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OPINIÓN

La comida preferida del tiempo

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Supongo que para Cristo ser hijo único y de semejante padre debe haber sido un problema. Yo, en cambio, tengo dos hermanos menores a quienes amo de manera atávica. Me acuerdo que hace mucho alguien me pidió un deseo secreto. Y yo dije: morir antes que mis hermanos, siguiendo el orden natural, que no pase al revés. La filosofía, se trate de lo que se trate, a veces es simplemente entender la mortalidad y aceptarla. Aunque mi deseo, está claro, iba a en contra de esa aceptación. La muerte nunca te pide un día libre para encontrarse a tomar algo.

Es un día de verano caluroso desde la mañana y mis amigos han organizado un partido de fútbol. La revancha de un partido anterior, que jugamos la semana pasada. Ese lo ganamos y están eufóricos. Pero yo quedé maltrecho: dolor en un aductor, dolor en el talón de la pierna derecha. Si bien tengo un buen estado físico -porque hace 15 años que hago karate de manera constante (consejo de Sensei Funakoshi, creador del karate do: el karate es como el agua caliente, no puede enfriarse)-, en el rectángulo artificial de la cancha de futbol cinco, compruebo rápidamente que la comida preferida del tiempo es el cuerpo humano. Durante el partido mi cerebro emite cheques que el cuerpo no puede pagar. Pienso jugadas que implican movimientos que solo puedo ejecutar en sueños.

Así que ahora, para la revancha, me preparo con vendajes y elongación intensa. Antes de jugar, tomo un analgésico. Estoy como Héctor a punto de enfrentar la furia de Aquiles, sabiendo que va a perder. Mi último recurso desesperado fue llamar a mi hermano Juan, un crack descomunal, con el que ganamos -junto a Gaby, nuestro hermano menor- varios campeonatos en el barrio. Le pregunto si quiere jugar e, incluso, si quiere jugar por mí. Pero me dice que hace calor y que hace mucho que no juega. Yo le digo que hace años que no entraba a una cancha de fútbol cinco y que, después del partido de ida, quedé aniquilado. Él, lacónico, me dice: “Deberías haber seguido sin entrar”. Mi hermano Juan es de pocas palabras.

Lo contrario del amor no es el odio, es la indiferencia. En el amor está incluido el odio y en el odio está incluido el amor.

Supongo que cuando él nació, yo, que tenía toda la atención de la familia sobre mí, debo haber sentido lo que sintieron los espectadores griegos cuando apareció por primera vez el segundo actor: un estremecimiento.

Después de morir mi padre, mientras ordenábamos su casa, encontré en el ropero los botines Puma con los que jugaba mi hermano Juan. Estaban aplastados en un costado, sucios, con los cordones deshilachados: parecían dos peces muertos hace mucho. Los míos eran Adidas. Porque en la escuela primaria me había enamorado de una chica que usaba unas Adidas negras, con tiras blancas y suela marrón clara, una suela transparente (como el color de los caramelos de miel), con la que ella caminaba casi sin tocar el suelo del patio del recreo.

Una buena puerta para hacer negocios -antes de la Segunda Guerra Mundial- era afiliarse al Partido Nacional Socialista.

Lo contrario del amor no es el odio, es la indiferencia. En el amor está incluido el odio y en el odio está incluido el amor. Los hermanos Dassler pueden dar cuenta de esto. Tenían una fábrica de zapatos que habían heredado de su padre, en Herzdgenarach, Baviera, Alemania. Rudolf era el mayor y tenía una gran habilidad para las relaciones públicas y el marketing. Una buena puerta para hacer negocios -antes de la Segunda Guerra Mundial- era afiliarse al Partido Nacional Socialista. Se afilió. El hermano menor, Adolf, había heredado la habilidad de su padre para hacer zapatillas. Soñaba con lograr el botín perfecto, el calzado que te hiciera jugar y volar. Desde chicos cultivaron una rivalidad: Adolf decía que él tenía el talento para hacer el calzado, Rudolf retrucaba que, sin su habilidad para venderlos, estos se quedaban en las estanterías de la fábrica.

La segunda gran guerra los partió al medio y, algo que estaba incubando en ellos, creció como una plata carnívora. Cuando el conflicto armado terminó, ambos fueron investigados por el comité de desnazificación. Los dos se acusaron mutuamente de haber sido parte de los Nazis. Igual, fueron absueltos después de un careo entre ellos.

Ya liberados, decidieron disolver la fábrica  y se dividieron, como Alemania. Por un lado, Adidas de Adolf, que usó el diminutivo de su nombre “Adi” para nombrar la marca. Del otro, Puma, de Rudolf, porque así lo llamaban sus amigos en sus tiempos mozos. A las dos fábricas, en Baviera, las separaba un río, 500 metros y un campo magnético de rencor que se repelía como polos opuestos de un imán.

En el mundial de 1954, la selección alemana necesitaba botines. El técnico, Sepp Herberger, fue a hablar con Rudolf, le pidió que le diera botines y que le pagara 100 marcos para que el equipo se pusiera los Pumas. Rudolf se negó. Adolf no dudó un minuto y. en la final, bajo una lluvia intensa que embarró el campo, los tapones intercambiables de Adidas saltaron a la fama, consagrando campeona a la selección alemana. Rudolf dijo después, a modo de excusa, que si le pagaba a Herberger los 100 marcos hubiera tenido que echar a tres trabajadores de su fábrica. Justo las tres tiras que ahora tenían los zapatos de Adolf.

Había un matrimonio de gente mayor que tenían dos casas, una de ellas, alquilada por mi hermano Juan. Como el hombre del matrimonio estaba enfermo y se tenía que hacer ver seguido en un hospital cercano a la casa de Juan, le pidieron a mi hermano intercambiar las casas. Al hombre no le quedaba otra, pero le dijo a Juan que cuidara de su casa, porque la quería mucho. Hace poco el hombre murió. Mi hermano se enteró por la noche, lo llamó la esposa para avisarle.

Al otro día, me cuenta Juan, un pájaro entró en su casa. Y lo viene haciendo desde entonces. A veces se queda en el balcón donde mi hermano le pone comida y agua. Para avisar que está, golpea con su cuerpo el vidrio de la ventana. Mi hermano, que es fotógrafo, lo tiene grabado en su cámara digital. Los dos lo miramos. ¿Qué pájaro será?, le digo. Tiene pequeños colores en la cabeza y es un poco más grande que un gorrión.

Qué importa, me dice Juan. 

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