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Opinión

Las horas críticas: el Covid y la novela decimonónica

Las horas críticas

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Cuando era chica y más todavía de adolescente consumía cuanta novela decimonónica se me cruzara, muchas de ellas francesas, inglesas o rusas, y era clavado que algún capítulo incluyera un episodio de enfermedad. El o la protagonista del trance desafortunado, a menudo un niño o una niña, padecía un grave mal, por lo general tisis, el modo en que esas novelas llamaban a la temida tuberculosis. La familia, angustiada, recurría al médico de cabecera, que durante varios días una y otra vez visitaba al enfermo y daba sus recomendaciones, que desplegaban un menú que me parecía fascinante por lo exótico y lo rudimentario: ventosas, cataplasmas, aceite de ricino, compresas frías para la fiebre, sahumerios con hierbas depurativas, ungüentos varios, purgas y las omnipresentes sangrías. Hasta que, indefectiblemente, llegaba el momento crítico de la enfermedad, que solía coincidir con esas horas de la noche en las que los temores siempre parecen agigantarse. Había que atravesar esas horas y solo entonces se sabría si la recuperación era posible, o si el desenlace resultaría fatal. Morbosa, hipocondríaca, yo pasaba las páginas con ansiedad esperando la conclusión de la crisis como una pariente más, mientras en mi disociación lectora pensaba qué terrible mala suerte habría sido nacer en la era previa a la invención de los antibióticos y los grandes descubrimientos de la medicina del siglo veinte, mi siglo. 

Las novelas lo narraban con una fórmula siempre más o menos parecida de hechos que se sucedían: el médico llamado de urgencia en plena noche (en general se lo iba a buscar en carruaje en medio de la nieve o de la tormenta), la entrada del médico a la habitación donde el enfermo o la enferma yacía en penumbras con los ojos cerrados, la espera tensa de la familia del otro lado de la puerta, la reaparición del médico con gesto adusto. “Solo queda esperar, su suerte depende de cómo pase estas horas”, solía ser el dictamen, palabras más, palabras menos. Para mi alivio, lo más habitual era que el enfermo (o la enferma) superara el momento crítico y, como por arte de magia, se despertara al día siguiente de excelente humor, cubierto en un sudor benéfico, con ganas de sacudirse las frazadas y zamparse unos huevos revueltos mientras pedía que alguien abriera las ventanas para dejar entrar el aire y el sol.

Hace una semana tuve Covid. Se contagió primero mi hija menor y seguimos los demás, prolijamente, por si nos hacía falta comprobar la eficacia del virus en su cometido odioso: mi hija mayor, mi marido y yo. Con un detalle: habíamos ido a pasar cuatro días de vacaciones a Colonia, Uruguay, en coincidencia con mi cumpleaños y el año nuevo y terminamos quedándonos catorce, en una posada pequeña y hospitalaria (palabra que adquirió un sentido inesperado) frente a una plaza en pleno casco histórico de la ciudad. Mi hija menor, después de varios intentos, logró que nuestra obra social la hiciera llamar por una médica de un servicio tercerizado de seguimiento para pacientes con Covid. La médica, joven, colombiana a juzgar por su acento, era buena profesional y mejor persona, y la llamó puntualmente cada tarde durante siete días, e incluso contestó sus preguntas ansiosas en plena noche de año nuevo y durante el sagrado feriado del primer día del año. Pero el Covid estalló fuera de toda proporción y los protocolos hasta entonces más o menos en funciones volaron por los aires. En los días sucesivos, ni mi hija mayor ni mi marido ni yo logramos que nos contactara ningún médico de nuestra obra social ni de los servicios de asistencia al viajero que supuestamente incluyen nuestra prepaga y nuestra tarjeta de crédito. Cuando, al cuarto día de estar enferma y confiada en que ya estaba de salida, de pronto me subió la fiebre y sentí que la respiración se me acortaba, me desesperé. Los llamados a contestadores automáticos varios con el altavoz del celular encendido llegaron a durar una hora reloj: una hora entera de escuchar el mismo mensaje desde el aparatito sobre la almohada que repetía que estaban en situación de emergencia pero que por favor esperara, que mi llamado ocupaba el tercer lugar de una misteriosa fila inmóvil y que pronto me atenderían. No sucedió. Nunca. 

Pero, como en las novelas decimonónicas, la mañana del quinto día amanecí sintiéndome mejor. La bota de cowboy sobre el pecho de que habla Fabián Casas y la fiebre habían cedido, y solo quedaban la congestión, los dolores en encías, paladar y oídos, la molestia en la parte baja de la espalda, la leve náusea, en fin, pavadas. Había pasado las horas críticas y estaba del otro lado. Tenía muchas ganas de tomar el café al que ya no le sentía ese horrible gusto metálico.

Hace varios años tuve dos tipos de cáncer distintos con sus respectivos y duros tratamientos. Muchas veces sentí incertidumbre y angustia, pero jamás me sentí desamparada por el sistema médico. Sabía, por supuesto, que éste tiene sus límites, y que no tenía (no tengo) nada garantizado, pero también sabía que estaban haciendo todo lo posible por ayudarme y que eso, lo posible, por suerte era mucho. Cuando me repuse un poco del Covid me acordé de esas escenas de las novelas decimonónicas y del desconcierto que me provocaban cuando era chica. ¿Pero cómo? ¿No había ningún remedio para curar o intentar curar al enfermo? ¿Solo quedaba esperar? ¿Eso era realmente lo único que se podía hacer? Lo mismo exacto sentí esos días en la amable posadita coloniense. Nadie podía hacer nada por nosotros, la institución médica brillaba por su ausencia y, cuando aparecía, como la buena de la médica colombiana, era para repetir con voz fatigada una letanía de consejos que hacen que los del médico de las novelas decimonónicas parezcan sofisticados en comparación: mucha agua, descanso, bajar la fiebre, esperar la remisión de los síntomas. Eso: esperar y confiar en que, efectivamente, nos hubiera tocado una versión leve de la enfermedad.

Nadie podía hacer nada por nosotros, la institución médica brillaba por su ausencia y, cuando aparecía, era para repetir con voz fatigada una letanía de consejos que hacen que los del médico de las novelas decimonónicas parezcan sofisticados en comparación

El Covid es como volver atrás en el tiempo porque todavía no hay ningún remedio específico al alcance para curarlo, ni siquiera para tratarlo. Hay, como todo el mundo sabe, tratamientos que se prueban en los casos extremos y muchas veces funcionan, que sin embargo recurren principalmente a algo tan elemental como el oxígeno. Y hay vacunas, por suerte. En mi familia todos teníamos dos dosis. Intuyo que mi caso particular habría sido bastante más severo de no estar vacunada. Los números decrecientes de internados y fallecidos van en el sentido de esa intuición, que se vuelve una certeza: las vacunas no evitan el contagio pero mitigan la seriedad de los cuadros en la mayoría de los casos. No es poco, claro. Más bien es muchísimo. No puedo imaginarme el infierno de estar en la cabeza de un no vacunado que adquiere la forma grave de la enfermedad. 

Por lo demás, los enfermos de Covid estamos solos en la incertidumbre de las horas críticas, librados a nuestra suerte como en las novelas decimonónicas. No es por culpa de nadie en particular ni por maldad. Simplemente es así. Para orientarnos y acompañarnos, nos apoyamos ávidamente en una red de familiares, amigos y conocidos que ya pasaron por la experiencia o la están pasando. Los chats se multiplican, proliferan. Y está la información que Google ofrece de expertos de todo el mundo y que consultamos con mano temblorosa, conscientes de que lo que leemos, por genérico, por impersonal, por lejano, puede dejarnos todavía más confundidos. En esta pandemia del siglo veintiuno no hay un médico patilludo y con monóculo que venga en medio de la noche a apoyar la oreja en nuestra espalda, a observar nuestras pupilas con una linterna y el fondo de nuestra garganta con un espejuelo, a tomarnos el pulso mientras mira atento el segundero en su reloj de bolsillo. Hay una voz desconocida en el teléfono. A veces ni siquiera eso.

MG

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