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Contra el resto del mundo Opinión

Derecho a borrar

Vida digital/ Marten Bjork

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Mi hijo me trata de vejestorio. Ofrece, al hacerlo, más razones vinculadas a la actitud que a lo etario y, en rigor, más vinculadas a Internet que a otra cosa. Ocurre que, aunque uso y abuso de ella como casi todo el mundo, mis críticas a la dependencia de los dispositivos, los usos idiotas en las redes, la dinámica del algoritmo, la horrenda estética que cultivan muchos youtubers, las shitstorms, las operetas de la política o el aluvión de adultos autopercibidos jóvenes intentando monetizar lo inmonetizable, o monetizando la pavada, en Twich y Tik Tok, entre otras cosas, son permanentes (y sin duda insufribles). Harto de escucharme, pero aún paciente, me invitó a pensar en algo de la web que me parezca realmente bueno. “No pueden ser obviedades”, advirtió, de modo que lo de la democratización de contenidos, o la velocidad con la que circula la información, no valían. Me lo tomé como una especie de desafío y estuve rebuscando en mi cabeza durante bastante tiempo, pero sólo aparecían más cosas que veo negativamente, como editar la propia vida para que parezca mejor de lo que es, militar causas sobre las que no se está bien informado o disfrazar la necesidad de atención con las ropas de la victimización hasta que, el hecho de poder borrar, empezó a presentarse con buena cara. 

Por una asociación que tal vez tenga que ver con la escasa duración de un contenido en un muro o feed, recordé el pizarrón de la escuela en el que aprovechábamos a escribir puteadas cuando la maestra no vigilaba. Había algo performático en eso de dejar correr un impulso reprobable, escribiendo o dibujando cualquier porquería o mentira, pero con la tranquilidad de saber que el efecto duraría muy poco. El forzoso borrado ante la reaparición de la autoridad garantizaba un alivio posterior al exabrupto. Probablemente casi todos los que usamos una red social, incluso muy poco como en mi caso, hayamos caído, al menos alguna vez, ya sea por furia, falta de autocontrol, ignorancia, descuido o nostalgia por la infancia, en postear cosas que hieren a otros, o que pueden dar a pesar que somos lo que no somos o que sostenemos lo que no sostenemos. Probablemente casi todos los que usamos alguna red social nos hayamos dejado llevar, al menos alguna vez, por pasiones tristes, errores de cálculo o repentina imbecilidad, y hayamos subido frases, reflexiones o fotos que, lejos de sumar a algún debate, tendieron a clausurarlo. También pudimos haber difamado a alguien que en realidad queremos o nos cae bien solo por estar momentáneamente enojados, o pudimos habernos hecho los cancheros con observaciones o previsiones políticas erradas; y hasta abyectas. Pudimos haber sido redundantes hasta el absurdo. Y pudimos haber especulado desvergonzadamente, como una tuitera amiga que, sin sonrojarse, me dijo unos días después del atentado contra CFK: “Al principio me cayeron como 200 seguidores al toque sólo por poner un repudio y unas fotos de la plaza, y con unas notas re piolas que compartí sobre violencia política como 100 más, pero cuando empezó lo del montaje se re frenó así que no subí más nada del tema. Ya fue”. Como, aunque pensamos muy distinto en muchos temas, es mi amiga (tan amiga que me permitió consignar acá su ejemplo) repliqué algo tipo “¡Cínica!” y sin vacilar en reconocerlo, se tomó un rato para darme una explicación que resultó esclarecedora, sobre todo para alguien que no tiene Twitter, como yo. “El tema de subir seguidores, juntar favs y retuits, es tan estimulante que te dejás llevar sin pensar. Es como un chutazo de una droga súper especial que te hace olvidar de tu primera intención y solamente pensás en acumular adhesiones”. Es que Internet, con toda su data genial, también está hecha de fragmentación, de tendencias, de pequeños instantes épicos, de pulsiones ardorosas que se apagan tan rápido como un fosforo. Está hecha de esas soledades en las que nos convertimos cuando estamos con ella buscando hacer pie en zonas sin base, está hecha de intersticios, de loops. La disponibilidad para expresarnos (o creer que lo hacemos) que nos ofrece, puede marearnos al punto de pensar que no hay vuelta atrás. Por todo eso, poder borrar es grandioso. Y es más grandioso cuando no es tanto por una espuria necesidad de hacerse el lindo o el inteligente sacando de circulación alguna sandez que dijimos o una foto en la que salimos mal, sino cuando surge del respeto por los otros, de lamentar nuestra insensatez. “El arrepentimiento sincero borra la falta”, dice un antiquísimo dicho sabio. Quizás, el borrado de la era digital, funcione de la misma manera y elimine, con un simple click, algo que, de seguir ahí, nos carcomería.   

NG

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