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Santiago Rey

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A los 23 años, Erik salió de su casa de La Unión, en la precordillera colombiana, persiguiendo el sueño de conocer el mar, las aguas transparentes del Caribe. Atrás quedaba el duro y mal pago trabajo de la recolección de café y la construcción como albañil.

Nunca volvió a su casa. Recorrió América Latina a pie, en bicicleta, haciendo dedo, juntando las monedas con la música, las artes circenses en las calles.

Once años después, la cara tiznada, se sienta en el pasto y se descalza la botas con las suelas quemadas por el calor del incendio que en la ciudad patagónica de El Bolsón arrasó con casi 10 mil hectáreas de bosque y amenazó barrios y poblados enteros.

Fernando Nahuelpan vive desde que nació, hace 55 años, en el campo de la comunidad que lleva su apellido. Vacas, ovejas, huerta, frambuesa y abejas rodean su casa, la misma en la que nació su abuelo, aunque ampliada y con una estufa a leña de combustión lenta que se distribuye en varios ambientes. “La hice yo. Soy buen constructor”, dice.

Tiene puestas unas sandalias de cuero con las que trepa la cuesta del cerrito que casi se quema por completo, cuando el fuego del incendio amenazó toda la Rinconada Nahuelpan. La piel gruesa y curtida como de foca, kilos de tierra en los pies, mira a Erik sentado en el pasto sacándose las botas derretidas por el calor. “¿Cuánto calzás? Buscá ahí en esa caja que hay zapatos”, le dice.

Un hippie, artista callejero, etéreo, itinerante colombiano. Un mapuche firme en su tierra. Dos voluntarios que pusieron el cuerpo contra las llamas.

La casa de Fernando se convirtió durante 19 días en base operativa del trabajo de los voluntarios, vecinos y vecinas de El Bolsón que se sumaron a la lucha contra el incendio. Allí se concentraron donaciones, agua, ropa y calzado, se prepararon viandas. El campo en el entorno de la vivienda fue un espacio de descanso para reponer fuerzas.

Desde ese lugar, Fernando coordinó la tarea de quienes, sin ser brigadistas ni bomberos, participaron en las duras tareas de acarrear agua, hacer cortafuegos, desenterrar raíces calientes, echar tierra sobre la tierra encendida. El detrás de escena del incendio que puso a El Bolsón en la tapa de todos los diarios nacionales.

El domingo 7 de febrero, a la madrugada, el fuego iluminaba la casa de Fernando. A menos de mil metros, las llamas bajaban el pequeño cerro y parecían dispuestas a ensañarse con las viviendas de la Rinconada Nahuelpan. Toda la comunidad y los voluntarios enfriaron la zona tirando agua, mirando el rojo encendido y amenazante, calculando las distancias. Un cambio en el sentido del viento salvo las casas.

El miércoles a las 5 de la mañana, integrantes de la Nahuelpan y otras comunidades mapuche se reunieron a unos 200 metros de la vivienda de Fernando, para realizar una ceremonia que dé fuerza a la mapu, a la tierra, a los vientos, que potencie la espiritualidad mapuche para proteger la casa de todos. 

Todo huele a café en Nariño, el Departamento donde está la pequeña localidad de La Unión. Al pie del cerro La Jacoba, el pueblo trabaja sistemático en la cosecha; cada grano vale para sumar un pesito más.

Erik pasó por esos campos, años tras año, hasta que se lanzó a las rutas con una mochila y un saxofón. El mar lo convocaba. Trepó Colombia hacia el norte en pequeños buses, a dedo y caminando, hasta que el Caribe lo recibió. Llegó una mañana a Santa Marta, se sentó en la arena y se quedó horas mirando el turquesa del mar. Se prometió no separarse nunca de la sensación de libertad que esa amplitud le transmitía. Pero su espíritu andariego pudo más. Sabía que las rutas, nuevos destinos, otros descubrimientos lo convocaban. Tal vez sabía que, once años después, un incendio en la cordillera patagónica lo esperaba.

Todo huele a humo en la Rinconada Nahuelpan, cercada como estuvo por las llamas.

Fernando Nahuelpan enfrentó varios incendios en bosques de cipreses, coihues, lengas, pero el de estos días fue el más bravo. Durante 20 años fue guardaparque y además de combatir las llamas plantó bandera contras las políticas de Parques Nacionales que, cíclicamente, se vuelve contra las comunidades mapuche. Participó de acciones directas, de ocupaciones de oficinas de ese organismo en el sur, reclamó el cumplimiento de la legislación derivada de la reforma constitucional de 1994 que reconoció a los pueblos originarios como preexistentes al Estado nacional.

Fernando no es lonko -jefe- de su comunidad, aunque es referente en el lugar. Está alejado de la rosca política, dice, aunque conoce a cada uno de los actores partidarios, funcionarios, dirigentes de todo el arco ideológico en la zona.

Pudo jubilarse joven y hoy dedica el tiempo a la cría de animales, el carneo y venta de corderos, la cosecha de frambuesa -que congela en dos freezers y vende por bolsas.

Mientras hunde en la tierra sus pies enfundados en sandalias de cuero trepando el cerro hacia el filo para ver la magnitud de la devastación producida por las llamas, charla incansable, cuenta de sus años de guardaparque.

Recuerda otros incendios, y cuando llega al punto más alto del cerro y mira los árboles ennegrecidos, las zonas quemadas, sentencia: “Ninguno como éste”.

Cuando la visión amplia del mar y sus atardeceres no fueron suficientes para Erik, emprendió nuevamente la marcha. El saxofón “se quedó” en Bogotá, y para sus representaciones cambió la música por las artes circenses. “La cultura es la mejor amiga del viajero”, dice.

Se fue desprendiendo de pesos materiales y emocionales, todo lo que quería cargar le entraba en una mochila.

Intentó ingresar a Venezuela, pero los tiempos políticos de la tensión Chávez – Uribe no facilitaba las cosas para los colombianos indocumentados: ya había perdido sus papeles, un karma que lo acompañaría todo el viaje. Lo corrieron una, dos veces. Finalmente logró entrar sin visa y se instaló en una pequeña casa en la montaña. 

Recorrió el Caribe venezolano y más tarde, en Caracas, se unió a un grupo de artistas callejeros que habían tomado una plaza de toros para sus espectáculos. “Chávez les pagaba para que hagan funciones en los barrios pobres”, se asombra todavía.

Ahora, a 8.260 kilómetros de la capital venezolana, sentado en el pasto de una pampita al pie del cerro incendiado, Erik moja y se limpia los pies ennegrecidos antes de ponerse las botas que Fernando le dio.

Tiene una mirada clara de ojos renegridos, los lóbulos de las orejas estirados, señal de grandes aros indígenas de otras latitudes, tiene el pelo endurecido por la tierra y el humo. Tiene tiempo, mucho tiempo.

***

Tralkan persigue la camioneta que, a pesar de no ser 4x4, trepa el camino de montaña, una subida imposible, acanalada, cruzada por raíces de árboles, cubierta por 40 centímetros de un polvo fino, marrón, que vuela y queda detenido en el aire.

Tralkan, trueno, es un perro ovejero que sigue a Fernando a todos lados. Sus gritos de “se queda” o “quieto ahí” no sirven para nada. Algo en el instinto o la fidelidad lo arrastra tras el tipo que lo cuida y alimenta.

Al costado del camino, Fernando encuentra unos fardos de pasto. Frena y los carga en la camioneta. Luego los llevará hasta la casa de un puestero. Él también empieza a juntar fardos. En medio de la emergencia por el incendio, la vida no se detiene. El acopio de pasto para que los animales pasen el invierno.

Algo, además de la decisión de luchar contra el fuego, lo une a Erik el etéreo. Desde su territorialidad, desde su estar en la tierra, también tiene tiempo. El tiempo que le enseñan los animales, el clima, el tiempo del reverdecer y el de la cosecha.

Erik sonríe cuando recuerda que al ingresar a Brasil le dieron visa por tres meses. Era mucho tiempo para su recorrer. El norte brasileño, el Amazona que remontó en barco, la negritud, la africanidad, los tambores, marcaron el camino de Erik. “Lo empecé a sentir, es un sentimiento muy fuerte”, resume siempre en un mismo tono agudo de palabras suaves.

Buena parte de Brasil la transitó en bicicleta o a bordo de una combi de una amiga española, también dada a la aventura de recorrer América Latina.

Fue sumando arte a su espectáculo callejero: bolas de vidrio, etéreas como él, que parecen flotar, acrobacia. Recuerda los ojos grandes de los niños de los pequeños poblados de pescadores en la costa de Brasil. Recuerda que hacer arte fue “dejarles algo” a esos chicos.

Escondido en la combi, sin papeles, bajo una pila de cajas, frazadas y utensilios de cocina, ingresó a la Argentina.

Atrás ya habían quedado una convención circense en Paraguay, una casa de migrantes en Montevideo, la bicicleta que tuvo que dejar en Salvador de Bahía. Desde Misiones tardó dos meses en llegar a Buenos Aires. La Patagonia lo llamaba.

Fernando Nahuelpan atiende llamados telefónicos, organiza la distribución de comida, recibe a los voluntarios que bajan después de una interminable jornada de echar tierra, cavar para sacar raíces, voltear pequeños árboles. Les da agua, les ofrece comida, los escucha, y los prepara para el trabajo del día siguiente.

Tiene el pelo largo, la cara curtida en facciones gruesas, las manos endurecidas por el campo, un dedo vendado y con puntos después de haber quedado atrapado en un malacate. Es la contracara de la ingravidez que transmite Erik.

Por sobre la cabeza de ambos y los techos de la casa y el interminable verde del campo, pasan hacia las zonas aún calientes los aviones cargados de agua y los helicópteros llenos de brigadistas.

La tarde del martes 9 de febrero, después de 17 días de incendio, encuentra a Fernando y Erik en un momento de tranquilidad. La amenaza del fuego empieza a disiparse, aunque quede mucho trabajo por delante. Un grupo de voluntarios llega a la casa, comparte mate y algunas galletitas, despreocupados del Covid-19. Palas en mano, las caras ennegrecidas, repasan las tareas hechas y por hacer. Después se suben los ocho a un auto para volver al pueblo de El Bolsón que, un tanto ajeno, despliega su temporada veraniega lleno de turistas.

Erik también bajará más tarde, para buscar su bola de vidrio y realizar su espectáculo circense en las calles.

Fernando se quedará en la casa. Al día siguiente recibirá a decenas de mapuches como él para realizar la ceremonia para dar y pedir fuerza a la mapu.

El sábado 23 de enero, después de 11 años de marcha, Erik llegó a El Bolsón, mítico enclave hippie de la Argentina. Un día después se desató el incendio que arrasó casi 10 mil hectáreas de bosque. Erik cargó una mochila y se sumó a los voluntarios que enfrentaron las llamas. “No podía hacer como si no estuviera pasando nada”, dice. No hay épica en su decisión de estar allí. Tampoco en el esfuerzo de Fernando. Cada uno ejerce su tarea desde su esencia, desde el lugar en el que fueron y son. Un “es lo que hay que hacer” que parece dictado desde una dimensión segura y firme.

Erik y Fernando, detrás del humo del incendio que los reunió, se parecen mucho, mucho más de lo que dictan las formas.

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