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Raúl Barboza, el mago del acordeón que llevó el chamamé y los sonidos del monte y de la selva a París

Raúl Barboza

Juan Manuel Mannarino

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Un joven y sonriente Raúl Barboza, de pelo negro, improvisa una zapada tan mágica como enloquecida con Hermeto Pascoal en un patio de tierra. Es un archivo casero, de enorme valor testimonial, a dúo de acordeones. En otra escena Raúl Barboza visita a Renato Borghetti en “La Fábrica de Gaiteiros”, en Rio Grande do Sul, y luego se junta a tocar con otro amigo gaúcho, Luiz Carlos Borges; en el medio, los brasileros le cantan el cumpleaños como si le cantaran al maestro. Y el maestro agradece llevando sus manos hacia el pecho. 

Curioso y entusiasta, Raúl Barboza viaja al encuentro de comunidades guaraníes en Chaco y Misiones, y grabador en mano, con delicadeza, se acerca a la música autóctona casi con afán antropológico. Meditativo, Raúl Barboza habla y piensa en París, donde todavía no puede creer cómo a partir de que Astor Piazzolla le abriera las puertas y su esposa Olga lo animara, se quedó a vivir desde 1987 hasta la actualidad. Con los ojos cerrados, Raúl Barboza toca con el guitarrista Juanjo Domínguez un chamamé rápido; en otro intervalo se encuentra con el Chango Spasiuk a sacar de oído una melodía litoraleña. Y entonces Raúl Barboza caminando otra vez por las calles de París, plácidamente, se frena en un puente y observa el vuelo de un pájaro.

Son fragmentos memorables de “La voz del viento”, el documental de una hora y media del director Daniel Gagliano sobre uno de los acordeonistas más importantes de todos los tiempos en la historia de la música popular argentina. Raúl Barboza, hoy de 83 años, vive en Francia y pronto regresará a Argentina para una gira después del encierro de la pandemia, donde tocará, entre otros espacios, en el Festival Nacional de Chamamé en Corrientes a mediados de enero del 2022. Hace poco, confesó que apenas se enteró que la UNESCO había declarado al chamamé como Patrimonio Cultural de la Humanidad, en diciembre de 2020, la primera persona en quien pensó fue Astor Piazzolla. No era para menos: fue el gran bandoneonista ya consagrado quien lo recomendó en París cuando nadie sabía quién era, a sus 50 años. Ese es un quiebre decisivo en el documental.  

Las afinidades musicales de Barboza, un alma inquieta como compositor conocido como “el mago del acordeón” cuando era adolescente, son los ritmos brasileños, el jazz, la música de cámara y las melodías folklóricas de todo el mundo, sin perder nunca las raíces del chamamé, el género que toca desde su infancia. A la fecha lleva diez discos grabados en Francia, donde lo reconocieron como “huésped de honor”. Todo ese camino de décadas -entre Argentina, el sur de Brasil y Francia- se narra a modo de viñetas, de sueltos aquí y allá, con el ritmo entrañable y suave de un hombre capaz de perderse anónimamente en la inmensidad de la selva litoraleña como de escuchar a un músico callejero y conmoverse con su presencia en la multitud. Un hombre que, lejos de aburguesarse en la comodidad de sus logros, no ha perdido un gramo de su capacidad de asombro. 

El punto de partida del documental “La voz del viento” fue hace unos años, cuando Barboza cumplió ochenta: fue entonces que Gagliano agarró la cámara y lo filmó en uno de esos viajes por Argentina y Brasil, celebrando entre los suyos. Con un preestreno en la Sala Lugones del Centro Cultural San Martín, el filme tendrá su noche de gala justamente en el Festival de Chamamé, provincia donde Barboza tiene su génesis familiar. “Extrañaba ese deseo de andar. Siempre dije que soy como mis ancestros guaraníes, un indio que viaja. Mis abuelos remontaron el Amazonas y llegaron hasta el Caribe buscando la tierra sin mal, libre de la destrucción del hombre occidental. Sigo sus pasos”, suelta Barboza, ante su nueva gira musical. 

“Mi mamá y mi papá son de Curuzú Cuatiá. Soy guaraní, pero hay mucha gente que no me considera correntino, porque no nací ahí, sino de casualidad en Buenos Aires”, dijo en una entrevista publicada por el suplemento Radar de Página 12 quien fuera reconocido por los franceses como Caballero de las Artes y de las Letras. Con material inédito de archivo, que rescata las incursiones de Raúl Barboza en comunidades indígenas, y un relato que mediante flashbacks conecta con la contemporaneidad de un músico inconformista pero calmo en su transcurrir creativo, “La voz del viento” se convierte, imagen a imagen, en un fresco íntimo de un artista que, por su herejía en la forma de ejecutar el folklore, aún conociendo como la palma de la mano su tradición, fue apartado del mainstream chamamecero y apenas si es conocido por el público masivo pese a su tardío reconocimiento. Fiel a su singularidad, sin renunciar a una búsqueda personal que perfeccionó el modo de escuchar -y no tanto de bailar- el chamamé, Barboza es prestigio y simpleza, sofisticación y tierra, mística y hondura. 

“Transmite los sonidos del monte y de la selva con su manera de tocar”, resume el director Gagliano, como si desde adentro del acordeón surgiera la voz de Barboza mezclada con el río, el viento, los pájaros y los silencios de la siesta mesopotámica. Clásico y moderno, compositor e intérprete de un sonido exquisitamente elaborado, con más de setenta años de trayectoria Raúl Barboza se caracteriza por seguir cultivando un carácter abierto y flexible a las resonancias de cada época –ahora está preparando un disco con el joven pianista Pierre-François Blanchard, ligado a la nueva generación de talentos franceses-. “Lo que más me impactó es su trato personal con toda la gente. Lo grabamos en una fábrica de acordeones de Brasil y el fue varios días a enseñarles a tocar”, agrega Daniel Gagliano, que buscó retratar tanto su pasión en el acto de crear música como en la transmisión, en quien la escucha, de un cierto mensaje místico.

En el documental, se cuenta cómo Barboza puede llegar a lo sutil con lo más cercano, sin poses ni estridencias. Gagliano parece decirnos que el acordeonista construye poesía con la experiencia cotidiana, como hacían Fernando Pessoa o Nicanor Parra, sólo que Barboza contagia una revelación del mundo a través de sus teclas y botones. Tan silvestre como monacal en el estudio de su instrumento, sus maestros litoraleños Ernesto Montiel, Damasio Esquivel y Tránsito Cocomarola se deleitaban con sus solos asombrosos -sincopados, sin florituras, con sutiles líneas rítmicas- como ejecutaba en sus temas “Llegando al trotecito” y “El estibador”. 

“Yo quería tocar como ellos, mis maestros. Nunca busqué ser diferente. Cuando llegué a Francia me miraban raro, y si no fuera por Astor y por mi mujer Olga, que me apoyó a seguir buscando, nos hubiéramos regresado a Argentina”, rememoró “Raulito” en aquella entrevista publicada en abril de 2021 en Página 12. También recordó que recién empezó a escribir música a sus 60 y que hoy sigue practicando todos los días el acordeón para mejorar la técnica. “En mi época había que aprender solito. Recuerdo cuando Adolfo Ábalos me ayudó a interpretar, porque la música guaraní no se escribía. Los tiempos cambiaron y en la actualidad se puede estudiar en todos lados. Pero la libertad sigue estando en la capacidad interior, en la sed íntima de ir hacia lo desconocido”. 

Joven prodigio, Barboza empezó a viajar por Argentina en interminables giras, peñas y conciertos junto a una enorme cantidad de músicos, en noches de carpas y caminos de tierra. Hasta que se cansó y abrió la cabeza a otras texturas en las maneras de concebir las voces del fueye, elevar en su búsqueda tímbrica al chamamé como experiencia espiritual. Y sumar ese toque de improvisación, sin fronteras; equilibrado, redondo y a la vez fantásticamente virtuoso, el que ha construido como una marca de estilo, tesoro preciado de todo músico.

No ha sido, la de Barboza, una carrera lineal. Elegíaco, dueño de un humor repentino y barrial, que se complementa con su porte de caballero Zen, Raúl Barboza acaba de recibir un nuevo reconocimiento de la embajada argentina en París. Pero en su madurez sufrió el desarraigo. En Francia apenas si se había escuchado la palabra chamamé. Piazzolla lo recomendó para que tocara en el Trottoirs de Buenos Aires, un reducto tanguero de la bohemia parisina que había sido apadrinado por Julio Cortázar. A fines de los ochenta, con casi 50 años, el acordeonista arribó con una visa que se vencía a los tres meses y el dinero justo para sobrevivir. A los 50, en efecto, estaba empezando de cero; Raulito el mago, como lo llamaban cariñosamente, aquel que había grabado veinte discos y tocado con Mercedes Sosa y Los Chalchaleros pero que por ese entonces manejaba un taxi en Buenos Aires excluido de las grandes compañías, era un perfecto desconocido en la Ciudad Luz.

“Yo sería incapaz de tocar un chamamé. Porque para tocarlo, hay que nacer en esa región. Cocomarola, Abitbol, Montiel. Y ahora, Raúl Barboza, que tiene toda mi consideración”, fueron las palabras de Astor a la prensa. Tiempo después Barboza se encontró con Amelita Baltar en Cosquín y ella le dijo: “Raúl, no sabés cómo te quiere Astor”. “Jamás entré a su camarín, era algo innecesario. Era como mi papá en la música”, definía el acordeonista, sobre su relación.

Poco tiempo después de aquel fundacional concierto en el Trottoirs de Buenos Aires, a Barboza lo empezarían a invitar de prestigiosos festivales de jazz como los de Montreal y Montreaux, y surgieron giras por Israel, China, Rusia, Japón -donde coincidió en conciertos con Horacio Salgán-. Por un convite de Peter Gabriel, tocó en Inglaterra. A la fecha, tiene diez discos grabados en Francia -destacan “La tierra sin mal” y “Chamamemusette”, junto al acordeonista francés Francis Varis y el percusionista brasileño Ze Luis Nascimento-, donde recibió premios como el Grand Prix Charles Cros y llegó a grabar con Cesária Évora. “Me escuchó una vez en la radio y le pidió a mi representante que tocara en uno de sus discos. Después me la crucé en un concierto, se me acercó, nos saludamos. Estaba descalza, sonreíamos, nos quedamos un rato en silencio”.

Hay personajes en los que late un cierto encanto para la narración de un documental, como lo demuestran algunos trabajos audiovisuales recientes sobre músicos del folklore tales como Ramón Navarro, Ricardo Vilca, Mercedes Sosa, Dino Saluzzi, Alfredo Zitarrosa. “Cherógape” fue uno de los temas que el director Gagliano escuchó en la casa de su abuelo y lo eclipsó. A partir de allí, no paró de escucharlo. “Raúl tiene una gran espiritualidad en su forma de vivir y de tocar, vaya adonde vaya. Es irrepetible, muy vinculado a los sonidos de la naturaleza”, subraya, y cuenta que terminó de grabar en París casi con la pandemia a cuestas, contando con la predisposición full time de Barboza. “Lo paseé por todo París, a sabiendas que estaban cerrando todo. Fue encantador”. 

No es el primer documental sobre Barboza -“El sentimiento de abrazar” (2003), de Silvia Di Florio, era su antecedente- pero, por contundencia narrativa, abanico de archivos y presencia magnética del personaje, parece ser el definitivo. “No quería tocar tangos ni valses franceses. Me había ido de Argentina justamente porque rechacé ejecutar la música de moda. Y no claudiqué hasta mostrar mi música, el chamamé”, reflexiona Barboza, casi como un  manifiesto artístico. 

Era un viejo sueño suyo, dice, que se reconociera el chamamé no sólo como una música de baile, sino también para disfrutar de tan sólo escucharla. “El colibrí es un ave mitológica, comunica los sentimientos. Cuando abro el fueye, siento que salen a rodar esas enseñanzas”, ha contado Barboza, al hablar de una de sus inspiraciones. Y ahora, con el reconocimiento de la UNESCO, el aroma guaraní se ha convertido en algo universal: “Hoy siento orgullo porque gente que aprecia la música clásica disfruta del chamamé con la misma dedicación. Para mí, ha sido el trayecto de toda una vida con el acordeón”. 

JMM

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