Una canción para un país
¿Cuántas Argentinas hay en la Argentina? Sé lo que hiciste el verano pasado: el turismo concentrado, el repliegue interno. Una entre otras: la imagen de la casa con diez pinos, hacia al sur hay un lugar. Esas historias federales, a veces puntiagudas. Patagonia, refugio y trinchera. Esas provincias fuertes, últimas, estoicas tienen un cachito de Argentina que a veces se nos escabulle. En esos vientos glaciales el 2 de abril arrasa el calendario. Lo corta. Hay vigilias donde no falta nadie, un recogimiento que se expande incluso por fuera del memorial. Algo atragantado, pesado, que no hay “estética” ni “representación” que lo salve. (Cómo escribir sobre Malvinas después de la sobre-representación de Malvinas. Cómo devolver el nudo en la garganta, la heroicidad, la altura. Quizá no haya respuesta.) Ushuaia se nombra: la capital de Malvinas. Otra forma de escribir esto: el reclamo histórico de soberanía. Ahí, en su museo de la “Cárcel del Fin del Mundo”, entre presos políticos ilustres, historias de fugas desopilantes y crueldad –la política carcelaria argentina no se cuenta sin ese capítulo–, el museo exhibe cartas de los soldados. Las cartas tienen eso que hoy conocemos tan pocas veces de los demás: el trazo. Escribir de puño y letra. La juventud exuda en esas biromes, en esos firuletes de cursivas. Y en las cartas, que viajan desde las Islas al continente, sobresalen las canciones. Pedacitos de letras. Fragmentos chiquitos. (Otra forma de Escuchar Malvinas). Las cartas, esas canciones.
Lo más íntimo que nos pasa en la vida es la guerra de canciones. De todas las artes, la música es la que está ahí, donde la lengua se resbala. Siempre un poco la música viene de otros, pasa por otros, se la damos a otros. El disco conceptual vive en ese diseño musical que alguien, alguna vez en la vida, nos regala. Antes se grababan cassettes, ahora se comparten canciones con links. Trivialicemos: ¿dónde se puede leer la época? En cuáles son las muertes que llegan a la tapa de un diario, en cuáles son los productos más vendidos en la góndola de un supermercado, en cuáles son las palabras más escritas en el pizarrón de una escuela. Pero, también, la época son las canciones que guardamos en el celular. Dos personas se encuentran y la historia de la música vuelve a sonar de nuevo. Como agarrar un mazo de cartas en el aire y volverlo a barajar. Para todos hay una canción que es el exacto punto de rendición. Una familia, un amor, una amistad, ni hablar un nacimiento. La pasión de la cita y la intertextualidad. Nadie es un “Adán bíblico”, como ha dicho Bajtín, que rompe el silencio del universo por primera vez. Entonces: tener un hijo es tener a quien cantarle las canciones. Alguien en el mundo para el que, por unos años, seremos sus estrellas privadas de rock.
Como dicen a dúo Elis Regina y Tom Jobim, “Son las aguas de marzo cerrando el verano, la promesa de vida en tu corazón”. Pascua significa “salto”, “paso”. En una misma semana conviven la Pascua judía (la conmemoración de la liberación del pueblo judío de Egipto, uno de los nombres es, justamente, “tiempo de nuestra liberación” zman jeiruteinu) y la Pascua cristiana (la conmemoración de la muerte y resurrección de Jesús). Por su histórica vinculación con el calendario, las Pascuas coinciden (más, menos) con el comienzo del otoño –para nuestro hemisferio–. Promesa, la sensación de un año hábil por delante. Pudor, un viernes santo que cae 2 de abril. Las canciones son un lazo y un anzuelo, una punta y un punto. ¿A quién se le canta? ¿Con quiénes se canta? En la Torá figura como יהוה, Jehová. Dios no se nombra, o se nombra sin nombrarlo, porque los mandamientos prohíben decir su nombre en vano. Explícita o implícitamente, arriesguemos, las Pascuas son la guerra de canciones con Dios, con ese nombre imposible. Grandes artistas atravesados por ese significante último en la música. Ya decía San Agustín: quien canta, reza dos veces. Digámoslo fácil: las cosas que importan nacen en la infancia. Y el rock, apuremos, nace en la infancia de Elvis Presley, un chico criado entre el góspel, que dio sus primeros pasos musicales en las Asambleas de Dios, una pequeña congregación ubicada en Misisipi, en el sur de Estados Unidos.
Dios no se nombra, pero buscamos formas de invocarlo. En esa tensión, el mantra de “sexo, droga y rock and roll” y los juguetones acordes de Sympathy for the Devil, entre otros –o hasta el mito urbano de que si se escuchan ciertas cintas al revés suena algo perturbador– conviven con el rock cristiano, el rock evangélico y las múltiples imágenes paganas que van desde Johnny Cash –cuyo country es el primo hermano del góspel para Elvis–, My Sweet Lord de George Harrison; Prodigal Son, de Los Rolling Stones; Perfect Day, de Lou Reed; Joseph, Better You Than Me, de The Killers (sobre la figura de José, el padre de padres). Sobresalen 40, cuando U2 musicaliza el salmo 40; la preciosa Where you lead, de Carole King (que explicita del Libro de Rut “A donde tú vayas, iré yo”, tema que la propia King versionó junto a su hija y después fue el glorioso ícono de la serie Gilmore Girls) y la “trilogía” de Bob Dylan con Slow train coming, Saved and Shot of Love –aunque Dios no es una parte de la obra de Dylan, es Dylan entero–. Ya se ha escrito sobre la relación entre rock argentino y cristianismo, que tiene encima el acta fundacional de La Biblia, de Vox Dei (que recientemente cumplió cincuenta años), joyas como Post-crucifixión (el primer simple de Pescado Rabioso) y esa obra total que es Cristo Rock, de Raúl Porchetto; así como el perfume religioso en Hombre de las cabras blancas, de Gabriela, o la voz de María Rosa Yorio que parece inyectarle Dios a todo lo que enuncia. Es, no casualmente, una mujer quien amplifica el último verso del siglo XX cantado en el siglo XXI. Se trata de Regina Spektor cuando dice: “Nadie se ríe de Dios en la guerra”.
FA
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