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Lecturas Carlos Busqued 1970-2021
Magnetizado

Magnetizado

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–Me contaron de alguien que te vio levitar.

[Frunce el ceño, sonríe divertido.]

–Quién.

–Una persona que te conocía de la Unidad 20 y volvió a caer preso. Lo trajeron acá y cuando vio que estabas vos, pidió estar lejos tuyo. Dijo que vos eras malo, y que él te había visto levitar.

–Ah, ya sé quién es, he he... no, bueno, pero es una persona muy influenciable ese muchacho. Entre otros problemas fuertes que tiene.

»Lo que pasa es que sobre mí, acá adentro, hay cosas que se cuentan de boca en boca y se fueron agrandando, con los años se fue medio armando una bola de nieve. Todavía hoy, cuando viene la requisa (que no son guardias de acá sino de la cárcel «normal», digamos, vienen cada dos o tres meses), cuando se encuentran el santuario en mi celda, ven las ofrendas, las velas, dicen: «Viejo, vos en qué andás, qué onda rara es esta.» Pero estos pibes ya son más modernos, preguntan más desde la curiosidad, no tanto desde el miedo.

[En el brazo izquierdo tiene un tatuaje con tres símbolos alineados verticalmente: arriba un 666, al medio una cruz invertida y debajo de todo una esvástica dextrógira. La línea de símbolos está custodiada por dos serpientes rampantes a de- recha e izquierda.]

–¿Por qué la esvástica inversa?

–La esvástica normal, la de los nazis, representa un giro hacia el sol, hacia la luz. Así que me tatué esta que es al re- vés, un giro hacia la oscuridad.

–¿Quién te hizo el tatuaje?

–Yo. Me lo tatué solo, mirando el brazo en un espejo.

–¿Por qué le rezás al demonio?

–Porque lo siento.

–¿El demonio no inspira los actos malos?

–Si yo pensara eso, sería cristiano. La maldad está en uno, no en la religión. La persona que tiene un costado oscuro... no necesariamente tiene que ser un malvado en su vida. El concepto de que yo, para adorar a Satán, tengo que ser un hijo de puta es un concepto cristiano. Es como decir que la juventud se va a la mierda porque escucha rocanrol. Se va a la mierda pero por otras mil cosas, no por el rocanrol.

La juventud cuando se fue a la mierda

En septiembre de 1982 tuvo lugar en la ciudad autónoma de Buenos Aires una extraña, breve y a su manera sobria serie de asesinatos. A lo largo de una semana, en un radio de pocas cuadras del barrio de Mataderos, fueron hallados los cuerpos sin vida de cuatro taxistas. Todos los cadáveres aparecieron en horas de la madrugada, caídos sobre el asiento delantero de sus automóviles, cada uno de ellos con un orificio de ingreso de bala calibre 22 en la sien derecha. Los taxis, estacionados en esquinas oscuras, con las luces internas y el motor apagados, los faros delanteros encendidos. No había evidencia de robo, aunque siempre faltaba la documentación del vehículo y de la víctima. Salvo en el último incidente, los relojes tarifadores estaban puestos en cero.

Solo tres de los cuatro asesinatos trascendieron pública- mente: el 24 de septiembre, La Razón, Crónica, La Prensa y Clarín reseñaron en pocas líneas la aparición del cadáver de A. R., en la esquina de las calles Pola y Basualdo. Cuatro días después, titularon un poco más grande la noticia del hallazgo de C. C., en el 1800 de la calle Oliden. El hombre no estaba muerto pero agonizaba. Tenía un agujero en el cráneo que sangraba profusamente, y finalmente falleció de camino al hospital. Ante este segundo incidente, la comisaría 42 organizó un operativo de saturación rodeando Mataderos, con efectivos propios y personal adicional de las divisiones Robos y Hurtos, Prevención del Delito e Investigaciones. A pesar de este despliegue, el 28 de septiembre apareció muerto J. G., en la esquina de Basualdo y Tapal- qué, a cuatrocientos metros de distancia de los anteriores. Hubo con posterioridad otros dos eventos en la misma zona, fallidos atracos a taxis, durante los cuales los choferes recibieron heridas de arma blanca pero salieron relativamente ilesos. Uno de ellos dio una descripción física del atacan- te, que se convirtió en identikit y fue difundida a través de los diarios y cadenas de televisión.

La policía fue incapaz de esclarecer los crímenes. Únicas certezas que pudieron aportar los agentes del orden: todos los hechos eran obra de un mismo autor, y durante los crímenes el atacante no se había movido del asiento trasero de los autos.

El hueco dejado por el nulo progreso de la investigación fue llenado en la prensa de Buenos Aires con hipótesis de variado nivel de descabellamiento: «No se descarta que el psicópata sea una mujer disfrazada, con el pelo bien corto», «El asesino podría ser un estudiante de escuela nocturna, desequilibrado mentalmente, que al salir del establecimiento ataque a los taxistas», «El maniático llamó a la comisaría 42 y aseguró que volvería a atacar y que na- die podría detenerlo», «El asesino es un psicópata de compleja personalidad, se especula que mata en esquinas de calles cuyos nombres tenían un número par de letras». Los taxistas empezaron a agredir a pasajeros que creían ver parecidos al hombre del identikit. En diversos rastrillajes, la policía detuvo a una veintena de personas «sospechosas» que demostraron no tener nada que ver con el asunto.

La mañana del 15 de octubre, un hombre se presentó en el Palacio de Tribunales de Capital Federal y solicitó entrevistarse con el juez encargado del caso. Dijo que venía a «deslindar responsabilidades». El asesino de los taxistas era su hermano, y en ese mismo momento estaba junto a su padre, desayunando en un departamento del barrio de Caballito. Se ofreció a guiar una comisión policial hasta el lugar. Aseguraba que su hermano estaba desarmado y que se lo podía arrestar sin violencia.

El misterioso homicida resultó ser un joven de veinte años de edad, con un aspecto muy distinto al del identikit. Su nombre: Ricardo Luis Melogno.

Durante el interrogatorio judicial, el muchacho admitió la autoría de las tres muertes, y negó haber perpetrado los dos últimos ataques sin víctimas fatales. Los taxistas sobrevivientes no lo reconocieron.

Confesó también otro asesinato en Lomas del Mirador, cerca de Mataderos pero cruzando la avenida General Paz, del lado de Provincia. Consultada la policía de Provincia, efectivamente informó de un taxista, de apellido T., hallado en idénticas condiciones que los muertos anteriores. O, mejor dicho, posteriores: este cuarto crimen resultó ser, cronológicamente, el primero.

 

Un problema adentro

Al parecer, el padre del criminal fue el que tuvo las primeras evidencias, cuando descubrió documentación de las víctimas que su hijo guardaba celosamente. Si bien se ignoran numerosos por- menores, se sabe que el atribulado padre pidió consejo a su otro hijo, y juntos llegaron a la conclusión de que deberían poner a Ricardo Luis a disposición de la justicia.

En el domicilio paterno, se halló una pistola calibre 22 que sería la utilizada para cometer los crímenes.

Ricardo Luis Melogno fue interrogado a lo largo de seis horas, durante las cuales confesó ampliamente los hechos y fue revisado por los médicos forenses. Durante la indagatoria se lo observó muy tranquilo, sin ponerse nervioso en ningún momento. Cuando se le preguntó por qué había cometido los crímenes, se negó a responder.

Vecinos del barrio coincidieron en describirlo como un mucha- cho sumamente apocado, siempre ensimismado, que evidente- mente bajo ese continente apacible escondía una tremenda confusión de sentimientos e impulsos. También refirieron que Ricardo a veces salía de su casa vistiendo uniforme de conscripto. Había sido dado de baja del servicio militar, pero castigado con una sobrecarga del período, por haber robado o extraviado armas de guerra en la unidad del ejército ubicada en Villa Martelli, en la avenida General Paz, entre Tejar y Constituyentes.

Su padre era apreciado en el barrio, y sobre su madre se indicó que viviría en otro domicilio, al parecer en una villa de emergencia.

Un vecino que no quiso dar su nombre dijo que había sor- prendido a Ricardo en actitudes extrañas, como la de permanecer clavado en un sitio, abismado en sus pensamientos, con la mirada fija en el suelo.

Clarín, 17 de octubre 1982

Según testimonios recogidos, es un muchacho raro, con notorios disturbios psíquicos. Lo definieron como muy tímido y retraído, sin mayor relación con los vecinos, a los que prácticamente ignoraba, ni con los muchachos de su edad. «Una persona taciturna, poco afecta a entablar diálogos.» Vivía desde meses atrás en una habitación del fondo de la casa de su padre, separada del cuerpo principal de la construcción.

Su rara personalidad motivó que el magistrado que entiende en la causa dispusiera que en las próximas horas se le realicen exámenes psiquiátricos y psicológicos para así determinar si sus características mentales son normales.

La Razón, 18 de octubre de 1982

Durante la declaración respondió con detalle a las preguntas del juez, pero se quedaba callado sistemáticamente cuando caía sobre él la pregunta de por qué lo había hecho. Nunca se llevó un peso. ¿Cuál fue el móvil entonces para el frío exterminio que llevó a cabo? El silencio fue la única respuesta.

En su vida parece no haber datos precisos. Nadie sabe dónde están el padre y su hermano. Como si se los hubiera tragado la tierra. No hay parientes que se muestren, ni nadie que pueda dar una foto de Ricardo Luis Melogno. ¿Dónde está la madre? Incógnita. Una más, que se suma a las tantas que impiden reconstruir la vida de un asesino de apenas veinte años.

Revista Gente, semana posterior al arresto

El vecino señaló que regularmente (aunque sin mantener un trato amistoso y continuo) hablaba con Melogno, y que no le parecía una persona desequilibrada: «La única vez que lo vi mal fue el miércoles, nos cruzamos en la calle y al inquirirlo por su aspecto, al parecer desesperado, contestó: “Tengo un problema adentro”, sin que yo pueda saber qué quiso significar con la palabra “adentro”.»

La Prensa, 18 de octubre de 1982

NB

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