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“El cementerio sueco”: el vertedero que Estocolmo exportó a Chile en los '80

Vista aérea del lugar donde se encuentra el material tóxico derramado al aire libre en una región conocida como "Sitio F", a 200 metros de Sica Sica, en Arica.

EFE

Arica, Chile —

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Cuando Daniel Bembow pasea por la población Sica Sica, donde nació, en la periferia de la ciudad chilena de Arica (norte), se emociona. Transita entre la tristeza, la rabia y la frustración: “Da un poco de nostalgia acordarse de estas cosas. Para mí, es difícil”, dice mientras muestra una foto de su infancia en la que se le ve junto a su hermana en el mismo lugar.

“Nosotros nos criamos aquí, a menos de 100 metros de donde estaba la empresa minera Promel y donde hace décadas se abandonaron toneladas de desechos tóxicos”, relata el joven.

Entre 1984 y 1989, la minera sueca Boliden vertió cerca de 20.000 toneladas de residuos contaminantes a las afueras de Arica, capital de la región homónima fronteriza con Perú y Bolivia. Desde Estocolmo, pagaron a la empresa chilena Promel, que esperaba obtener oro y plata a cambio de procesar los desechos suecos, en una práctica recurrente en la década de 1980 por parte de los países desarrollados hacia los del hemisferio Sur.

El material tóxico –con altas concentraciones de arsénico, mercurio, cadmio y plomo– fue derramado al aire libre, sobre la tierra, en una zona conocida como “Sitio F”, situada a 200 metros de Sica Sica y contigua a un sector conocido como Los Industriales, donde en 1989, en plena dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), se construyeron viviendas sociales para familias vulnerables.

“En esta zona en la tarde corre mucho viento y al estar sin protección, el viento expandió los residuos tóxicos por toda la ciudad”, explica Luz Ramírez, que en 1990 llegó a vivir a Los Industriales, cuando tenía 15 años.

“Nuestro parque de diversiones fue un veretedero”

“La mayoría de los niños del sector jugábamos en ‘el pantano’, que eran unos socavones grandes utilizados para sacar áridos donde Promel dejaba caer los descartes de los contaminantes; cuando el sol los secaba se convertían en una especie de tiza con la que rayábamos el piso y las paredes. Mi hermana escribió su nombre en amarillo ahí y aún sigue marcado”, recuerda Bembow, apuntando hacia la valla que rodea el lugar donde la minera funcionó hasta 1989, hoy convertido en un estacionamiento de camiones propiedad de Bienes Nacionales de Chile.

“Nuestro parque de diversiones fue un vertedero”, añade, pero entonces nadie lo sabía.

La comunidad presentó la primera denuncia ambiental por la existencia de “un cerro de color negro del cual emanaban fuertes olores a metal” en 1997.

Tras analizar el material depositado, un año después, los acopios fueron trasladados a Cerro Chuño, en la zona de Quebrada Encantada, un lugar a priori “más seguro”, pero donde se habían instalado varios asentamientos ilegales de personas de bajos recursos, que bautizaron el nuevo vertedero como “el cementerio sueco”. Aunque se desalojó la zona, el Estado permitió que otras personas ocuparan nuevamente el lugar hasta hoy.

“Estos minerales fueron depositados acá porque no encontraron cómo devolverlos a su lugar de origen; fueron trasladados por dentro de la población en vehículos que iban sin protección, solo con una lona que se levantaba, por lo que el polvo igual se esparció”, cuenta a Marisol Maibe, ex dirigente vecinal de Cerro Chuño.

“Cuando la Policia de Investigacviones (PDI) intervino nuestro sector encontró que estaba totalmente contaminado”, añade.

“Se ingnora a quien necesita atención”

Enfermedades de todo tipo y, en algunos casos, incluso muertes, azotan a los vecinos de Los Industriales y Cerro Chuño. La mayoría desconocen el origen o causa que las provocó, pero todos ellos tienen en común un tiempo prolongado de exposición directa a los metales pesados.

“Mi hermana empezó con problemas de salud graves desde muy temprano y ya le han sacado dos tumores, el primero pesaba 2 kilos”, dice Daniel Bembow.

Maibe, que vivió durante 18 años a 600 metros de los acopios, cuenta que en ese tiempo las dolencias no dejaron de aquejar a sus hijos: hemorragias internas, enfermedades de piel y afectaciones a órganos internos. Su marido, que llegó a registrar 70 puntos de arsénico en el cuerpo –se considera “normal” por debajo de 35–, sufrió varios episodios de infarto de miocardio y ella un aborto molar por el que le sacaron el útero.

En junio de 2021, expertos de derechos humanos de la ONU concluyeron, tras visitar la zona, que “los residentes de Arica siguen sufriendo graves problemas de salud causados por el vertedero” y alertaron que “12.000 personas se han visto afectadas por los residuos, y muchas han perdido la vida”.

Entre las patologías que recoge el informe hay cánceres de distinto tipo, dolores articulares, dificultades respiratorias, alergias, anemia, abortos y defectos de nacimiento

Entre las patologías que recoge el informe hay cánceres de distinto tipo, dolores articulares, dificultades respiratorias, alergias, anemia, abortos y defectos de nacimiento.

“Aún hoy se ignora a quienes necesitan atención médica”, resolvieron los expertos.

Bembow, que hoy es activista medioambiental en una organización local, critica que quienes dejaron los tóxicos “nunca dieron la cara” y “nunca ayudaron” a los perjudicados con sus problemas de salud. “La gente se está muriendo, los niños están enfermos”, dice.

Mauricio, de 13 años, el hijo menor de Luz Ramírez, tiene problemas respiratorios y también sufre graves afectaciones intestinales. “Se contaminó en mi vientre porque absorbió el arsénico y plomo de mí. El primer examen se lo hicieron con un año y desde entonces no ha dejado de tener arsénico en su cuerpo”, relata la mujer.

Los afectados viven buscando respuestas a las causas de sus enfermedades, inmersos en la duda de cuántas de sus dolencias están directamente relacionadas con la contaminación a la que fueron expuestos y hasta dónde llegarán las consecuencias.

“Es difícil conversar de este tema sin emocionarse y buscar una respuesta al por qué nos enfermamos tanto. Vivimos con la incertidumbre de que en cualquier momento nos diagnostiquen un cáncer”, lamenta el activista.

El estado chileno, abierto a un acuerdo

Uno de los escasos logros de la comunidad ha sido la Ley de Polimetales, aprobada en 2012 bajo el Gobierno de Sebastián Piñera (2010-2014 y 2018-2022) que ofrece seguimiento de salud, apoyo educativo y la reubicación a zonas más seguras, entre otras medidas.

Sin embargo, para los vecinos, esta norma hoy es insuficiente porque solo cubre una parte de la población afectada y deja en el olvido a muchos niños que se contaminaron después.

La otra pelea se da en el campo judicial. En 2013, casi 800 habitantes de la zona denunciaron ante la Justicia sueca a Boliden, pero el tribunal consideró que los presuntos delitos habían prescrito y el caso se desestimó.

Antes, en 2008, por otra causa, la Corte Suprema chilena ordenó al Estado indemnizar a una parte de quienes denunciaron al Estado y a Promel, pero excluyó a más de la mitad de ellos “sin una clara justificación”, dice Antonia Berrios, abogada de la ONG Fiscalía Medioambiental (FIMA), a cargo de las demandas. Tras ese capítulo, los implicados elevaron la denuncia a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

“En junio de 2022, el Estado chileno respondió a la CIDH y desestimó las denuncias, sin embargo, se abrió a la posibilidad de llegar a una solución amistosa”, apunta la abogada.

Han pasado casi 40 años desde el comienzo de este desastre ambiental, pero hasta ahora, nadie –ni las dos empresas ni los dos Estados– se ha hecho cargo de reparar los perjuicios físicos, psicológicos y ambientales. Los afectados sienten que permanecen en el olvido de todos. Bembow lo resume: “No pedimos dinero, pero necesitamos una salud digna para nuestras familias. Nos hicieron mucho daño y eso nos dejó en el abandono”.

EFE

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