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A 30 años del asesinato de los jueces italianos que pusieron en jaque a la Cosa Nostra Entrevista
Giovanni Tizian, periodista: “El sacrificio de Falcone y Borsellino en su lucha contra la mafia no ha servido de mucho”

Giovanni Tizian, en la pasada edición de Trame, festival de literatura contra las mafias.

Mariangela Paone

Italia —

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Giovanni Tizian tenía 10 años en el mayo de 1992. Como muchos de los que hoy rondan los 40, recuerda perfectamente la tarde del 23 de mayo de aquel año. “¡Abuela, abuela, han matado a un juez en Palermo! ¡Estamos en guerra!”, gritó cuando la tele encendida en la habitación en la que estaba jugando dio la noticia. Poco antes, a las 17.58, una bomba de 400 kilos de trinitrotolueno (TNT) estalló dejando un enorme cráter en la carretera cerca de Capaci, a 20 kilómetros de Palermo, matando al juez Giovanni Falcone, a su mujer, también magistrada, Francesca Morvillo, y a los tres agentes de su escolta. Menos de dos meses después, el 19 de julio, otra bomba mató al juez Paolo Borsellino, el otro pilar del grupo de magistrados que había conseguido unos meses antes la condena de la cúpula de Cosa Nostra.

Aquellas dos fechas, el 23 de mayo y el 19 de julio, fueron para toda una generación la “pérdida de la inocencia”, recuerda ahora Tizian. Para él, eran la confirmación de lo que ya sabía. Que había una guerra. Él vivía en Bovalino, un pequeño pueblo de Calabria, cuyo nombre en aquellos años estaba vinculado a los secuestros de personas para la extorsión que fueron la base con la que la 'ndrangheta, la mafia calabresa, entró en el narcotráfico y construyó el imperio financiero que es hoy. El 23 de octubre de 1989, el padre de Tizian fue asesinado en un homicidio mafioso sobre el que 33 años después no se ha hecho justicia.

Tampoco para Falcone y Borsellino se ha hecho del todo justicia. Han sido condenados los ejecutores materiales, los mafiosos. Pero la verdad sobre los autores “intelectuales” de aquellos atentados que marcaron la historia del país sigue sin conocerse 30 años después. Hoy Tizian es uno de los periodistas que más ha investigado en Italia las ramificaciones de las mafias italianas en el norte del país, en Europa y en el resto del mundo. Por su trabajo vivió bajo escolta durante nueve años. Ahora acaba de publicar en Italia el libro Il silenzio (Editori Laterza), en el que, a partir de aquel recuerdo de hace 30 años entrelaza la historia de su familia y de todo el país. La conclusión es amarga: treinta años después, más allá de las ceremonias y de la celebración de los aniversarios, no ha cambiado nada.

¿Tiene sentido decir que toda una generación perdió la inocencia aquel verano de 1992?

Sí. En 1991, había sido la Guerra del Golfo, la primera guerra que se había visto en directo, y luego vinieron los atentados. Aquellas imágenes las habíamos visto allí, en Irak, un territorio en guerra. Y las imágenes de Capaci impactaron en un territorio como Calabria y la provincia de Regio donde yo vivía, ya marcado por el crimen. Estábamos en la fase de los secuestros de persona, y teníamos en la zona de la Locride, pueblos sitiados por la 'ndrangheta y el ejército, teníamos a las fuerzas especiales desplegadas para liberar a los rehenes. Se percibía allí un clima de guerra. Aquellas imágenes del 23 de mayo se suman a una situación muy pesada, sobre todo para los chavales, los niños como yo que estábamos acostumbrados a jugar a la pelota con al lado los vehículos blindados del ejército. Esa pesadumbre se respiraba. La matanza de Capaci y luego la de “vía de Amelio” [donde murió Borsellino] fueron para nosotros como un mensaje: no hay nada que hacer. Que luego es lo que dijo el juez Antonino Caponnetto: “Se acabó todo”. En mi familia, en aquel año, en aquellos 57 días entre el 23 de mayo y el 19 de julio, la frase que más se repetía era “se acabó todo”.

Porque luego su familia decidió dejar Calabria...

Hasta aquel momento estábamos convencidos de que se podía intentar reconstruir nuestra vida allí. También porque la sentencia del maxiproceso había dado una señal de esperanza muy fuerte de que en Sicilia las cosas estaban cambiando y que también en Calabria se podía ir a mejor. Y luego mataron al protagonista de aquel éxito judicial en un acto de guerra y nuestras esperanzas se derrumbaron.

En el libro escribe que, 30 años después, la memoria ha sido vaciada de sentido y se ha convertido en un instrumento retórico. ¿Por qué?

Porque en este país aquellos actos brutales, aquellos actos de guerra, deberían haber producido algo más que la breve indignación que duró unos meses. 1992 es también el año en el que comenzó la investigación de Manos Limpias, acabó la primera República y llegó una fuerza política nueva sin que llegara ningún cambio. Precisamente porque aquella fuerza política, Forza Italia, de Silvio Berlusconi, llevó al Gobierno a personajes que luego descubrimos que estaban relacionados con la Cosa Nostra. ¿Cuál es el cambio? ¿De qué memoria compartida podemos hablar? ¿Con quién se debe compartir esa memoria? ¿Con quién hacía negocios la mafia que mató a los jueces? Por eso digo que más allá de la retórica de las circunstancias, luego en las conmemoraciones de los atentados casi nunca se habla de lo que es hoy la mafia, de lo que era entonces. Se habla de héroes cuando los jueces Falcone y Borsellino no querían en absoluto ser héroes, sino profesionales normales que hacían su trabajo.

Usted habla de la “antimafia indolora”, la que ataca a la mafia militar pero no a “la mafia de cuello blanco”...

Aún seguimos hablando de Totó Riina [el capo de la mafia siciliana, muerto en 2017 y que fue condenado a cadena perpetua por la matanza de Capaci], que representa una mafia antigua y una mafia que fue una anomalía. Ya el escritor Leonardo Sciascia en El día de la lechuza hablaba de una mafia absolutamente moderna, pre-Riina, un mafia que se acompañaba a los prefectos, a la política, y que no tenía ningún interés en hacer la guerra al Estado. Luego Riina representa una anomalía que permite acabar con aquella mafia brutal, porque obviamente después de las matanzas de 1992 hay una respuesta fuerte del Estado, pero solo contra la mafia militar. Todo lo demás en Italia es divisivo. El juicio en el que fue imputado Giulio Andreotti, por ejemplo. No se puede hablar de ello. El juicio al hombre político más importante, que marcó la historia de Italia. Un juicio por complicidad con los clanes. No hay una memoria compartida de esto. Él fue declarado culpable de complicidad hasta 1980 y por lo tanto el delito estaba prescrito. Hablar de esto es divisivo. Por eso digo que hay una retórica vacía y de quienes han llevado al Gobierno a personas que luego descubrimos que tenían lazos con organizaciones mafiosas. Y esto ha pasado sobre todo en 20 años de berlusconismo.

¿Cuál ha sido el efecto de esos 20 años en la lucha contra la mafia?

Ha sido un desastre. Hay que acordarse de que Berlusconi decía que escribir o rodar películas sobre la mafia daba una mala imagen de Italia en el mundo. Un ministro suyo, que fue ministro de Fomento, Pietro Lunardi, dijo que con la mafia había que convivir.

¿Italia ha decidido convivir con las mafias?

En este momento vivimos en un clima peligroso por varias razones. El primero es que en el Parlamento no se habla más de la cuestión mafiosa ni de corrupción. Son dos fenómenos completamente vetados en el vocabulario de la política y también del Gobierno. Hay una cuestión de fondo: el dinero del PNRR [los fondos de recuperación de la UE por la pandemia] y los miles de millones que tiene que llegar. Para recibirlos hay que hacer una serie de reformas y una es la de la justicia. La reforma de la justicia aprobada considera básicamente como delitos normales la corrupción y la evasión fiscal, porque como para otros delitos, si el juicio de apelación no llega, después de x años prescribe. Solo queda una vía especial para el delito de asociación mafiosa, para el que tienes que tener a una organización que dispara. Todo lo que sale del retrato robot de la mafia militar -las organizaciones que lavan el dinero, los que usan la corrupción para obtener contratos públicos- entra en la vía procedimental normal. Y por eso hay mil juicios que corren el riesgo de pararse. ¿Esto que quiere decir? Que es una cuestión cultural. Es decir: “Señores, necesitamos ese dinero, dejemos de crear problemas, queridos jueces, no molestéis, porque si cada vez que llega el dinero de los fondos europeos empezáis a investigar, luego Europa nos riñe”. Este es el clima que se respira, y en este clima el tema mafia ha sido borrado, así como ha sido borrado de las campañas electorales, donde no se habla ya de compra de votos. Treinta años después de las matanzas de Palermo, todo se ha normalizado. Bastaría ver lo que está pasando ahora en aquella ciudad. Marcello Dell'Utri, fundador de Forza Italia junto con Berlusconi, condenado por colaboración en asociación mafiosa, ya ha acabado de cumplir condena y, con otro condenado por delitos de mafia, es el que está decidiendo ahora quién tiene que presentarse a la alcaldía de Palermo para el centroderecha. ¿Con qué cara vamos a presenciar a las conmemoraciones de estos días?

¿Toda la política o solo una parte ha fracasado en la lucha contra las mafias?

Toda, porque han delegado todo a los jueces. En Italia ahora se piensa así: “¿Es delito encontrarse con un mafioso? No. Y entonces qué más da”. Pero no se divide todo en lo que es delito y lo que no. Hay comportamientos que la política tiene que denunciar. Frecuentar a mafiosos debería considerarse algo escandaloso y vergonzoso, pero los partidos no tienen la valentía de hacer limpieza en sus filas y esperan la intervención de los jueces. Pero cuando intervienen se habla de “juicios políticos”.

En el libro reconstruye la historia de su familia. Para su padre no ha habido justicia y las investigaciones han sido archivadas. Cuando el arrepentido Giovanni Brusca, el qué apretó el botón de la bomba de Capaci, salió de la cárcel tras cumplir una condena de 25 años, usted escribió contra el debate encarnizado que su liberación causó. ¿Por qué es importante distinguir entre justicia y venganza en la lucha contra las mafias?

Porque la vendetta forma parte del léxico de las organizaciones mafiosas. Una democracia, en cambio, usa la Constitución, que es el primer código antimafia. La lucha a la mafia hay que hacerla siguiendo las reglas. Yo también estoy en contra del 41bis [el régimen carcelario duro, que incomunica a los presos para impedir su capacidad de mando], que es un fetiche. No se puede centrar todo en esto cuando fuera hay un fenómeno en evolución. Y sobre todo el Estado no puede ser vengativo, tiene que garantizar la justicia. Hacer justicia no es hacer que alguien se pudra en la cárcel sino ofrecer vías para salir de ese contexto. Lo digo porque como periodista he contado las historias de los chicos que nacen en familias mafiosas. Ellos perciben mucho esa guerra entre el Estado y los clanes. Si el Estado es vengativo, no confían; si lo perciben en cambio como creíble y con autoridad pero no autoritario, entonces se abre una oportunidad de sacarles de ese mundo. Si no entendemos esto, entonces no hemos entendido nada de la lucha contra las mafias.

En las conclusiones del libro hace una reflexión que suena muy dura leída 30 años después de aquellos atentados: que el sacrificio de Falcone y Borsellino no ha servido para mucho... ¿Murieron en vano?

Sí, es muy amargo decirlo. Pero su sacrificio no ha servido de mucho. Es un juicio que llega a mis 40 años, después de un recorrido profesional y tras haber encontrado a muchos estudiantes y jóvenes en las escuelas de Italia. Te preguntan: ¿Qué podemos hacer para cambiar las cosas? Uno intenta ser optimista. Pero el problema es que luego desde las instituciones llegan mensajes equívocos. Porque la relación entre mafias y política no se ha solucionado. Hay territorios donde la situación es la misma que en los años 80: no hay oportunidades, no hay trabajo y el único estado del bienestar es el de los clanes. Cada emergencia en este país se convierte en una mina de oro para las organizaciones mafiosas y para los círculos corruptos. Eso existía entonces y sigue existiendo. Por eso el libro acaba así, con amargura. Porque uno como periodista se da cuenta de que sigue contando siempre las mismas cosas.

Es uno de los periodistas que más ha investigado la presencia de las mafias en el norte del país y fuera de Italia. ¿Hay conciencia, fuera de Italia, de las ramificaciones mafiosas y de lo que significan?

Hoy la 'ndrangheta es la mafia con más presencia en todo el mundo. Yo he escrito sobre sus ramificaciones en Canadá, en Estados Unidos, en Australia, en Alemania, en Francia y en España, que es un lugar estratégico para los clanes calabreses. Desde hace años varios magistrados han alertado de que algunas zonas de España se han convertido en almacenes de la cocaína que entra y luego tiene que llegar al resto de Europa. Y España ha sido el lugar donde se han celebrado encuentros entre los agentes de clanes calabreses y los agentes de carteles suramericanos.  

MP

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