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Opinión

Culpa, miedo y empatía

Mattia Ascenzo

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En este artículo voy a explicar una idea básica y sencilla del psicoanálisis, para luego aplicarla a una situación cotidiana que relaciona las nociones de empatía y culpa. Quizá no sea fácil para un lector desatento, pero esta vez no tengo ganas de opinar sobre un tema. Esta vez no tengo ganas de escribir una columna de opinión, sino que prefiero desarrollar una idea a partir de una serie de consideraciones. Creo que será para mayor beneficio de quien lea con ganas entender un aspecto del funcionamiento psíquico.

Empiezo con una premisa: el problema con los impulsos hostiles es que no se los puede reprimir. Solo se los puede disociar; pero lo disociado se vive en el yo como algo extraño, la amenaza interior se proyecta como castigo. 

Ejemplo típico: tengo miedo de que al otro le pase algo [lo disociado: de acuerdo con mi deseo hostil]. La serie es disociación-proyección, pero la causa de la disociación es la culpa. Entonces, más miedo tengo de que al otro le pase algo, más culpa siento. 

Por eso la tramitación de estos temores suele ser a través de formaciones reactivas, que inhiben y limitan la vida, que llevan al control y la rigidez. Parece una neurosis obsesiva, pero no lo es. La obsesión surge de la represión de impulsos eróticos. 

La elaboración insuficiente de impulsos agresivos es una coordenada corriente en la vida contemporánea, desde las fantasías de temor como la que mencioné (cuyo modelo normal es el temor infantil a la muerte de los padres) hasta la atribución de maldad al otro y la suposición de intencionalidad. En una escala simple este último fenómeno también es normal. Este es el origen de la empatía: la proyección de mi propia hostilidad es la fuente de que pueda ponerme en el lugar del otro, porque antes lo pongo en mi lugar. 

Una teoría de la mente que no se base en los mecanismos defensivos primarios corre el riesgo de ser demasiado apolínea y superficial; pero antes de ofrecer otra versión de la noción de empatía, voy a decir algo más sobre la culpa.

La culpa es el primer afecto ético del sujeto. Lo curioso es que su surgimiento es pre-moral, porque se es culpable mucho antes de poder distinguir entre lo bueno y lo malo. La culpa es inicialmente por haber rechazado al otro (en el destete) y tiene su resolución en la constitución del don (con el control de esfínteres). Pero incluso con el don (que es la antesala del perdón) todavía es pre-moral: un niño pide disculpas y dice que no va a hacer más algo que no sabe qué es, apenas quiere que el otro no lo deje de querer. 

La fantasía pre-moral de la culpa –previa al complejo de castración–, se resume en el miedo a que el otro se enoje. Por eso Françoise Dolto decía que el castigo en un niño tiene que reducir la culpa, porque antes de la distinción moral de lo bueno y lo malo, la sumisión al otro solo redunda en más transgresión si se lo culpabiliza. 

Es con el llamado “complejo de castración” que surge la aptitud moral que vincula un acto con una consecuencia –por eso, aunque Freud haya usado un mito obsesivo como el de la horda, su vigencia para explicar la génesis de la culpa moral es concluyente para mí: el mito es obsesivo, pero la fantasía parricida no lo es. 

De todos modos, lo que me importa señalar es cómo más allá del niño nos encontramos hoy en día con muchos adultos con un funcionamiento psíquico pre-moral, es decir, cuya ética se resume en estar bien con el otro sin tolerancia al conflicto. Incluso me sorprende que a veces quieran llamar “política” a esta regresión psíquica. Personas que sólo pueden vivir divididas entre aquellos por quienes quieren ser amados y a quienes odian por efecto de disociación de las propias pasiones hostiles. 

Quizá lo que llamamos “grieta”, en cualquier ámbito, no sea más que esta fijación pre-moral en el complejo fraterno. Sin ese pasaje por una moral mínima, lo que algunos llaman “política” no es más que una legitimación indirecta de venganzas personales. No por nada ésta es la época de los trolls, haters, etc. Porque sin culpa, no hay vergüenza.

Después de este rodeo por la culpa, volvamos a la empatía. Planteo la situación: cuando le decimos algo a alguien, podemos decirle lo que vemos –como una verdad en la cara. Esto es un acto hostil.

Podemos ser hostiles porque sentimos algún tipo de rechazo. Aunque sea duro, es real que hay personas que producen o buscan el rechazo –no voluntariamente, claro, pero es un efecto de algo que no pueden sentir y que se desplaza a quien escucha. 

Qué tentador decirles de una vez lo que pensamos o más directamente el efecto que producen, pero no serviría de nada. Además, esa verdad sonaría más a un reto o un castigo. Esta es una pista importante, ya que permite entender que eso que no pueden sentir estas personas se relaciona con un fuerte sentimiento de culpa.

Entonces más que actuar ese rechazo o si algo nos enoja, se vuelve fundamental no actuar ese rechazo (o enojo) y sí tratar de entender su causa: el modo en que nuestra sensibilidad queda invadida por un elemento extraño y se defiende expulsivamente. Además, es muy posible que eso que rechazamos se relacione con algún punto ciego propio.

La empatía en psicoanálisis no está en sentir lo que el otro siente, sino lo que no siente y se actúa y nos hace actuar.

Una empatía emocional y compasiva no es de mucha ayuda, tarde o temprano agota; si no produce algo peor: victimiza al otro y sabemos cómo termina eso: a quien se considera un pobrecito, se lo termina tratando sádicamente.

Pero esto no quiere decir desechar la empatía, sino construirla como una noción más precisa y operante. La empatía no reduce lo extraño del otro, sí me interpela respecto de mi actitud en relación a lo extraño y me obliga a un trabajo sobre mi propio inconsciente.

La empatía es una de las formas de comunicación de inconsciente a inconsciente.

LL

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