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Opinión

Apología del prejuicio y la paranoia

El político y filósofo inglés Francis Bacon

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El prejuicio y la paranoia son dos conceptos con mala prensa. Es cierto que no son lo mismo, uno es un tipo de opinión y la otra una vieja patología, pero en el uso ambos aluden a un tipo de razonamiento fallido. Más allá de los chistes y las poses, nadie quiere ser considerado prejuicioso ni paranoico en medio de una discusión seria. En ese sentido, los prejuicios y la paranoia corren con desventaja respecto a pasiones negativas como la melancolía o el resentimiento, cuya productividad ética y política fue reivindicada por gente como Enzo Traverso o Mark Fisher. ¿Será posible hacer lo mismo con los prejuicios y la paranoia? Veamos.

Sabiduría sin reflexión

Aunque los prejuicios hoy nos parezcan un tipo de opinión universalmente inválida, su crítica es totalmente moderna y puede fecharse con precisión: 1620. Ese año, el político y filósofo inglés Francis Bacon publicó su Novum Organum, un ensayo en el que proponía una nueva manera de estudiar la naturaleza a partir de la observación y la experimentación, en contra del conocimiento basado en la tradición, la autoridad y los conceptos irreflexivos que aquellas alimentan, es decir, los prejuicios.  Después de Bacon, los racionalistas del siglo XVII y los iluministas del siglo XVIII se turnaron para derrumbar prejuicios. Por la razón o la experiencia, había que remover todo saber acrítico, toda creencia heredada, hacer tabla rasa del conocimiento para que el potencial humano se desplegara al máximo sobre cimientos confiables. El punto álgido de ese proyecto fue la Revolución francesa: un intento por refundar a la sociedad, desde las leyes y el sistema de medidas hasta las costumbres y el calendario, todo basado en la razón y libre de prejuicios. Fue entonces que los prejuicios encontraron a su abogado. 

Edmund Burke era un parlamentario liberal británico que llegó a defender la independencia de las colonias americanas pero rechazó a la Revolución francesa, no por su violencia sino por sus fundamentos filosóficos. Para Burke la pretensión de erradicar los prejuicios era una empresa dañina e inútil. El ser humano nace con simpatía por lo que encuentra y predisposición a imitarlo, no a cambiarlo: «Es a través de la imitación, mucho más que por los preceptos, que aprendemos todas las cosas. Ella forma nuestras costumbres, nuestras opiniones y nuestras vidas. Es uno de los eslabones más fuertes de la sociedad».

El lenguaje es un buen ejemplo: nadie lo inventó, todos lo heredamos y nos permite vivir juntos; y si cambia, dice Burke, lo hace lenta y orgánicamente, por fuera de cualquier plan preestablecido. Lo mismo pasa con las costumbres, que se consolidan en normas sin que nadie las promulgue. Y con los prejuicios: «En este siglo de luces soy lo suficiente valiente para confesar que somos generalmente hombres de sentimientos no enseñados; que, en lugar de sacudir nuestros antiguos prejuicios, los tenemos en alta estima... El prejuicio convierte a la virtud de un hombre en su hábito; y no una serie de actos inconexos. Mediante el mero prejuicio, su deber se convierte en una parte de su naturaleza». Las personas no somos tan inteligentes como para aprender todo conscientemente, el prejuicio permite una «sabiduría sin necesidad de reflexión». Un informático diría it´s not a bug, it´s a feature.

Los argumentos de Burke inspiraron a generaciones de conservadores. «Burke me convenció de que nuestras creencias más necesarias pueden estar injustificadas y ser injustificables», escribió Roger Scruton en Cómo ser conservador. Pero no todos tuvieron esa lucidez. Recuerdo una buena charla con una de las pocas personas que pronosticaron el triunfo de Trump en 2016. Me explicó que, al haberse formado en publicidad, «veía a la gente como lo que es y no como lo que se supone que debe ser». Y me compartió otros pronósticos: que Macri iba a reelegir, que Pedro Sánchez no iba a formar gobierno, que la crisis climática no era tal… Era una persona inteligente pero negar los propios prejuicios es peor que ser estúpido. Un estúpido (todos lo somos en alguna medida) puede conocer sus límites. Quien se considera desprejuiciado y ve «las cosas como son», no sabe que no sabe, ignora la tubería oxidada que filtra su fresca y cristalina inteligencia.

Los prejuicios—dijo Hans-Georg Gadamer—nos comunican con una tradición a la que pertenecemos y nos resulta ajena a la vez. Sin ellos no entenderíamos al mundo ni podríamos comunicarnos.

La ilusión de un orden

La palabra «paranoia» se empleó desde la Grecia clásica para designar a cualquier tipo de trastorno mental, incluidos los delirios por fiebre. Recién a fines del siglo XIX Emil Kraepelin, fundador de la psiquiatría moderna y enemigo de Freud, fijó el término para designar lo que hoy se llama «trastorno paranoide de personalidad». Con Kraepelin aparece también el carácter necesariamente social de la paranoia. Eso lo entendieron muy pronto sus discípulos, que la vincularon al resentimiento. Y también Salvador Dalí con su método paranoico-crítico: «vivencia ininterrumpida que permite al paranoico tomar las imágenes del mundo exterior por inestables y transitorias, y hasta por sospechosas». Según Maurice Nadeau, fue el método paranoico-crítico lo que llevó a los surrealistas a interesarse en la política y acercarse al comunismo.

El paranoico, dice el Dr. Erich Wulff, es capaz de pensar y sentir el mundo exterior pero no encuentra su sentido inmediato, no puede situar en su realidad a esa taza sobre la mesa, ni sabe cómo comportarse respecto a ella. El delirio paranoico es el intento por compensar ese agujero en la realidad. No se trata de que haya necesariamente una conspiración dentro de la taza, sino que la taza y todo lo demás carecen de sentido evidente, es necesario decodificarlos. Ser paranoico en definitiva es preguntarse patológicamente qué ha sido establecido como realidad, buscar la realidad de la realidad. Eso implica que hay una realidad establecida. Y eso es una cuestión social. 

En Enigmas y complots (FCE, 2016) el sociólogo Luc Boltanski estudia cómo la institución de una realidad por parte de los estados a fines del siglo XIX, es decir la organización y unificación de un conjunto de regularidades inteligibles y coherentes, coincidió con un brote colectivo de paranoia: «Por una parte, la realidad nunca se ha presentado de manera tan organizada, tan robusta y, por ello, tan previsible como en las sociedades occidentales modernas. Pero, por otro lado, y acaso por las mismas razones, su fragilidad, o lo que sospechamos que es tal, surge en primer plano y parece despertar una inquietud sin precedente». Esa inquietud tuvo tres grandes manifestaciones: el auge de las novelas policiales, el interés periodístico por las conspiraciones y el origen de la sociología. 

¿Qué otra cosa hacen las ciencias sociales sino decodificar la realidad, explicar lo visible mediante entidades invisibles (clases, status, capitalismo)? Un policía, un periodista y un sociólogo entran a un bar y se encuentran con un crimen: el policía buscará un móvil y un culpable; el periodista, una explicación intuitiva para sus lectores. El sociólogo deberá manejarse con cuidado: si su explicación es muy intuitiva puede confundirse con el periodista; si es demasiado contraintuitiva puede parecer un paranoico. Es la dosis justa de paranoia y profesionalismo la que le da su je ne sais quoi crítico.

Pero en algún momento las ciencias sociales prefirieron jugar para el Estado y su realidad. En 1964 el historiador Richard Hofstadter publicó The Paranoid Style in American Politics, un influyente ensayo que explicaba como «paranoia» al maccartismo, al bolchevismo, al antisemitismo, al populismo norteamericano de los años ‘30, al milenarismo medieval y a todo lo que no coincidiera con el liberalismo rooseveltiano del autor. En su entusiasmo, Hofstadter olvidaba que hay teorías conspirativas y también hay conspiraciones. «Incluso los paranoicos tienen enemigos reales», dijo el poeta Delmore Schwartz, contemporáneo de Hofstadter y paranoico notable. 

Después de Hofstadter, el «conspirativismo» ha sido un lugar común, denunciado y analizado una y otra vez. Boltanski estudia esas acusaciones y análisis, muchas veces tan apresurados y elementales que no se diferencian demasiado de la paranoia que pretenden desarmar. Por eso cierra su libro con un llamado gremial a que los sociólogos se divorcien intelectualmente del Estado, cuya capacidad de establecer la realidad murió hace rato, asuman ser portadores sanos de paranoia y sigan buscando la realidad de la realidad. Como no soy sociólogo, extiendo el llamado a todos los interesados en analizar críticamente la realidad.

Esta columna podría cerrar concluyendo groseramente que es difícil pensar sin prejuicios e investigar sin paranoia. Los primeros ordenan toda la información; la segunda, cierra el paquete y le da sentido. Pero no confiemos en esta división del trabajo: hay un conflicto político entre ambos. Los prejuicios nos reconcilian con lo dado y heredado, son esencialmente conservadores; la paranoia, en cambio, es una anarquista que desconfía de todo. Son la derecha y la izquierda. Complementando ambas en su medida y armoniosamente alcanzaremos el equilibrio espiritual y político que anda necesitando esta época. O no.

AG

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