipa el hiato entre la utopía de los jóvenes libertarios y el oportunismo de quienes ocuparán el Estado si LLA gana las elecciones. Después de tomar el poder en Rusia, el Partido Bolchevique cerró las puertas al ingreso de nuevos miembros para evitar el aluvión de oportunistas; pero Milei no se puede dar ese lujo porque no tiene un verdadero partido.

Es curioso que Milei genera dos miedos opuestos: algunos temen que sea una especie de Nayib Bukele -un outsider ultrapopular que tensione los límites de la democracia- y otros un Pedro Castillo -un outsider despistado que nunca logró armar un gobierno-. Una tercera es que transite diversas escalas de grises. Quizás el verdadero peligro no resida en su “fascismo” sino en la caotización institucional de un Estado que ya tiene bastantes problemas para pasar por el incierto experimento de la nueva coalición de la motosierra.

PS/MG

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