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OPINIÓN

Un Fito, varios Fito, todos los Fito

Rodolfo Páez

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Conozco gente que quiero y respeto que lloró con El amor después del amor. La lágrima, ahí, como prueba de valor irrefutable y, además, una advertencia: con mis emociones no se jode. En parte tienen razón, cómo invadir una zona tan querida de la subjetividad y la experiencia. Cualquier observación crítica podría ser considerada profanatoria. Formulado de esa manera, el imperio absoluto de los sentimientos clausura toda discusión.

Pero no. Habría que abrirlas. Quisiera ir más allá de los enternecimientos y turbaciones, las razones privadas. Ante todo, me ha resultado llamativo el valor que se le ha asignado al efecto de duplicación. Rostros y rastros de época. Tecnologías. Trazas de legitimidad en 3D. Cómo si una mayor eficacia fisonómica hubiera sido garantía de un viaje creíble hacia el.pasado. Se saludó que los actores y actrices “se parecieran” a sus referentes (un hijo que representa al padre, Baglietto, le sumó el código genético a la simulación. De Iván Hochman se resaltó en tanto su condición de sosía de Fito, cuando es, ante todo, un actor promisorio). Se ponderó que los cantantes se hubieran acercado a las voces de los protagonistas “reales”. Que fueran, en definitiva, esas mismas gargantas (Agustín Britos, el uruguayo de 33 años que replicó a Páez amaga con autonomizarse, tener vida propia aunque prestada y amenizar veladas televisivas para extender el efecto reverberante de la serie). Victoria de la superficie. Los rechazos tuvieron que ver en parte con los mismos argumentos pero en sentido contrario: la mimesis, se dijo, había sido fallida, tanto en algunas caracterizaciones como en el canto (santo remedio, se habría arreglado con inteligencia artificial). Seguramente esas voces falsas obedecieron a los límites que impone el copyright. Voces torcidas por el derecho de reproducción. Giros alrededor de la identidad y sus permanentes dobles negativos, tan de esta época (la piratería, la protección de patentes, el fraude bancario, el robo de claves y la inteligencia artificial que recrea escenas).

En 1916, un actor mexicano, Charles Amador, se cambió su nombre por el de Charlie Aplin, se disfrazó de “vagabundo”, se puso bigotes, calzó zapatos más grandes que sus pies y filmó una película que fue una copia de The Kid Auto Race at Venice, la primera aparición del Charlie “auténtico”. Nueve años más tarde, Chaplin le ganó el juicio a Aplin. El Tribunal de Apelaciones de California dictaminó en 1928 que solo él podía ser él. Amador pagó su pena plagiaria con el anonimato. Y un mostacho, el de Chaplin-Aplin, nos lleva a otro para ir entrando en tema: Rafael Filippelli y los guionistas Beatriz Sarlo, Mariano Llinás y David Oubiña intentaron eludir el condicionante del verosímil en la película Secuestro y muerte que tematizó en 2010 el asesinato de Pedro Eugenio Aramburu por parte de Montoneros. Se decidió reconstruir el episodio al margen de los juegos de las apariencias (físicas y sonoras) para internarse en otra dimensión de uno de los grandes problemas de los setenta. Y así, al rostro del actor que representaba al ex dictador le añadieron bigotes. La pilosidad señalaba una distancia que, supusieron, ayudaría a pensar. Claro: una cosa es tematizar la violencia política y otra es contar con aires de telenovela el ascenso, caída y redención de un talentoso autor de canciones (nadie lo hubiera aceptado rubio, sin lentes, con una nariz espigada, y que se llamara “Tito”).

Esa metodología del distanciamiento no es funcional a una tentativa de autocanonizacion en vida del personaje principal de El amor… La serie se mueve por otros andariveles. Su tono es más cercano a Tango feroz, de Marcelo Piñeyro, o la serie sobre Luis Miguel, que, digamos, Sid and Nancy, de Alex Cox, o Last days, la película de Gus Van Sant sobre Kurt Cobain. En lo personal me hubiera atraído más ver una película al estilo de la que realizó Eric Idle, uno de los capos de Monty Python, para parodiar la beatlemania a partir de la historia de una banda de realidad alternativa, The Rutles. All you need is cash tiene una doble inscripción, de un lado, claramente, “All you need is love”, la enorme canción de los fab four. De otro,We´re only in it for the money, el disco de Frank Zappa y The Mothers cuya portada se burla de la de Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band. El filme de Idle se enhebra alrededor de canciones que pueden escucharse como farsescos ejercicios de estilo de aquellas que hicieron cantar a buena parte del planeta. “Ouch”, es una emulación de “Help”, “Nevertheless”, festivamente siamesa de “Within You Without You”, y “Let's Be Natural” se mofa de Paul McCartney (Dirk McQuickly, interpretado por Idle) en el filme Let it be. Todos los tópicos de la beatlemania son puestos patas para arriba. Ron Nasty, la parodia de John Lennon, a cargo del entrañable Neil Innes, se enamora de una nazi en una galería de arte. All you need is cash cuenta con la propia complicidad de George Harrison, quien hace de un periodista que intenta sacar a luz la bancarrota de Rutle Corps, empresa multimedial simbolizada con una banana. Hasta Mick Jagger se suma a la fiesta de las duplicaciones contando cómo conoció a la banda.

La biopic tuvo su compensación. Me llevo al libro en el cual se basa, Infancia y juventud, el primer tramo de las memorias de Fito Páez. Y ahí sí que sucede otra cosa. Vale la pena leer su vida.

Antes, hablemos de Uma autobiografia, de la recientemente fallecida Rita Lee. Ella reconoce que “apenas recordaría las danzas de la vida en las que bailé” debido al peso de los “fuegos existenciales que yo misma encendí”. La solución la encontró en un fan que no solo tenia cinco copias de cada disco sino que sabía todo sobre su vida, lo que le ahorraba ir a buscarse en los yacimientos de Google. Eso le permitió escribir. Pero qué. El libro comienza con un poema: Después de que envejezca/ Ya nadie necesitará decirme/ Lo extraño que es/ Ser humano en este tiempo de partida/ Es el final del camino/ Después del camino comienza una gran avenida/ Al final de la avenida/ Hay una oportunidad, una oportunidad, una nueva salida/ ¿Cuál es la moraleja? ¿Cuál será el final?/ De esta historia/ No tengo nada que decir, así que digo/ No tengo mucho que perder, así que juego/ No tengo tiempo para morir, así que sueño. Para la bella Lee, lanzar hacia atrás la flecha del tiempo tiene por lo tanto algo de aventura e implícito error. Porque, ¿quién es el que recuerda?

A la memoria -y esto nos debe conducir a Infancia y juventud- se vincula una ambición, una pretensión: ser fiel al pasado. Si se puede criticar a la memoria por su escasa fiabilidad es precisamente porque, dice Paul Ricoeur, es nuestro único recurso para significar el carácter de aquello de lo que declaramos acordarnos. Nadie pensaría en dirigir semejante reproche a la imaginación, en la medida en que ésta tiene por paradigma lo irreal, lo ficticio, lo posible. Roland Barthes por Roland Barthes trata de problematizar esa limitación. El autor informa en otra ocasión del sentido que tiene este tipo de escritura: “Toda biografía es una novela que no osa decir su nombre”.

¿Cómo trazar entonces una línea de demarcación entre autobiografía y novela autobiográfica, entre los discursos ficticios y factuales? Para Philippe Lejeune podría hacerse sobre la base de un “pacto autobiográfico” por el cual el autobiógrafo se compromete explícitamente no a una exactitud histórica imposible, sino al esfuerzo sincero por vérselas con su vida y entenderla. Paul de Man rechaza esa pretensión. Dice que, sobre la base de ese modelo, el lector se convierte en juez, en poder policial encargado de verificar la autenticidad de la firma. El artículo de De Man, sostiene por su parte Sarlo, es una “crítica radical” a la posibilidad de establecer cualquier sistema de equivalencias sustanciales entre el “yo” de un relato, su autor, y la experiencia vivida. La llamada autobiografía sería indistinguible de la ficción en primera persona. Reformulando su idea, Lejeune afirma en La autobiografía de los que no escriben que uno es siempre varias personas cuando escribe y que todo el mundo llevaría dentro de sí una especie de borrador, “perpetuamente retocado, de la historia de su vida”.

Varios Fito se despliegan por lo tanto en Infancia y juventud. Horacio González tenía razón: Páez escribe bien, por momentos muy bien. “De niño conocí el olor de la muerte. Ningún niño está preparado para oler a la muerte. Tiene un aroma muy particular. A flores marchitas. A encierro. Todos los sábados, cerca del mediodía, durante varios años, mi padre me llevaba a enfrentarme a la lápida de mi madre”, leemos apenas al comenzar. Su libro quisiera no desentonar frente a otras notables memorias de músicos, pienso en X-Ray, de Ray Davies, o M train y Cuando éramos niños, de Patti Smith (a veces Fito lo logra). Aunque no alcanza la hondura conceptual y crítica de Verdade tropical, de Caetano Veloso, un trabajo que es, también, una agudísima historia cultural de la modernidad brasileña, descubrimos a un Fito reflexivo y punzante en numerosas páginas de su autobiografía.

Nací en una casa antiperonista. Se llamaba “sediciosas” a esas personas que mataban sin razón alguna y alteraban el orden. Los diarios de la época estimulaban esa sensación. Era todo muy confuso. No tenía quince años todavía. Pero había algo que no llegaba a creerme. ¿En qué iba a creer un niño cuya madre había fallecido a meses de nacer? ¿De héroes y villanos iba la cosa? Nunca me gustó la cara del almirante Isaac Rojas que mi padre tenía pegada en la pared al lado de su cama.

 O su percepción de la llegada de la dictadura: La sangre bajo las armas comenzaba a ser materia de todos los días. Y así, las intrigas palaciegas y el terrorismo de Estado. Y las traiciones y las entregas de compañeros y compañeras. Y toda aquella muerte luchando para la liberación de millones de personas que no deseaban ser liberadas.

No le falta lucidez al pasar revista al menemismo: Había que colocar a la Argentina en el mundo. Yo no acordaba con aquel posicionamiento que dejó a tanta gente tan perpleja y a la intemperie. Pero por otro lado, disponía de mis pocas armas, balas de pólvora húmeda. Me molestaba todo aquello. Tuvo olor a traición. De todas maneras, a nadie en las altas esferas de la política le importaba un bledo mi opinión.

Páez vuelve sobre sus primeros discos por fuera de la educación musical paterna: Quadrophenia, de The Who, Tales from Topographic Oceans, Fragile, Close to the Edge y Relayer, de Yes, el Genesis de Peter Gabriel, Gentle Giant, Frank Zappa, el Köln Concert de Keith, de Keith Jarrett, Charlie Haden, Pat Metheny; relata con ternura su iniciación sexual a los 17 años, revisa relación paterna, cuenta su encuentro con Liliana Herrero, la llegada providencial al mundo García y la entusiasta aceptación de los artistas mayores siendo un gurrumín, desde Charly a Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa y Caetano, prueba contundente de cuán fulgurante fue su irrupción. No faltan situaciones delirantes, como el intento de Enrique Llopis de cambiar por completo la letra de “La vida es una moneda” para ponerla al servicio del socialismo rosarino (una duplicación imperdonable), la entrada de contrabando de su piano Yamaha a través de Paraguay, la vez que el exmonto Rodolfo Galimberti se ubicó a su espalda en un concierto de Fabiana Cantilo y le agradeció cuánto la cuidaba, el viaje a Alemania Oriental, pocos meses antes de la caída del Muro de Berlín.

Las páginas sobre el asesinato de su abuela y su tía son estremecedoras y, quizá, una prueba de que semejante atrocidad, el crimen y su impiadosa espectacularizacion, no deberían haber pasado por el tamiz de una pantalla edulcorada. Intuyo que ni siquiera alcanzan las palabras para ir al corazón de semejante dolor, aunque, finalmente, no hay otra cosa que la escritura para aproximarse.

Desaparece el paso del tiempo como lo conocemos. La angustia penetra en los huesos y no permite la posibilidad de ningún futuro.

Fito escribe y admite: no es teorizable semejante situación límite.

La muerte borra todo proyecto de futuro. La herencia no es nada más que una mosca en el lomo del elefante, que ahora tiene las cuatro patas sobre mí. La estupidez de cada palabra que me metí en la boca se me revelaba como una ametralladora de balas y me dejaba sin respiración. Yo no vengo a ofrecer mi corazón era un sentimiento lícito. Hoy se me revela con más claridad. Incluso habiendo aceptado argumentos para seguir adelante, se hace más un concepto que una realidad.

Los asesinatos fueron “un yunque muy difícil de cargar”. Páez describe a Luis Alberto Spinetta, sentado frente a él, retándolo con la fuerza de un padre porque, le dijo, no podía andar así por la vida.

Fue una larga parrafada. También el primer límite con autoridad que recuerdo haber sentido después de la figura mi padre. Eso era el amor. Alguien tenía que poder decirte algo. Yo estaba autodestruyéndome. Sin eufemismos ni metáforas. Estaba sumido en un lento suicidio alcohólico. Y Luis iba a hacer todo lo que estuviera a su alcance para que eso no sucediera. Aún guarda mi memoria esa imagen borrosa, en cámara lenta, de sus labios y sus brazos agitándose. Recuerdo el sonido de su voz y sus gestos reprobatorios. Luis estaba intentando protegerme de muchas cosas.

El libro, más allá de algunas hipérboles discutibles (por ejemplo cuando habla del unísono de carácter “beethoveniano” del riff de “Ciudad de pobres corazones”), permite densidades a las que la serie no puede llegar. Si bien ambos objetos terminan igual, con el instante consagratorio, en sus memorias el autor se permite grageas de mordacidad sobre el modo en que comenzó a ser mirado y mimado al llegar al cenit comercial. “Ceci (Roth) y yo éramos la frutilla del postre en cualquier situación social. Éramos deseados. Quedábamos bien. Qué gracioso resulta, aún hoy, esa percepción que tenían algunas personas sobre nosotros”. Ese Fito “triunfaba en un país que se hundía. Extraña paradoja”. Y la biopic lo es también.

Dejemos de lado los gustos y los llantos, tratemos de encontrar otras razones de su impacto, al menos en Argentina. El amor… es sustraída de cualquier contingencia política. La trama histórica solo nos remite a la dictadura. La frágil transición democrática despunta como una fiesta lateral del rock solo manchada por desgracias individuales. Quizá ese sea una de los motivos de su atracción. Así y todo, la serie puede formar parte de una misma constelación sobre los ochenta que incluye Argentina 1985, la película de Santiago Mitre, y Viedma, la capital que no fue, el documental de Leandro Colás. Objetos cuya recepción invita a la pregunta sobre lo que pudo ser este país. Agregaría a ese corpus de 2023 Diario de una temporada en el quinto piso. Juan Carlos Torre formó parte del equipo de Juan Sourrouille en la secretaría de Planeamiento que buscó, con todo el aval de Raúl Alfonsín, encarrilar la situación económica después de la caída del primer ministro de ese ramo, Bernardo Grinspun. Torre grababa casetes, tomaba apuntes en libretas y cuadernos: ¿Qué hacer con ellos?, me pregunté. Una opción era utilizarlos como fuentes para escribir un ensayo con eje en la reconstrucción histórica de esa experiencia. Colegas míos esperaban que así lo hiciera, ponderando las habilidades para contar historias que había mostrado en mis trabajos académicos. Preferí, en cambio, mantenerlos como tales y reproducirlos bajo la forma de un diario. Con esta opción quise ponerme a salvo de las trampas de la memoria histórica. Con frecuencia, ella juega a las escondidas con los hechos del pasado para encadenarlos selectivamente en un relato al servicio de las expectativas del presente.

Y aclara Torre en su prólogo algo que vale para el texto de Fito: No considero que los testimonios en primera persona ofrezcan una materia prima libre de impurezas, pero por lo menos tienen la ventaja de poner las cartas sobre la mesa al hacer más visible el punto de vista de quien habla, describe, juzga.

Agregaría a esta serie sobre el tiempo escurrido (y extrañado) el ensayo biográfico sobre Alfonsín de Pablo Gerchunoff, El planisferio invertido.

La “nostalgia” que suscitan los ochenta podría entenderse como reacción a la profetizada inminencia de cierre de un ciclo histórico, el mismo que había sido inaugurado con aquella promesa de Alfonsín: solo la democracia podría dar de comer, curar y educar. El éxito de un fracaso reverbera detrás del manojo de canciones e imágenes. Volver a los días en los que un joven de 22 años cantaba “quien dice que todo está perdido”, con ese “yo” mayúsculo, enfático y sobrecogedor, y esa fuerza de voluntad que proponía cambiar la casa “por cambiar” nomás; regresar a esa década de la mano de un doble, casi doblados, parecería ser un reconocimiento de que todo - lo poco que tenemos en común- corre el peligro de perderse.

AG

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