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Trabajar cuatro días y descansar tres
Jornada laboral de cuatro días en la Argentina: un debate entre la productividad, la informalidad y el bienestar

Entre 2015 y 2019 realizó una prueba piloto, con resultados exitosos

Delfina Torres Cabreros

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“La vida no puede ser ir solo de casa al trabajo y del trabajo a casa. Simplemente, a mucha gente el ritmo de la vida lo supera”, dijo el diputado español de Más País Iñigo Errejón cuando, en diciembre de 2020, presentó en el Parlamento un proyecto piloto de 50 millones de euros para estudiar la viabilidad de reducir la jornada laboral a 4 días a la semana sin que que afecte los salarios ni genere costo extra para las empresas. La iniciativa fue tapa de algunos diarios en la Argentina y su resonancia en redes sociales y conversaciones se explica tal vez por la adhesión a esta idea: trabajamos demasiado. En todo el mundo —incluso en la laboriosa China, donde tomó vuelo el movimiento contestatario “tang ping” (estar tirado)— las nuevas generaciones exigen más tiempo de descanso. 

En la Argentina hay dos propuestas en el Congreso que intentan avanzar en este sentido y muchos funcionarios reconocieron públicamente que la revisión de la jornada es una tendencia que permea la discusión en todo el mundo. Incluso el Ministro de Trabajo, Claudio Moroni, intentó que en la última reforma del impuesto a las ganancias no se excluyera del tributo a las horas extras para “no estimular” las jornadas extendidas. Pero, más allá del entusiasmo y la buena voluntad ¿es razonable pensar una reducción de la jornada laboral en el escenario actual de la economía argentina?

Algunos países ya han dado pasos exploratorios. El caso de Islandia (un país con un PBI per cápita de US$50, contra el US$10,4 de la Argentina), es tal vez el más conocido. Entre 2015 y 2019 se les pagó a 2.500 trabajadores de la capital, Reikiavik, el mismo salario que tenían antes pero por trabajar menos horas. Según los resultados, la productividad se mantuvo o mejoró en la mayor parte de los lugares de trabajo. Al finalizar el experimento, los empleados afirmaron sentirse menos estresados, con menos riesgo de tener síndrome de agotamiento, e indicaron que el balance entre su vida privada y laboral había mejorado.

Ahí está el argumento más sólido de quienes impulsan este tipo de iniciativas: la actividad económica no caería porque la reducción del tiempo laboral se vería compensado por una mayor productividad, reduciría el ausentismo e impulsaría el bienestar de la población. 

Tres años antes de la pandemia la empresa de publicidad argentina Craverolanis buscó profundizar la idea del “casual friday”, ya popular en algunos sectores, y dispuso la semana de cuatro días de trabajo presencial, de lunes a jueves. El viernes se instaló como un día de home office y solo atado a las tareas pendientes. Si no había ninguna entrega o reunión programada, los empleados podían no trabajar.

“Lo impulsamos para todos los integrantes de la compañía y el resultado fue muy positivo. La gente lo recibió casi mejor que un aumento de sueldo”, cuenta Gabriel Maloneay, CEO y socio de la agencia, que tiene 70 empleados. “Esta libertad hizo incluso que se adelanten los tiempos de entrega, porque todos empezamos a intentar despejar el viernes para tener el día libre”. 

Según Maloneay, “en publicidad se trabaja con mucha presión y se necesita frescura”, por lo que la modalidad sirvió para “descomprimir” y propiciar nuevas ideas. La traducción de lo que dice el personaje de Don Draper en la serie Mad Men: para ser creativo hay que perder un poco el tiempo. O, asociado a lo que propone el coreano Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio: el “aburrimiento profundo” es lo que habilita el cambio, un salto respecto de la actividad continua que solo prolonga lo ya existente. 

La pandemia alteró los planes de Craverolanis al llevar la totalidad del trabajo a la modalidad remota, pero la firma planea volver a una modalidad híbrida de “3 x 2”: tres días presenciales y dos a distancia, con horarios flexibles; ajustados a objetivos. 

Los dos proyectos buscan llevar estas experiencias particulares a la generalidad de la ley fueron presentados en el Congreso por diputados sindicales, ambos integrantes de la fuerza gobernante. Uno es de Hugo Yasky, dirigente de la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA), que postula la semana de cuatro días. El otro es de Claudia Ormachea, integrante de la Asociación Bancaria, que propone una jornada laboral de un máximo de seis horas por día y un tope de 36 horas semanales. Actualmente la ley dispone un tope de 48 horas de trabajo a la semana y el Indec considera que, por debajo de las 35 una persona está “subocupada”. 

“Si uno quiere tomar esos proyectos literalmente, son una irrealidad total en la Argentina”, opina una fuente del Ministerio de Desarrollo Productivo. Su explicación es pragmática: para producir lo mismo con un 20% menos de tiempo de trabajo la productividad por hora trabajada tiene que subir en la misma magnitud. “20% es muchísimo. Entre 2003 y 2011, período en el que la economía crecía al 9% —salvo cuando fue la crisis mundial en 2008-2009— y el empleo también escalaba en torno al 5% anual la productividad subía 3 o 4% al año, no mucho más. A ese ritmo, el mejor de la historia, dar el salto de productividad que se necesita requiere por lo menos una década. Pretender que con buena voluntad se puede hacer de un año al otro es totalmente irreal”, apunta. 

En el Gobierno señalan que, al menos en un primer momento, para muchas empresas implicaría un aumento de costos, dado que pagarían lo mismo por menos tiempo de trabajo. Además, no todas podrían elevar la productividad con la misma velocidad. Según un estudio del Centro de Estudios para la Producción (CEP XXII), “ciertos sectores están idiosincráticamente asociados a un diferencial de productividad” (en la industria, por ejemplo, madera, refinación de petróleo, químicos,  frigoríficos y electrónica). Además, la productividad se vincula a ciertas variables como el tamaño de la firma, la antigüedad, las actividades de innovación, la vinculación con proveedores extranjeros, la provisión al Estado nacional o a empresas estatales, y la participación extranjera en el capital.

Los más crudos argumentan que los países que dan pasos certeros en esta dirección son países “muy ricos” que tienen gran parte de sus problemas sociales resueltos, en los que una leve baja del PBI no resulta una gran preocupación. Para el resto del mundo aplica lo que señala Jonathan Crary en su libro 24/7. El capitalismo tardío y el fin del sueño: “El tiempo para el descanso y la recuperación humana es demasiado caro para ser incorporado dentro del capitalismo contemporáneo”. 

Por otro lado, en la Argentina, donde alrededor del 40% de la economía discurre en la informalidad, herramientas de este tipo quedarían al menos en un primer momento subsumidas al segmento registrado, profundizando la fragmentación del mercado laboral. 

Frente a este argumento, Omachea, autora de uno de los proyectos presentados, consideró que “cuando se logran instrumentos como estos, como fue también el teletrabajo, las distintos sectores del trabajo lo van incorporando y adaptando de forma paulatina a su realidad”. Además, consideró que la iniciativa requiere de un debate amplio y “no tiene que ser tomado como algo general, para todos por igual”. “Hay características particulares y formas de adaptarlo a los distintos sectores”, dijo. 

En el entorno del ministro de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, conceden eso: se puede pensar en ideas de este tipo si de lo que se trata es de aprovechar las herramientas disponibles para adaptar las modalidades de trabajo. Es decir, no tomar esos proyectos como una reducción literal de las jornadas laborales sino como una reconversión hacia el teletrabajo, por caso, ayudada por el impulso de la pandemia. 

Pero incluso en este punto hay evidencia de que no todos los trabajadores se pueden adaptar de igual manera. Según un informe CEP XXI basado en información de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) correspondiente a todo el año 2020, el trabajo remoto es una modalidad que en la actual estructura económica argentina se corresponde mayormente con actividades terciarias: el 90,2% del total de la ocupación remota corresponde a cinco sectores de servicios. En cambio, la industria manufacturera –que genera gran parte del empleo total– concentra apenas al 3,8% del empleo a distancia. También se evidenció un impacto diferencial entre varones y mujeres —muy vinculado al sector económico donde se encuentran empleados—, entre personas con distinto nivel educativo y entre las regiones del país.

Es en la posibilidad que otorga de repartir mejor el trabajo y generar más puestos donde los funcionarios del Gobierno encuentran un fundamento más interesante. “Como tenemos una capacidad limitada de generación de empleo, uno de los modos de permitir mayor inclusión es la reducción de la jornada”, dijo Moroni en los últimos días. Puso como ejemplo lo definido en un supermercado de Córdoba, donde tras el cierre de una gran tienda, los trabajadores de las otras sucursales dejaron de hacer horas extras y así pudieron incorporarse los despedidos. Sin embargo, aclaró que la Argentina tiene “situaciones heterogéneas”, por lo que habrá que analizarlo por sectores. Para ilusión de las nuevas generaciones el debate está, al menos, abierto.

DTC

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