Milei 2025: el ruido de fondo detrás de la destrucción
Estoy en Cervinia, un resort de esquí en el norte de Italia, a unos ochenta kilómetros de Torino. Ya en las primeras veinticuatro horas me encontré con un compatriota (estamos en todas partes, dicen). Se llama Juan y trabaja como mozo en un hotel. Después de un par de copas de vino, empezamos a hablar de política.
Creo que es una de las primeras veces que me encuentro con un peronista en el tan antiperonista “primer mundo”. Pero este no es un peronista de siempre, de tradición familiar o convicción temprana. Es, por el contrario, un converso. ¿Existen en estos tiempos de polarización despiadada los conversos?
Juan complejiza el asunto. Sus padres son de derecha, complacientes con la última dictadura militar. Él también era de derecha hasta hace muy poco; por herencia, y otro poco porque así lo creía. Sin embargo, en los últimos meses cambió de parecer. “Empecé a ver que algunas cosas que decía Milei eran contradictorias, o que sus políticas ya habían fracasado antes”, me explicó ante la mirada reprobatoria de su jefe, que carga bandejas de un lado a otro mientras conversamos.
La charla con Juan me hizo pensar en todos aquellos ciudadanos que, a pesar de estar sufriendo la motosierra libertaria, siguen confiando en Milei. Guardo algunos ejemplos en la memoria: hombres de entre treinta y cuarenta años entrevistados en la estación de tren de Constitución; laburantes del conurbano. “Me quedé sin trabajo”, “no llego a fin de mes”, “la situación está muy difícil”, confiesan, antes de asegurar que “hay que darle tiempo (a Milei)”, o que “ya encontrará la solución”. Me gustaría saber qué diferencia a Juan de sus compatriotas. Juan dijo que su novia lo ayudó a entender… “Es trabajadora social, recibida en la UBA”, afirmó.
¿Será Juan el primero de varios conversos? No necesariamente al peronismo, sino a un estado de mayor conciencia sobre lo que sucede. Es inquietante que un país se destruya sin que eso se advierta, sin que se genere algún tipo de resistencia. Sin embargo, la historia prueba que es absolutamente posible; mientras que la literatura ha dado muestras tan brillantes como desesperantes. Un buen ejemplo es la premonitoria novela que escribió el norteamericano Don DeLillo en 1989. White Noise en inglés, Ruido de fondo en castellano.
La historia está narrada en primera persona por un profesor de historia especializado en Hitler —un departamento creado menos por iniciativa académica que por razones económicas—. El hombre, Jack Gladney, vive con su mujer y una familia ensamblada en una pequeña y próspera ciudad universitaria del Medio Oeste.
Sus diálogos son filosos, cuestionadores, en cierto punto conscientes, pero así y todo no se alejan del clima social predominante: un clima en el que el consumo es el único fundamento de la existencia. Así relata el protagonista una visita a un gran supermercado, al que es arrastrado por su familia con un entusiasmo delirante: “Siempre había un nuevo almacén al que acudir. Tres plantas, un sótano lleno de ralladores de queso y cuchillos de mondar. Compraba con imprudente abandono. Compraba pensando tanto en necesidades urgentes como en contingencias distantes. Compraba por comprar…”.
En ese derrotero de supermercados, almacenes y locales de productos al que acuden con frecuencia, todo parece seguir su curso sin mayores contratiempos. La vida se desarrolla en piloto automático, de acuerdo a guiones preestablecidos; cuando el consumo entra en pausa, la televisión se vuelve el principal catalizador de la atención. Solo escaramuzas domésticas —un niño que se cae de un árbol, un seminario que no reunió tantos alumnos como esperaba— pueden alterar la calma.
Hasta que un ferrocarril que transporta mercancías peligrosas descarrila y provoca una inquietante catástrofe química en la región. La población se ve obligada a reaccionar de manera urgente. La pregunta que plantea la novela, entonces, es si podrán desentenderse del consumo narcotizante para salvar sus vidas.
Cuando la familia protagonista decide abandonar la ciudad ante la llegada de una nube tóxica, se produce esta escena: “En uno de los almacenes de mobiliario se anunciaba una promoción de lujo. Tras el extenso y bien iluminado escaparate, varios hombres y mujeres nos miraban con expresión de curiosidad, despertando en nosotros la sensación de ridículo del turista que todo lo hace mal. ¿Qué hacían tan tranquilos comprando muebles mientras nosotros avanzábamos lentamente y consumidos por el pánico a través de una tormenta de nieve?”
En un barracón de la Cruz Roja al que llega la familia, la historia continúa entre disquisiciones sobre la muerte y el sentido de la existencia. Pero todo es apenas el decorado de una forma de vida tan instalada que ni siquiera una catástrofe química puede desarmar. Es el ruido de fondo de una sociedad aturdida, ensimismada, incapaz de pensar y tomar decisiones. Un estado mental en el que la inminencia de los vómitos, las convulsiones y los problemas respiratorios —prólogo de la intoxicación final— resultan secundarios.
Juan regresa al trabajo para evitar otra mirada furibunda de su jefe. Yo pienso otra vez en los laburantes argentinos que no advierten el peligro de otra crisis económica. ¿Es el consumo narcotizante?, me pregunto. La respuesta parece ser no. En Argentina, los salarios no alcanzan, la inflación no cede y consumir es una aspiración frustrante. En la novela de DeLillo, al menos, el consumo era un acontecimiento: implicaba trasladarse a un sitio, interactuar con vendedores, pagar, cargar la mercadería en el auto y, finalmente, consumirla.
Hoy ni eso. El consumo es simbólico. Nos alimentamos de imágenes: Instagram, TikTok, WhatsApp, memes y medios que elaboran noticias a medida. Nobleza obliga a reconocer que, mientras la sociedad norteamericana caía en una “fiebre alimenticia”, los argentinos quizá no engordemos necesariamente…
Horas antes de decidir subir a sus hijos al auto y huir, el protagonista reflexiona sobre quiénes sufren verdaderamente una catástrofe: “La sociedad está organizada de tal modo que son los pobres y los analfabetos quienes sufren el impacto principal de las catástrofes naturales y artificiales… ¿Has visto alguna vez a un catedrático remando en un bote a lo largo de su propia calle cuando han salido inundaciones en televisión?”
Más que interpelar al laburante que ve su vida desmoronarse sin entender por qué, esa reflexión apunta a la clase media y media alta argentina. El ciudadano medio de Palermo, de Villa Allende en Córdoba o de un barrio cerrado en la Patagonia puede creer que la destrucción de industrias, la desfinanciación de la universidad o del sistema científico no lo afecta. Pero basta recordar los 90 para entender que la destrucción no distingue entre clases ni barrios.
Cuando llega el momento de pedir la cuenta, Juan comenta que tarde o temprano volverá a Argentina. Quiere ahorrar unos miles de euros. “En Argentina eso es imposible ahora”, dice. ¿Lo será en el futuro? Milei no duda en repetir que solo nos espera el éxito y la prosperidad. Mientras tanto, cientos de videos de famosos en Navidad inundan mi feed; los medios informan sobre la aprobación del presupuesto, un hombre que mató a su vecino por tirar fuegos artificiales y alertas por temperaturas extremas.
Dejo el bar ya de noche. Las nubes descienden sobre los techos entre destellos de luces comerciales y del alumbrado, mientras la nieve cae copiosamente. Todo parece natural, aunque llegado el caso no podría descartar que se trate de una nube tóxica.
AF/MF
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