Adiós a la Berlín que bailaba: los boliches bajo amenaza por presión inmobiliaria

Uno de los boliches más queridos de la escena berlinesa hoy es un bloque de oficinas grises, a tono con el aún más plomizo verano alemán. La fachada de ventanas del complejo Shed, entre las vías del tren y el canal Neuköllner, refleja la ciudad sin invitar a entrar. Del club Griessmuehle, que estuvo ahí de 2011 a 2020, no quedan huellas. Donde antes había música, textura y comunidad, ahora hay silencio climatizado y estacionamientos bajo tierra. Berlín y lo que la hizo célebre están cambiando. Y no siempre para bien.
Junto con los festivales tecno y las parades, los boliches berlineses son patrimonio cultural inmaterial de la Unesco. Y, también, uno de los motivos por los que tanta gente visita esta ciudad. Uno de cada cinco encuestados el año pasado por el Quality Monitor Germany Tourism eligió las fiestas y la vida nocturna como motivo para venir. Es la Clubkultur (“cultura de clubes”), algo más que baile, luces y drogas de diseño: también es generar comunidad, mostrarse como se es o como se quiera. “Sin disfraz”, cantaría Federico.

“Mucha gente viene de otras partes del mundo porque la cultura de clubes de acá es muy distinta a las de otras ciudades, y eso la hace muy única. La gente, los trajes, el espacio en sí mismo: todo te atrapa”, explica Anahita Safarnejad, que dirige un documental sobre el club Renate (Un sueño que bailaba) y, de paso, improvisa un Clubkultur for dummies a pedido de esta servidora.
Dimitri, productor del documental, desarrolla: “La gente que no encaja en la sociedad o en un trabajo, o que tiene el corazón roto encuentra acá un hogar. Incluso quienes no tenemos traumas y sí un trabajo ‘normal”.
Pero a la presión inmobiliaria le dan igual las declaratorias, las encuestas o la comunidad: cae sobre los pocos espacios que quedan en esta ciudad, esos que supieron abundar tras la caída del Muro. Su arma favorita: alquileres en aumento.
El propio club Renate cerrará sus puertas en diciembre cuando venza su contrato, cuyo monto se duplicó año a año. Sus socios no lograron renovar el alquiler con el propietario, el inversionista inmobiliario Gijora Padovicz, que desde los noventa adquirió y vació edificios ocupados en Friedrichshain, y para 2007 ya había acumulado más de 200 propiedades sólo en ese barrio. Así terminan los 25 años de historia de Renate, que Anahita y Dimitri buscan registrar antes de que se esfumen como ocurrió con el boliche que da inicio a la nota.
No todas son malas noticias: los responsables de Griessmuehle pudieron abrir otro club, RSO, aunque en una zona con bastante menos noche. Es el mismo recinto que se ve, entre otros, en la recién estrenada Rave On, un canto cinematográfico a la Clubkultur a través de los ojos de un DJ al que se le pasó el cuarto de hora.

Sin embargo, Ostkreuz, tradicional zona de la noche berlinesa, sigue asediada. Ahora, por la posible expansión de la autopista 100, que ya suscitó raves de protesta como la “A100 Wegbassen”. Además de Renate, en esa zona hay muchos otros boliches, como ://about blank, que enfrenta otras amenazas. Por un lado, un proyecto de hotel justo al lado. Por el otro, su propia situación económica, tan delicada que hace unos meses sus socios salieron a pedir donaciones.
Así las cosas, no sorprende que el 46% de los responsables de boliches en Berlín (hay entre 150 y 200, según estimaciones no oficiales) estén pensando en cerrar sus puertas antes de que termine el año. Así lo indica una encuesta de Clubcommission, asociación fundada en 2001 para representar y defender esta escena. Tanto es así que los alemanes, fieles a su estilo, ya crearon otra palabra: Clubsterben, o la muerte de los clubes.
Los cuatro jinetes
Pero no es todo gentrificación, aumento del precio del suelo y fin de contratos de alquiler. Los conflictos con los vecinos por el ruido también pesan. Aún recuerdo mi sorpresa al ver cómo la versión berlinesa de la Fête de la Musique terminaba a las diez de la noche. O cuando la policía nos sacó del puente Admiral (prácticamente peatonal y lleno de amigos reunidos) porque ya era hora de dormir.
“Las quejas por el ruido son una de las principales razones por las que muchos clubes tuvieron que cerrar, sobre todo en los barrios”, admite Emiko Gejic, vocera de Clubcommission, que entre sus tantas tareas otorga fondos para que los clubes con menos plata puedan insonorizar sus instalaciones.

La falta de protección oficial tampoco ayuda: pese a los proyectos, los clubes nunca fueron declarados espacios culturales, no están protegidos ni pueden solicitar fondos.
La frutilla del postre es el aumento de los costos operativos en una ciudad cada vez más cara. Cuesta pagar la factura de tantas horas de luces y sonido, más aún con una crisis energética con tantas vertientes: la invasión rusa a Ucrania, el abandono de la energía nuclear, la lentitud de la transición a renovables y la suba de los precios globales. Pero, además, hay que desembolsar aún más si el club está, como suele pasar, en un edificio industrial construido cuando no había buen aislamiento ni sistemas de calefacción modernos.
Cambia, todo cambia
Hasta el cambio climático conspira en contra. En Berlín llueve cada vez más y eso complica la vida de los clubs berlineses al aire libre, que con mal tiempo no pueden abrir o sufren daños en sus instalaciones.
Y después está el Covid. Ah, el Covid. Entre el impacto económico sobre este tipo de espacios y los cambios en los hábitos de salida, muchos boliches quedaron en el camino, como Watergate, que se despidió a fin de año con una fiesta de 35 horas y 40 DJs.
“En la pandemia, muchos clubes recibieron ayuda del Estado, pero ahora les toca devolver muchos de los fondos y paquetes de ayuda. Eso también genera una gran incertidumbre, sobre todo porque la cantidad de gente que va no volvió al nivel pre pandemia”, resalta Gejic. Tampoco se recuperó el caudal de turistas, otra gran fuente de ingresos.

¿Les pesa esta situación a los más jóvenes? Las estadísticas muestran que cada vez salen menos, tienen menor interés por la Clubkultur y consumen menos alcohol que otras generaciones. En otras palabras: les dejan menos plata a los boliches. “La generación más joven tiene menos necesidad de ir a un club para sentirse libre, porque ya puede ser quien es en la calle”, señala Safarnejad.
Me pregunto si podrá salvarse este pasado que alguna vez fue tan futuro. Si esta cultura intangible, que vive sólo en quien la hace, puede resistir a este presente tan oscuro. Si subsistirá algo que no sea hacer dinero. O si esta escena cultural quedará como un paréntesis, una suerte de años locos antes de que la ciudad gane cercos, indiferencia o silencio.
KN/MG
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