Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
ANGÉLICA GORODISCHER (1928-2022)

El oficio de contar

Angélica Gorodischer

0

“Mi querida, acabo de llegar del supermercado y si querés te cuento lo que compré, en fin, si querés probar el salame gourmet con pedacitos de queso, venite para Rosario y nos lo comemos con un vinito tinto que no será de los que colecciona mi hijo mayor pero que tampoco está del todo mal. En cuanto a lo que me mandaste, tendríamos que festejar, ¿no te parece? Digo yo, ¿será cierto? Decime que sí, como en el bolero, ¿te acordás? No, qué te vas a acordar, vos sos muy joven y atención que yo voy a cumplir 88, sí, y ocho más ocho son dieciséis así que probablemente dé una fiesta en el bar de enfrente y estás invitada, total, pagan los franchutes. No hay que olvidar que mis abuelos maternos eran gabachos, así que esto viene a ser como un regalito de familia. Mejor me lo tomo de este modo así no me la creo, que después una se pone insoportable. Bueno, dice Goro que él me acompaña a Francia. ¿Vos también venís? Dale, alquilemos una avioneta y vamos. Te mando abrazos muchos, querida. La Goro”.

Correo electrónico de Angélica Gorodischer a la autora, con motivo de una oferta de traducción al francés, julio de 2016.

Cuando conocí a Angélica Gorodischer, a comienzos de los años 90, algo me llamó mucho la atención, aparte de su simpatía instantánea, su manera impecable y algo estrafalaria de vestir combinando aros con zapatos con cartera con pañuelo, su pelo rojo furioso cortado al rape, su gracia y su inteligencia. Me sorprendió que Angélica decía “una” y no “uno” cuando hablaba en general. “Una debería acordarse de…”, “una no puede impedir que”, “una piensa que…” Era cuarenta años mayor que yo, que encima me creía feminista, y usaba el femenino con naturalidad donde yo (y la mayoría de las mujeres que me rodeaban) usaba automáticamente el masculino. Me acuerdo de escucharla y avergonzarme.

Después o al mismo tiempo vino el deslumbramiento con sus libros. Bastante antes, en 1985, Angélica había recibido el Premio Emecé por su libro Floreros de alabastro, alfombras de Bokhara, y para cuando yo entré a trabajar en la editorial ella ya era una escritora reconocida. Su libro Kalpa Imperial, publicado en Minotauro en 1983, había sido traducido y prologado nada más y nada menos que por Ursula K. Le Guin, que se proclamaba su amiga y su admiradora. Esa obra maestra de la ciencia-ficción, quizás la mayor que haya dado la literatura argentina, todavía hoy sigue cosechando el reconocimiento internacional. No es raro que casi cuatro décadas después de su publicación, sus editores argentinos recibamos correos de editores franceses, italianos o chinos para pedir los derechos de traducción, o su renovación. Pero tengo que confesar que no son los libros vinculados con ese género los que más admiro entre los suyos.

Nunca lloré tanto con un libro como con el final de Doquier, esa maravilla de novela en la que no se sabe nunca si quien narra es hombre o mujer, lo que no impide seguir perfectamente la trama pero tampoco es un detalle accesorio ni un simple alarde vanguardista sino el meollo del asunto. Me acuerdo de pensar, entre sollozos, “¿pero cómo es posible, cómo lo hizo?” No creo que haya muchas ficciones que hayan logrado contar la violencia política y las desapariciones de personas de un modo más sobrecogedor que Tumba de jaguares. Tampoco se me ocurre otro libro de cuentos aparte de Menta que hable de punta a punta de la muerte sin ser jamás agobiante ni desesperado. Y qué decir de Historia de mi madre, esa novela familiar autobiográfica escrita bastante antes del auge de la literatura del yo.

Angélica era una escritora feminista, rupturista, innovadora pero lo era sin estridencias, como si se tratara de una especie de juego y no le costara ningún esfuerzo. “Escribir es fácil, lo difícil es todo lo demás”, decía, y leyéndola es imposible no creerle. Sus libros transmiten la alegría de quien domina a la perfección un oficio y entonces puede darse el lujo de seguir buscando, de ir un poco más allá cada vez, de dar un salto y otro y otro más. Ella quería, siempre quiso, tiempo y tranquilidad para escribir. Terminaba un libro y lo entregaba, preguntaba si nos gustaba con algo de ansiedad y si lo íbamos a publicar. Después, cuando llegaba el momento, venía desde Rosario a Buenos Aires con el Goro, su compañero inseparable, y hacía los deberes prolijamente: hablaba con la prensa, asistía a la presentación de punta en blanco, daba reportajes. Decía disfrutarlo, pero estaba claro que no veía la hora de volver a su casa en el barrio sur de Rosario, a su escritorio en el fondo del jardín, para empezar a escribir de nuevo o para seguir con lo que tenía entre manos, que solía ser más de una cosa por vez.

Angélica Gorodischer fue y es una de las grandes autoras de la literatura argentina de todos los tiempos. En sus últimos días escribió una carta a su familia en la que pedía que la dejaran morir en su casa, en su cama, y que solo le dieran la mano. Así tal cual fue. Hasta el final supo lo que quería y lo dijo por escrito. “Faltaba más, che”, agregaría ella. La vamos a extrañar pero no la vamos a dejar de leer ni la vamos a olvidar. Alguien de esa jerarquía, tan fuera de serie, que encarnó de tal modo el poder mágico de contar historias, es inolvidable. Y una lo sabe.

MG

Etiquetas
stats