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ANÁLISIS

La desigualdad es lo que está detrás de las protestas en Kazajistán

The Guardian
Policías kazajos durante las protestas en Almaty el 5 de enero.

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Almaty, la capital comercial de Kazajistán, es el tipo de espejismo que suelen ofrecer los países ricos en petróleo. A simple vista, tiene todos los elementos que representan el confort y el consumo excesivo: centros comerciales ostentosos, hoteles exclusivos y concesionarios de coches de lujo.

Esta es la imagen de prosperidad que a los gobernantes del país les gusta proyectar al mundo. Durante décadas, se ha incentivado a la ciudadanía a pedir préstamos elevados para poder experimentar su parte de este espejismo: comprar pisos, coches e incluso vacaciones que apenas pueden permitirse.

Sin embargo, más allá de los límites de Almaty y de la capital, Nursultán (llamada Astaná hasta 2019), la ilusión empieza a parecer resquebrajada. Y las causas de las protestas que actualmente sacuden al país centroasiático salen a la luz. El salario medio mensual es inferior a 530 euros. Los policías, los médicos, los profesores y todo tipo de funcionarios complementan su escaso salario con sobornos.

En el extremo occidental de este vasto país, que es cinco veces más grande que España en extensión pero con un tercio de su población, se encuentra la árida provincia de Mangystau, donde se concentra la mayoría de las reservas de petróleo de Kazajistán. Es aquí donde ha originado el malestar que ahora se apodera del país.

Férreo control y profundo malestar

El Gobierno quiere introducir las reglas del libre mercado y enterrar de una vez por todas los vestigios de la economía planificada que imperaba cuando Kazajistán era una república soviética. Con este espíritu, ha eliminado gradualmente las subvenciones al gas licuado de petróleo, el combustible que muchos habitantes del oeste del país utilizan para sus coches. El día de Año Nuevo, los conductores se despertaron y descubrieron que llenar el depósito les costaría el doble que el día anterior. Así estallaron las manifestaciones.

Este tipo de arbitrariedades son especialmente graves en el oeste del país. ¿Por qué, si sus regiones contribuyen tanto a la riqueza del país, se invierte tan poco en infraestructuras básicas? ¿Por qué los trabajadores petroleros extranjeros ganan mucho más que los kazajos? ¿Por qué el Gobierno no escucha las quejas de la gente hasta que esta sale en masa a la calle?

Esta última pregunta es clave para entender lo que ha ocurrido las últimas semanas. El Gobierno de Kazajistán, como muchos de sus homólogos autoritarios, ha optado por destrozar sus mecanismos de opinión pública. Ha invertido considerables fondos en un sistema conocido como “orden estatal”, financiando a los medios de comunicación –incluso a los que no pertenecen al Estado– para que transmitan las noticias sobre las políticas del Gobierno desde un ángulo optimista. Los pocos medios de comunicación que intentan hacer una cobertura crítica se enfrentan al acoso y a las acciones legales.

Algunos temas están absolutamente prohibidos. En octubre, un medio de comunicación, Hola.kz, se tomó la libertad de informar sobre noticias relacionadas con el expresidente, Nursultan Nazarbayev, gracias a la filtración de los Papeles de Pandora. Aunque Nazarbayev se apartó de sus funciones en 2019, hasta ahora se se creía que seguía ejerciendo una considerable influencia en la gestión del país. 

La web fue bloqueada inmediatamente. El Estado afirmó que no había prohibido la web y esta volvió a estar operativa 10 días después. La legislación adoptada en 2010 convierte en delito con pena de prisión cualquier cobertura de Nazarbayev y su familia que se considere insultante, difamatoria o excesivamente invasiva.

Este férreo control genera frustración y oculta la evidencia de un profundo malestar social. Por ejemplo, el índice de suicidio de adolescentes es un grave problema en el país. En 2008, Kazajistán se convirtió en uno de los peores lugares del mundo en cuanto a suicidios entre jóvenes de 15 a 19 años. Las cifras disminuyeron en la década siguiente, pero volvieron a aumentar con la pandemia de COVID-19.

Represión de las protestas

Tuvo que producirse un incendio mortal en la ciudad de Nursultán, en el que murieron cinco niños de una misma familia en febrero de 2019, para que el Gobierno se abstuviera de enviar a la Policía a reprimir las protestas de ciudadanos que exigían más ayudas para los hogares con bajos ingresos. Ni siquiera la Policía kazaja se atrevió a frenar esas protestas, como suele hacer hasta con las concentraciones más irrelevantes.

Un síntoma de este malestar es que cuando comienzan las temporadas de protestas, su alcance se amplía rápidamente. Los habitantes de la ciudad petrolera occidental de Zhanaozen salieron a la calle el 2 de enero para exigir una bajada de los precios del combustible. Dos días más tarde, cuando los habitantes de Almaty, a unos 1.200 kilómetros de distancia, salieron a la calle, las consignas habían cambiado. Los cánticos de “¡shal ket!” [en kazajo, “¡caramba con el viejo!”] en referencia a Nazarbayev, se convirtieron en un cántico habitual en las concentraciones antigubernamentales.

En un sombrío eco de las revueltas en muchos otros países autoritarios, el entusiasmo no tardó en torcerse. La Policía antidisturbios se abalanzó contra los manifestantes con gases lacrimógenos y granadas de concusión para dispersar a las columnas de manifestantes pacíficos que marcharon hacia la Plaza de la República de Almaty. El mensaje fue claro: las manifestaciones masivas de disidencia no son aceptables.

Y así, un contingente más violento ha entrado ahora en escena. Es difícil saber qué está pasando exactamente en el país, ya que el Gobierno ha cortado Internet y los teléfonos no funcionan. Los testigos presenciales de Almaty que han conseguido difundir la información hablan de continuos intercambios de disparos en pleno centro de la ciudad. Las autoridades afirman que algunos hombres armados intentaron apoderarse de una torre de televisión. Decenas de personas, entre ellas al menos 18 agentes, han muerto. 

El pasado viernes, las autoridades describieron la situación en Almaty como un ataque sofisticado y bien preparado contra Kazajistán por parte de una banda terrorista armada que cuenta con miles de integrantes. “Nos enfrentamos a bandidos armados y entrenados, tanto locales como extranjeros”, dijo el presidente, Kassym-Jomart Tokayev, en la televisión. “Debemos destruirlos. Y lo haremos en breve”. Hasta ahora la identidad de estas personas es un misterio.

Pese a ello, Tokayev ya está arremetiendo contra los medios de comunicación y la sociedad civil y ha afirmado que han sido los “llamados medios de comunicación libres” y los actores externos los que instigaron los disturbios.

Estas declaraciones presagian más represión por parte de las autoridades, que seguirán dando la espalda a los penurias de Kazajistán. El viejo espejismo de la abundancia del mercado libre y la satisfacción popular se ha roto, por lo que el Gobierno tendrá que trabajar el doble para que el próximo sea más convincente.

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Peter Leonard es responsable de Asia Central en la web de noticias y análisis Eurasianet.

Traducido por Emma Reverter.

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