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Informe

Del vértigo al hastío: así encuentra la segunda ola a los residentes, la primera línea médica en la batalla contra el Covid

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Delfina Torres Cabreros

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Lo que Gabriela Ibarra recuerda de marzo de 2020, cuando la pandemia de coronavirus daba sus primeras señales en la Argentina, es la sensación de estar expectante. De iniciar su turno en la guardia externa como residente de clínica médica y no saber con qué se encontraría; del vértigo y la anomalía de no contar con nadie en todo el hospital que hubiera visto antes a un paciente con esa enfermedad. Pasado un año, la sensación es otra. Ya atendió demasiados casos y, como el resto de sus compañeros residentes, está ahora cansada de repetir la misma secuencia cada día, del equipo de protección, de la interrupción de su rutina de formación, de sus muchas horas de trabajo a cambio de un salario que considera insuficiente. Así la encuentra, un año después del inicio de la pandemia, la amenaza de la segunda ola. “Estamos hastiados del covid, esa es la palabra”, dice.

El régimen de residencias, en el que médicos y médicas recién recibidos se especializan por al menos cuatro años en alguna rama de la profesión, siempre fue exigente, pero el contexto pandémico lo volvió todavía más demandante. Los residentes son la primera línea de la atención médica, quienes más tiempo de trabajo le destinan a los hospitales y quienes mayor cantidad de guardias realizan. De acuerdo con un relevamiento realizado este mes por la Asamblea de Residentes de la Nación a 488 residentes de instituciones que dependen del Gobierno Nacional, el promedio de los encuestados trabaja 55,8 semanales, pero algunos superan incluso las 100 horas. Además, el 20% de quienes hacen guardias asegura que no se le respetan las horas de descanso posteriores, lo que resulta en turnos sumatorios e interminables, y algunos no tienen acceso a licencias por estrés. 

Daniela Naveira, jefa de residentes de otorrinolaringología del Hospital Rivadavia, llegó a hacer 220 hisopados en un día, en un turno de 12 horas. En promedio, son cerca de 20 hisopados por hora, uno cada tres minutos. Como muchos otros compañeros, durante la pandemia su rutina se alteró completamente y fue destinada a la “unidad febril” dispuesta por el Gobierno de la Ciudad en ese hospital. Es decir, al módulo externo anexado a la institución para atender pacientes sospechosos de Covid-19 y realizar los tests. 

“En un año de pandemia los médicos nunca dejamos de trabajar para el covid, con momentos de más casos y otros de menos. Creo que aprendimos a batallar contra el virus, pero el miedo que tenemos es que colapse el sistema de salud cómo en otras partes del mundo, contagiarnos o contagiar a nuestra familia. Personalmente, creo que una segunda ola en este momento nos tomaría de una forma diferente porque va a ser más difícil implementar una cuarentena; la gente le perdió el miedo al virus”, anticipa Naveira. 

Los turnos en las unidades febriles son de 12 horas y los médicos paran apenas algunas veces para hacer cosas tan básicas como tomar agua o ir al baño. Es que sacarse y ponerse el traje de protección no es una tarea ni rápida ni sencilla. Barbijo quirúrgico, barbijo N95 encima, antiparras herméticas, máscara, cofia, camisolín de plástico impermeable, doble par de guantes, botas. Capas y capas que deben ser puestas y quitadas en un orden y modo específico para evitar el riesgo de contagio. 

“Sólo eso se lleva el 50% del desgaste físico”, resume Ibarra, que realiza su residencia en una reconocida institución privada. “Hay un montón de residentes que se sincopan, se desmayan por usar el traje. Estás en un ambiente calefaccionado para que el paciente pueda estar más ligero de ropa, vos entrás con todo eso puesto y estás cuatro o cinco horas consecutivas moviendo gente, moviendo cosas. Es como trabajar en el desierto de Sahara metida adentro de una bolsa de plástico, pero es la única forma de protegerte a vos y a la gente que te rodea”, relata. 

Además de la incomodidad del equipo, Ibarra resalta el impacto que tiene en la relación entre el médico y paciente. “Uno cuando atiende, además del examen físico, necesita el contacto humano con el paciente —dice—. Tocarle el hombro, tener un espacio personal compartido que hace al ojo clínico también. En condiciones normales podés verle el semblante, percibir olores, la temperatura de la piel, las lesiones. Yo estoy cansada de esa barrera, de esa distancia. También de ver a los adultos mayores solos, sin poder ser acompañados por sus afectos y de dar los informes a los familiares por teléfono, sin verles la cara para ver cómo lo van tomando”, relata. 

Micaela Sánchez, residente de tercer año de clínica médica en el Hospital Italiano de Buenos Aires, recuerda como el peor momento de la pandemia a los últimos días de septiembre pasado y los primeros días de octubre, cuando el hospital tenía cuatro pisos de internación llenos de pacientes con Covid-19 y lo que resume como “situaciones feas”: “abuelitos de geriátrico que venían de ocho meses de no ver a ningún familiar y que no podían recibir visitas”, la terapia intensiva e intermedia completa, un flujo de ingresos incesante. “Ese fue el momento en que todos pensamos ‘basta, por favor’”, cuenta. 

Pese al peligro inminente de la segunda ola, Sánchez dice que el clima que se vive dentro de las instituciones médicas no es de tanta tensión ahora como a principios de 2020 por dos cosas: porque ya hay un mayor conocimiento de la enfermedad y cómo manejarla (inicialmente, recuerda, se internaba cualquier paciente que diera positivo) y porque gran parte del personal médico ya está vacunado. 

Entre las múltiples alteraciones que generó la pandemia se cuenta también la extensión del año de la residencia, que en vez de culminar en mayo se postergó hasta septiembre para no alterar con ingresos y egresos de personal la rutina de atención en medio de la pandemia. Así, quienes hicieron su cuarto año de residencia durante 2020 y debían terminar en mayo tuvieron que quedarse cuatro meses más, los ingresantes de primer año debieron esperar para incorporarse y todos se retrasaron en pasar al año siguiente, en el que se espera que la carga física del trabajo disminuya.  

En los papeles, la residencia es una instancia formativa, de práctica profesional. Sin embargo, de acuerdo con el relevamiento realizado por la Asamblea de Residentes de la Nación, el 61,4% de los encuestados se queda a cargo del servicio por el que rota y el 85,4% considera que sostiene los servicios de las instituciones en las que se desempeña. 

Por otro lado, los profesionales médicos señalan que el trabajo con el Covid-19 es muy rutinario desde lo profesional; se controlan las mismas variables una y otra vez, la misma secuencia todos los días. “Los primeros meses con la cuarentena obligatoria sólo venían pacientes de urgencia, por lo que se vio disminuido la diversidad de pacientes que un residente podía ver por día y se minimizó su su aprendizaje. También se suspendió por períodos las cirugías programadas. Creo que fue un año con muchas limitaciones para la formación de un residente”, opina Naveira. 

De acuerdo con la especialidad, hubo residentes que estuvieron menos exigidos por la pandemia que otros. Rocío Rimoldi, en el primer año de psiquiatría en el Hospital Nacional de Salud Mental y Adicciones Laura Bonaparte, resalta que el impacto directo del Covid-19 en su servicio fue menor, a diferencia de otros como terapia intensiva o clínica médica. Además, el retraso del ingreso de la nueva camada hizo que ellos, los “R1”, se incorporaran recién en septiembre, sin el cansancio de los primeros siete meses de la pandemia. 

Sin embargo, en el caso de las residencias que dependen del Ministerio de Salud de la Nación, todos sufrieron un golpe en el bolsillo, que los llevó a realizar dos jornadas de paro. En enero pasado dejaron de percibir el “bono incentivo” que se implementó a principios de 2020 para complementar sus salarios. De acuerdo con la explicación oficial, se trató de una demora en la prórroga de la norma que lo instauró, que venció en enero de 2021. Finalmente, y tras las medidas de fuerza, se decretó su extensión pero sólo hasta junio. Los residentes temen que vuelva a interrumpirse entonces, en el invierno, cuando es una posibilidad que el país esté nuevamente afectado por un nivel alto de casos y los profesionales de salud, de nuevo al borde del colapso. 

Según datos aportados por la Asamblea de Residentes de la Nación, los residentes de primer año que dependen del Ministerio de Salud de la Nación cobran $37.774 netos; los de segundo, $42.077; los de tercero y cuarto, $46.388 y los jefes de residentes, $50.697, lo que se complementa con un bono no remunerativo de $12.500 en los primeros dos casos y de $10.000 en el resto. Este bono es superior sólo para las residencias de epidemiología, donde va de los $26.760 adicionales a los $41.000. 

Los salarios son algo más altos en las residencias que dependen del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, donde van de $60.000 a $63.000 más un bono de $10.000. También en las residencias de Provincia de Buenos Aires (de $56.000 a $70.000, sin bono) y las que dependen de la Universidad de Buenos Aires (UBA), en las que el promedio es de $65.000 más un bono de $4.000.  

El 97% de los residentes considera que el salario que recibe no es acorde al trabajo que realiza. De hecho, más de la mitad necesita recibir ayuda económica de su entorno o tiene otro ingreso para poder afrontar los gastos cotidianos. Aún así, y después de un año especialmente difícil, se preparan para sostener la atención y para multiplicarse al ritmo de los nuevos casos. Para sobreponerse al hastío y pasar la segunda ola.

DT

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