Milei al rescate de la revolución comunista
La irreverencia no es una virtud pero se le parece, ¿será por eso que Milei le cae bien a tanta gente? En todo caso, no creo aconsejable ridiculizarlo ni subestimarlo. Es sin lugar a duda una de esas personalidades extraordinarias que le ha dado la Argentina al mundo. Todavía no sabemos si va a ser una personalidad dramática, trágica o farsesca… pero no hay que reírse.
No recuerdo ningún presidente que haya dado semejante espectáculo —lo digo sin pizca de ironía— en los estrados de la gran política mundial. Que instara a los ricos a no dejarse amedrentar por las demandas sociales canalizadas por las instituciones públicas o sindicales para revestirlos del heroísmo propio de la naturaleza benéfica de la ambición. Que le espetara en la jeta a los políticos de occidente que su civilización estaba en crisis por su esencia parasitaria e ideología colectivista. Que le escupiera un ojo a los organismos multilaterales por practicar un “neo-marxismo asesino”. Todo ello es un llamado abierto a la guerra de clases.
Parado frente a los poderosos de la tierra cual Restaurador de Occidente, concedió a los empresarios capitalistas la dignidad máxima que la tradición grecorromana podía atribuirle a un ser humano, es decir, la dignidad heróica. La declaración oficial de capitalismo ilimitado y desbozado como sistema infalible es una novedad ideológica trascendente. Sin remilgos, convocó a una rebelión de los Benefactores de la Humanidad contra los villanos conspirados de la Casta Colectivista que agrupa “comunistas, fascistas, nazis, socialistas, socialdemócratas, nacionalsocialistas, demócratas cristianos, keynesianos, progresistas, populistas o globalistas” porque “en el fondo no hay diferencias”.
El marxismo consideraba capitalista al sistema en el que predominan relaciones económicas signadas por la propiedad privada de los medios de producción que, combinadas con el trabajo asalariado, producen mercancías que compiten en el mercado. El “empresario exitoso” es aquel que logra obtener la máxima ganancia, acumular capital y vencer a sus rivales. El conjunto de tales empresarios constituyen la clase económicamente dominante. El conjunto de los asalariados, la clase subalterna.
Además de estas dos clases, burguesía y proletariado, existen otras categorías subalternizadas. Quienes viven desarrollando actividades por cuenta propia —artesanos, comerciantes, chacareros, etcétera— con sus propios y precarios medios de trabajo forman parte de la pequeña burguesía. Los que sobreviven a partir de actividades degradantes de mera subsistencia constituyen el lumpenproletariado. El campesinado puede figurar como una clase social sui generis según la interpretación.
Entre la clase dominante y la clase subalterna, burguesía y proletariado, se desarrolla una lucha a muerte porque sus intereses son antagónicos. La burguesía es la clase explotadora, el proletariado la clase explotada. El resto de las clases sociales pueden situarse en uno u otro bando según las circunstancias históricas.
El Estado, dentro del capitalismo, opera como un instrumento de dominación al servicio de la burguesía. Es la junta de negocios de los “empresarios exitosos”. Los derechos sociales y los gobiernos populares que se desarrollaron tras la muerte de Marx fueron considerados por los marxistas duros como una forma de contención de la lucha de clases al servicio del sostenimiento del capitalismo.
Desde el advenimiento del marxismo, todos los que pregonamos una disminución progresiva de las desigualdades y mayores niveles de justicia social a partir de cambios graduales sin promover la confiscación de la propiedad privada sobre los medios de producción para su colectivización total, sufrimos el mote peyorativo de reformistas. El antagonismo de clases —dice el marxismo— no puede resolverse a través de reformas, debe ser producto de una revolución violenta.
Sacando a los propios comunistas, un marxista consecuente consideraría todas las demás categorías políticas enumeradas por Milei dentro de la Casta Colectivista como formaciones capitalistas disfrazadas. Algunos marxistas llegaron a la misma conclusión: “en el fondo, son lo mismo”. Los horrores del nazifascismo, que nace como fuerza de choque contra los propios comunistas, y sobre todo las alianzas internacionales y frentes nacionales tejidos durante la Segunda Guerra Mundial moderaron esa concepción.
Con su apoteosis del empresariado y su programa de eliminación de los derechos sociales, Javier Milei hace —a contrario sensu— un servicio extraordinario al reverdecimiento de las ideologías del marxismo duro y a la lucha de clases. Al levantar la idea perimida de un capitalismo ilimitado y prometeico, ha resucitado el martillo y la hoz como perspectiva única de justicia social. Planteando la dialéctica del empresario heróico y la perversidad intrínseca de la justicia social, invirtiendo el rol de explotados y explotadores, eliminando el sentido de “deuda” de los ricos con las clases populares propio de la tradición humanista, atiza los antagonismos de clase como nunca se atrevió a hacer el más conspicuo burgués. El grosero apoyo del hombre más rico de la Tierra lo confirma. La ideología divinizante del éxito empresario lo excita. Lo estimula. El erotismo del dinero, una suerte de plutofilia, un afrodisíaco de la explotación.
Nuestra doctrina, simple, popular y humanista, dice que cada ser humano tiene, por el solo hecho de serlo, derecho a vivir con dignidad en el marco de una comunidad solidaria y cooperativa que debe garantizar a todos los medios que le permitan desarrollarse integralmente y buscar la felicidad. Desde luego, nuestra doctrina no está triunfando. La exclusión, la degradación ambiental, la mala política, las nuevas formas de colonialismo lo impiden. La pátina benevolente que figura en las declaraciones y tratados internacionales no resuelve este problema. La consagración nominal de los derechos humanos, ambientales, sociales, económicos y culturales no se convierte en realidad efectiva que impulsa el camino de los pueblos hacia la realización de un mejor porvenir.
Tal vez, este extraordinario personaje de manufactura argentina, planteando sin caretas la ideología salvaje que muchos practican mientras sus representantes políticos predican lo contrario, llegó para clausurar la era del pacto social y las reformas graduales; tal vez llegó para reiniciar la era de la guerra de clases. En todo caso, su paso por Davos ha sido un golpe fulminante a la narrativa edulcorada del capitalismo global. Este sinceramiento, con mucha suerte y la ayuda de Dios, puede también despertar la conciencia y el coraje necesario de las grandes reformas que requiere un proyecto simple, popular y humanista como el nuestro.
JG
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