Las luces de las ciudades están alterando los hábitos de canto de las aves y prolongando su actividad diaria hasta una hora

La humanidad se convirtió en un motor de transformación que rara vez beneficia al entorno. La expansión de ciudades levanta barreras de cemento donde antes había corredores biológicos, y la explotación de recursos desplaza especies que pierden sus territorios originales. Los mares cargados de plásticos y los cielos con partículas contaminantes muestran de forma directa la presión sobre el planeta. El ejemplo más evidente apareció en la pandemia de coronavirus, cuando el confinamiento mundial dejó al descubierto hasta qué punto el medio natural había quedado sometido a la actividad humana.
Las consecuencias de esta presión no se limitan a paisajes dañados, también alteran los hábitos de animales que aprenden a moverse en espacios cada vez más restringidos. Ciervos, zorros o jabalíes fueron observados en calles desiertas cuando las personas redujeron su presencia, y esas imágenes confirmaron lo que la ciencia ya advertía sobre el espacio ganado por la vida silvestre en ausencia de tráfico y ruido urbano. La investigadora Diane Colombelli-Negrel, de la Universidad Flinders en Australia, señaló a la Australian Broadcasting Corporation que los datos recogidos en distintas regiones resultan “impresionantes”.
La reducción de la luz artificial durante la pandemia alteró los ritmos de actividad de muchas aves
La pandemia reveló también otra dimensión del impacto humano sobre la fauna a través de la contaminación lumínica, que en muchas ciudades descendió de manera perceptible. El estudio publicado en la revista Science demostró que la reducción de luz artificial coincidió con cambios en la actividad de las aves, lo que confirmó que incluso pequeñas variaciones en la intensidad lumínica se traducen en conductas diferentes. Según explicó el ecólogo Neil Gilbert a NPR, “efectivamente su día es casi una hora más largo” en entornos con niveles más altos de luz artificial.
La plataforma BirdWeather, utilizada por miles de personas para registrar cantos de aves, permitió recopilar millones de grabaciones que fueron analizadas por los científicos. Los investigadores cruzaron esa información con imágenes satelitales y comprobaron que la exposición a la luz alargaba los periodos activos de numerosas especies. Brent Pease, profesor en la Universidad del Sur de Illinois y coautor del trabajo, afirmó en The Guardian que “bajo los cielos nocturnos más brillantes, el día de un ave se prolonga casi una hora”.

Algunas especies respondieron de forma más marcada, como los petirrojos americanos o los sinsontes, que prolongaron sus vocalizaciones incluso dos horas antes de la salida del sol en las zonas más iluminadas. Este efecto también se intensificó en la época reproductiva, cuando los machos tratan de imponerse en la competencia por parejas. Gilbert explicó a Science News que “podría interrumpir su sueño, aunque quizá lo compensen descansando de día”.
El vínculo entre contaminación lumínica y comportamiento animal se suma a otros impactos comprobados, como la desorientación de tortugas marinas que confunden las luces de la costa con el reflejo del océano o las colisiones de aves migratorias con edificios iluminados. Cada caso muestra cómo la intervención humana desplaza los ciclos naturales y genera riesgos inesperados para distintas especies. Jeff Buler, ecólogo de la Universidad de Delaware, recalcó a NPR que el uso de esa base de datos a escala global es “sin precedentes”.

Los investigadores plantean que el incremento de horas de actividad podría beneficiar a las aves en la búsqueda de alimento, aunque también podría exigirles más energía y afectar a su descanso. Gilbert lo resumió en una reflexión recogida por The Washington Post, al señalar que “si perdemos una hora de sueño cada noche, enseguida nos venimos abajo, pero las aves y los humanos son bastante diferentes”. Esa diferencia abre interrogantes sobre la capacidad de adaptación de cada especie en un contexto de cambios tan intensos.
La pandemia dejó al descubierto tanto la fragilidad como la resistencia de los ecosistemas frente a la acción humana
El estudio concluye que la contaminación lumínica altera rutinas básicas y amplía la presión sobre poblaciones que ya lidian con pérdida de hábitat y contaminación. En palabras de Pease, citadas por Gizmodo, “si el día prolongado genera una deuda de sueño, entonces podemos esperar consecuencias negativas en salud o poblaciones”. La advertencia enlaza con un problema más amplio, ya que los expertos estiman que el resplandor artificial cubre más del 20% de la superficie terrestre y crece cada año en extensión e intensidad.
La pandemia actuó como espejo en el que quedaron reflejadas las dos caras de la relación entre humanidad y naturaleza. Por un lado, se observaron los beneficios inmediatos de la reducción de actividad humana en los ecosistemas. Por otro, se evidenció el grado en que esos mismos ecosistemas estaban condicionados por la presencia permanente de contaminación, ruidos y luces. Y la paradoja es que, en cuanto se recuperó la actividad habitual, el planeta volvió a ser testigo de las mismas dinámicas que habían quedado temporalmente interrumpidas.
0