Lecturas
Subrogar
Inesa se miró al espejo con los anteojos puestos. Se fijó detenidamente en sus ojos tratando de cerrarlos lo menos posible en el esfuerzo de enfocar mejor. Hacía mucho que los contornos del mundo se habían desdibujado.
Igual se sabía su cara de memoria, con esos ojos acuosos, deslucidos. Les faltaba desnudez, creía, como a otras partes de su cuerpo joven, adolescente todavía, que no habían estado jamás expuestas al sol.
Conocía su cara con anteojos pero no lograba recordarla muy bien sin ellos. Esperaba haber perdido esa marca que los lentes de antes, los de vidrio, le dejaban en el puente de la nariz. Pasó su mano suavemente por el contorno del párpado de arriba y recordó que hacía mucho que no encontraba pestañas sobre la almohada. Quizás ya las había perdido todas.
Al menos todavía lograba verse. O quizás se recordaba, se adivinaba, no estaba muy segura. ¿Y si había cambiado mucho? Algunas noches no podía dormir pensando que nunca llegaría a ver su rostro de adulta. Trataba de imaginarse con tetas, el pelo corto y la cara descubierta, sin lentes. Como de treinta años.
Se pintó los labios, se puso rubor y sombra celeste en los párpados. Se veía mejor así, el maquillaje le ponía límites. Se soltó el pelo y abrió el botiquín. Miró las cajitas de remedios de su madre, apiladas en el estante más alto. Calculó la cantidad de pastillas que quedaban. Las miró un rato largo y salió del baño.
Aunque estaba descalza, caminó despacio para no despertar a su madre. Se paró frente al espejo de pie del pasillo. La bombacha le quedaba grande, y la musculosa también. Eran de su madre, que no se parecía en nada a ella. Seguro la familia de su padre era de tipo delgado, sin culo y sin tetas, como ella. Había leído en internet que los parecidos responden a complejas combinaciones de genes que se cruzan de generación en generación. Ofelia tenía el pelo claro y con rulos, ella era morocha y con el cabello lacio. Ofelia había sido una mujer robusta, con caderas más bien anchas y pechos grandes. Ahora le caían como flecos, con los pezones que casi le llegaban al ombligo, y ella debía acordarse de secarle la piel del pliegue que se le formaban debajo de las tetas. Ofelia tenía los ojos claros, de un celeste que a veces parecía verde. Ella los tenía marrones, casi negros. Quería encontrar a su padre y mirarse en él como en un espejo. La misma piel, el mismo rostro. Aunque sea un aire, como solían decir. Quería parecerse a alguien, estaba segura de que era la viva imagen de su padre.
En la sala de enfermería había una gran mesa donde se sentaban para completar las historias de los pacientes. Los separaba del pasillo una vidriera de blindex con aberturas para hablar con la gente de afuera de la sala.
Viviana estaba tratando de imprimir una hoja, pero se le había trabado la máquina. Le abrió la tapa, puteando por lo bajo. Su compañero tenía los auriculares puestos y los ojos cerrados. Si lo molestaba iba a deberle una grande, así que trató de que no la escuchara. Sonó el teléfono y miró instintivamente la alarma: nadie del piso la estaba llamando. No atendió.
El teléfono volvió a sonar a los pocos minutos y se le escapó un “mierda” que despertó finalmente a su colega. Atendió con voz baja a un residente de primero que le decía que estaba con una urgencia, que por favor bajara a ayudarlo. Era la guardia.
Bajó corriendo y se metió en el consultorio donde hacían las admisiones. Había una chica que estaba sangrando, le llamó la atención cómo la sangre se chorreaba dentro de las zapatillas blancas y caía al costado de la camilla. Se imaginó todo, las pastillas, debía haber tomado unas cuantas para estar sangrando así. Se imaginó la soledad que había detrás esa adolescente llegando dolorida al hospital. Se imaginó el dolor intenso que debía producirle el útero en cada espasmo que la doblaba al medio con las manos en el abdomen para controlar el dolor.
Le preguntó cómo se llamaba y ella le dijo Romina. Supo que mentía. Le preguntó la edad y le dijo dieciocho, y supo que volvía a mentir. Le dijo que necesitaba un documento y ella le dijo que no tenía. Se puso a llorar, le dijo que le dolía mucho, que le sacara el dolor.
Viviana le respondió con voz firme que la iban a atender, que estaba viniendo un médico, pero que necesitaba ver su documento para ver si llamaba a la asistente social.
La chica le agarró la mano y, mirándola de cerca, le pidió por favor que no la echara. La cara se le desfiguró con una nueva contracción y volvió a agarrarse el estómago.
–Romina, están llegando el médico y la asistente social. Ayudame vos, porque van a tener que llamar a tus viejos. Nadie va a terminar esto así nomás.
–A mi viejo no.
–¿Tenés alguna hermana?
–Sí.
–Dame el número, que yo la llamo. Mirá, acá está la médica, ella te va a atender. Prestame tu documento, yo te hago el ingreso.
La médica se puso los guantes y le pidió al residente que avisara a Imágenes que estaban yendo con una urgencia.
–Te voy a revisar la panza. Necesito que te pongas boca arriba.
Cuando Viviana salió del consultorio con el papelito donde había anotado el teléfono de la hermana de Romina, sintió los gritos de esa piba de quince años que, según el documento, vivía a más de veinte cuadras del hospital. Se preguntó cómo había hecho para llegar.
NP
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