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Informe
El factor libertario

Tenía dos meses cuando asesinaron a su padre en Diciembre de 2001 y hoy votaría a Milei “porque necesitamos mano justa”

Gabriel Legendre, a la izquierda. A la derecha, Cristian, su papá, lo sostiene en brazos.

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Gabriel Legendre lleva el apellido de su padre, un chico que tenía 19 años en Diciembre de 2001. Sus padres eran muy jóvenes y se habían conocido en el barrio Petrachi, en Merlo, al Oeste de Buenos Aires. Los recuerdos de Gabriel sobre su papá, Cristian, son reconstrucciones que han hecho otros porque él era un bebé de dos meses cuando le dieron dos tiros en el pecho y tres en la espalda. Era el 19 de diciembre, estaban saqueando el súper del barrio y Cristian se había acercado a mirar. Apoyado en su bicicleta vio que un hombre se abría paso entre la gente, llevaba un arma en la mano. “Cuidado que hay chicos”, le advirtió Cristian y Miguel Ángel Lentini, el padre de la dueña del comercio y quien portaba la pistola, lo baleó. Así, sin más. Lentini nunca fue preso.

“Mirá, yo salgo a la calle sabiendo que me van a robar. Sino te roban, tenés suerte. Y eso es cualquier cosa. Lo que está mal, es normal. Y lo que es normal, es raro que te pase. Si me robaran diría 'mala suerte, me tocó a mí'. A mí me manotearon, lo corrí al chorro lo pude recuperar… Eso, un robo de todos los días, lo relaciono con la economía...”

-¿De qué manera? -pregunta elDiarioAR

-A mí me roban este celular -dice Gabriel mientras señala su teléfono, que está sobre la mesa- y uno igual no me lo voy a poder comprar por mucho tiempo. Y a mí el teléfono me costó… Entonces lo tengo que ir a buscar (al chorro). Si vos te ponés a pensar, es algo material. Pero a atrás de ese, que sólo es algo material, yo hice un esfuerzo grande

Gabriel está sentado a la mesa de una confitería de franquicia, a pocas cuadras de Plaza de Mayo. Charlamos mientras tomamos la merienda. A unos metros, un grupo de brasileños ocupó una mesa. Uno de ellos apura a la moza: dice que necesita ir al baño. Pero al baño lo están limpiando y como no le permiten el ingreso, el señor se enoja: “Entro porque pago”, es el primero de los gritos que escuchamos todos, un graznido de portuñol dudoso. Alguien de su grupo lo calma. Volvemos.

-¿Cómo pensás tu vida de acá a diez años?

-Hoy los jóvenes no pensamos en eso. Ni de acá a diez años, ni mañana. No me imagino. Creo que porque vivíamos al días. O que podemos planear muchas cosas pero de acá a que pasen… 

Gabriel tiene 21 años, dos más que los que tenia su papá al momento del crimen. Hoy se levantó muy temprano. Seis y veinte de la mañana tomó un mate cocido rápido, tragó una galletita y salió a la parada a esperar el 321, el colectivo que lo dejará en la estación de trenes de Merlo. Ahí, el Sarmiento hasta Once. Y ahí, la línea A de subte hasta la última estación. Son dos horas y media para llegar, y el mismo tiempo para volver. Eso, no hay imprevistos en el transporte. “Más de una luca por semana le pongo a la SUBE”, dice Gabriel. Ni siquiera lo dice con resignación: es el tono de voz que usamos los que vivimos en el conurbano.

-En un intercambio de audios para coordinar esta nota me decías que vas a votar...

-A Javier. Sí. Javier me gusta mucho. Sus ideas no son nuevas, es cierto. Pero él es nuevo, él es innovador. Hoy leí… no sé si lo dijo él, lo vi en un título… Creo que fue en TN. ¿O fue en Tik Tok, que me sale a cada rato por el algoritmo? Bueno: escuché o leí que “necesitamos mano justa”.   

-¿Y qué sería mano justa?

-Que el que las hace las paga, que cada una reciba lo que merece, que si yo contribuyo de tal manera… O sea: que seamos todos útiles y los que no… bueno… que paguen. Para mí más simple que eso no hay. Que hay que ser justos

-¿Por qué ninguna de las otras opciones te convoca?

-Porque hace veinte años que mi generación escucha el mismo discurso. Y si querés algo distinto no podés hacer siempre lo mismo. Por más que le cambiés el nombre a tu estructura, va a ser siempre lo mismo. Tiene que aparecer algo que corte con lo que está establecido. Igual si llega a ganar no va a ser fácil, no lo van a dejar gobernar.

-¿El Milei que grita también gusta?

-Me gustan sus ideas y también me gusta que grite. Porque en esas cosas yo veo el enojo del chabón y la bronca que puede tener cualquiera de nosotros. Porque estamos en esta situación de mierda por culpa de esta gente que está hace más de 70 años en el país. ¿No? A mí me da bronca también… 

Dos camareros sirven a los brasileños, que han acomodado bolsas de compras alrededor de la mesa: tienen sus propia isla. El hombre que se quejaba porque estaban limpiando el baño y no podía usarlo, ya fue y volvió. Igual, está enojado. Dice a los mozos, otra vez a los gritos, que “más rápido”, que “esto está frío”, que “aquello no lo ha pedido”. El brasileño se lleva la atención de todos. Vuelve con lo mismo: que él es el que paga y que quiere todo porque está “muy barato”.

Gabriel vive con su mamá, la pareja de ella -a quién a veces le dice “papá” y es empleado de comercio- y su hermano menor, fruto de esa relación, que tiene 14 años. En su casa evitan hablar de política: lo decidieron entre todos. Sucede que su mamá es empleada municipal desde hace muchos años, tantos que por los aportes podría jubilarse antes de los 60 años. Y Gabriel le discute, dicen que ella no entiende...

-¿Pero cuál el problema con eso?

-No es nada en contra de ella, es su trabajo y ella lo defiende. Pero me parece que no entiende que a ella le dan trabajo por un voto. En quince años podría jubilarse. Y quedamos mi hermano, yo, y un montón de pibes más que no creemos que valga la pena seguir votando a esta gente. Yo no estoy de acuerdo con votar al que te da el trabajo y no al candidato en el que vos creés que es mejor. Igual ella no ve mal que yo quiera votar a Milei. Quizás haya cosas que no le cierran porque mucha gente lo tilda de loco, pero yo creo que todos tenemos una locura adentro.

Los días de Gabriel son largos. Cuando el subte lo deja en Plaza de Mayo entra en el trabajo, un estudio aduanero. Tiene que ver con la carrera que eligió, Técnico Superior en Régimen Aduanero, en el ICA. No le gusta tanto, dice, pero él quería una carrera corta. Las tardes que le quedan libres, va a natación. Habla de sus amigos. Le impresiona que a muchos de ellos no les interese la política. “Me gustaría ponerme a charlar y preguntarles por qué votarían a este o a otro. Pero para escucharlos, no para censurarlos…”, dice.

Vi fotos suyas antes de esta entrevista. Y vi, también, fotos de su padre. Es evidente el parecido. Me parece de mal gusto decírselo. Hay una anécdota sobre su papá que a Gabriel le sirve para explicar de dónde viene. Cristian, el padre, era uno de seis hermanos. Amaba el fútbol, era fanático de Boca: se intercambian las zapatillas entre los hermanos para poder jugar. La abuela juntaba para comprar un par cada tanto y mandaba a arreglar lo que iban usando. “Mi abuela y mi mamá me cuentan que cuando él tocaba la pelota se desenfocaba de ese mundo donde todo era difícil, donde siempre faltaba algo, en condiciones muy precarias. A mi me encanta el fútbol. Estamos al borde la híper(inflación) y festejamos el mundial como si no hubiera el mañana, pero eso nos hace ser felices. El fútbol era el respiro de mi papá. Es el respiro de los pobres”, dice Gabriel.

El clima dentro de la confitería se termina de tensar. El brasileño ahora gruñe y agita los brazos. Nadie entiende por qué, pero lo miramos. Dos jóvenes con los que comparte mesa intentan calmarlo. Las mujeres también. Los camareros, chicos y chicas sobrepasados, le piden que baje la voz. Lo último que gritará el hombre antes de retirarse del local es “negros de mierda”, en un portuñol entendible y cruel. Yo sigo la escena, que termina afuera con tres agentes de la Policía. Gabriel ni siquiera se dio vuelta. Sigue: “¿Por qué no probar con algo distinto? Si la gente ya se cansó de lo mismo”.

VDM/MG

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