Contra la ilusión de la importancia
Una manera de decir poco o nada de Competencia oficial es considerarla apenas una comedia negra o, con algo más de profundidad, una comedia negra de enredos. Por supuesto, los enredos están, y se descargan en varias escenas hechas para la memoria. Como también está la vertiente de “lo negro”, esa especie de acidez vital de Gastón Duprat y Mariano Cohn (y de su guionista, Andrés Duprat) que filtran desde siempre sus historias. Pero eso es lo dado. Digamos que la comedia negra y el enredo, esa interferencia en las series de eventos que degradan la solemnidad, son sus armas reglamentarias.
Dadas su persistencia y, en cierto modo su halo de “marca”, habría que dejarlas de lado para estimular la lectura de una materia diferente. Si tiramos de los hilos de Competencia oficial, hay uno que nos tienta a que nos estacionemos. Es el que nos lleva al cine, o mejor dicho al arte, como espacio de autorreflexión. Aunque también podría considerarse un elemento “de origen” si se repara en que El ciudadano ilustre (2016) es una película sobre un escritor y el interior de la escritura; o si se recuerda que Mi obra maestra (2018) es la historia de un artista y el interior de la consagración.
Lo que ocurre en Competencia oficial, y esta contorsión la convierte en una película de mayor profundidad respecto de la familia a la que pertenece, es que detrás de todas sus representaciones resplandece la más radical: la de la apariencia. No cuesta mucho, entonces, verla como un trompe l’ oeil narrativo en el que los regímenes del engaño y la revelación de los hechos de la realidad (una realidad sin verdad) se superponen, se intercambian y derivan en un combate que destroza los sentidos plenos.
Es un proceso de derretimiento de las identidades, agravado porque los personajes que lo encarnan son actores. Y, mucho más, porque los eventos cruciales, los de la pasión, suceden en la vida, por afuera del libreto, es decir al margen del control, los contratos y la ficción que sufre los desbordes de los acontecimientos espontáneos, verdaderas máquinas de destruir lo que se espera de un trabajo encargado.
Un briefing de Competencia oficial: un magnate de la industria farmacéutica manda a adaptar una novela y contrata a una directora de vanguardia y a dos de los más grandes actores (uno, pop; el otro, de estudio) para hacer una película que le dé el prestigio que su nombre no tiene. Llamémosle al deseo de ese magnate deseo imbécil, por la sencilla razón de que no tiene que ver con él sino con lo que quiere producir en los demás. Eso es todo, salvo que los sucesos, el drama, las crisis, los incidentes, las performances de egolatría, el stress de la competencia, las falsas hermandades (y las verdaderas) ocurren en espacios intersticiales que desguazan por dentro la ficción que estos enfermos de vanidad y terror ensayan con amargura, dándole a lo que hacen la importancia que no tiene.
La ilusión de importancia. Ese es la primera revelación y el primer gran golpe que Duprat y Cohn dan en los subsuelos de Competencia oficial, orientándolo hacia el mundo del que vienen, y en el que están cada vez más arriba. Porque no hay que olvidar que, además del extraordinario Oscar Martínez, el triángulo del drama se completa con Penélope Cruz y Antonio Banderas, dos industrias en sí mismas. De hecho, el personaje de Banderas se abastece en clave de parodia y, por lo tanto, de cierto rigor autobiográfico, de lo que es, tiene y representa en el show businnes el sujeto Antonio Banderas.
Del interior de la narración crucero (ese ensayo interminable en el que se licúan la austeridad del teatro vocacional, la performance y Dogville, de Lars von Trier) brotan explosiones, escenas, cuadros en el que el idioma del naturalismo cinematográfico se entrega al “concepto” para que lo que sea que esté fluyendo se detenga en una imagen de escultura.
En esos pasajes museográficos, la historia descansa o acelera su precipitación, en todo caso altera su velocidad, que en el fondo está puesta al servicio de otra cosa. Porque si el primer golpe de Competencia oficial es contra la ilusión de importancia, el segundo está destinado a revelar el vuelo y la caída de la apariencia. Algo de esos programas de desciframientos de los códigos de la magia (generalmente encabezados por magos conversos) comienza a operar en la película, que si pone en escena el pase mágico es para que se trasluzca el truco que lo sostiene.
La mentira es un efecto, y es en la administración mágica, literaria o cinematográfica de sus causas donde encuentra una justificación. Pero la verdad también lo es, aunque por razones compositivas diferentes. La escena en la que el personaje de Banderas habla de su enfermedad terminal, o la de Martínez ensalzando a su rival (o el momento clave de la historia, que es una cosa pero parece otra), están montadas para que el efecto de realidad se apoye en la fe, su principal insumo. Ver y escuchar para creer. Pasa en todos lados. Ese es el signo de la fatalidad que le da ilusión de sentido a este mundo inventado por Shakespeare.
Volviendo a lo que Competencia oficial tiene de comedia, la película parece cuadrarse al lado de lo que Herni Bergson dijo sobre la comicidad en su libro sobre la risa. Si un hombre dice todo lo que piensa porque es un misántropo, y otro dice por afabilidad lo que quieren escuchar de él, ninguna de esas situaciones es cómica. “Es vida”, dice Bergson. Pero si uno imagina esas dos condiciones juntas y “rígidas” en una persona, o sea si se encuentra “un mecanismo dentro de un ser vivo”, el efecto es risible. Querer ser verdaderos siendo tan falsos es lo que convierte a los personajes de Competencia oficial en marionetas de carne y hueso, o sea en seres humanos de la realidad.
El nocturno de Chopin en el que confluyen y se cobijan como bajo un paraguas de tiempo todas las fuerzas dispersas de la historia, lo que es y lo que no es, lo verdadero y lo falso, lo patente y lo latente, lo grandilocuente y lo mersa, la frialdad y el dolor y, sobre todo, la turbulencia del desenlace que casi nadie comprende cuando sucede, se entrega a la idea de que la vida es exclusivamente teatro. No se puede no vivir en la representación de algún drama. No hay espacios libres de escenarios. ¿Quién hace las obras que representamos? Alguien, algo. Nosotros, no.
JJB
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