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OPINIÓN

¿Por qué somos (in)fieles?

En el ámbito psicoterapéutico, la infidelidad se vuelve un síntoma: un mensaje que debe ser descifrado.

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Una de las cuestiones más difíciles en el campo de la psicoterapia de pareja es quitarle a la infidelidad su velo moral.

Por supuesto que esto es prácticamente imposible para quienes están en el interior del vínculo y viven el acto infiel como una traición, quizá como algo hecho deliberadamente y con la intención de dañar, como una forma de maldad.

Sin embargo, en el espacio terapéutico no es raro descubrir que la infidelidad, las más de las veces, fue una manera de expresar un conflicto que no se puedo elaborar de otro modo, o bien menos un asunto de deseo (por otra persona) que una variante del aburrimiento o una frustración, si no la vía desesperada de sostener la pareja –antes que de buscar algún tipo de separación.

En definitiva, en el ámbito psicoterapéutico la infidelidad se vuelve un síntoma; o sea, un mensaje que debe ser descifrado. Sobre esta cuestión ya escribí en otras ocasiones y, para el caso, también escribí un artículo –para este mismo medio– en el que desarrollé un esbozo de diferencia entre la infidelidad masculina y la femenina.

Quizá un poco temerariamente, en aquella ocasión propuse que los varones recurren a la infidelidad como un modo de recuperar una versión deseante de sí mismos, con la cual a veces buscan complementar su pareja –no por nada en una novela de Silvina Bullrich, una de las escritoras que mejor escribió acerca de la institución matrimonial, la protagonista dice que nunca su marido es tan bueno como después de visitar a su “querida”–; mientras que para las mujeres la infidelidad puede ser una manera de conservar el amor con su marido, con más o menos culpa.

Claro está que este esquematismo apresurado es rebatible y hoy no tiene vigencia, no solo por la modificación de los estereotipos de género, sino porque el matrimonio ya no es el tipo de vínculo privilegiado para consolidar el amor. El matrimonio era una institución que incluía sus transgresiones, de ahí que (hoy) se la considere hipócrita (vaya uno a saber a partir de qué nuevos valores normativos); por ejemplo, el vínculo con un amante implicaba cariño y cuidado, antes que el descarte con que hoy se relacionan con otras personas quienes están en una pareja formal.

Ya no es la nuestra una época de amantes, sino de un uso instrumental del otro, que el día que se pone medio pesado se manda a pasear, sin noción de deuda. En otro tiempo, haber sido la amante de un hombre daba derecho a ciertos reclamos, si no a participar de beneficios y, eventualmente, a aspectos de su herencia y una segunda fila en el entierro.

No obstante, no es de los cambios en las estructuras y condición del amantazgo que quería escribir hoy, así que volvamos a la infidelidad. Si la vemos como fenómeno moral, no hay chance de llegar muy lejos, ya está todo resuelto: hay algo malo que alguien le hizo a otra persona y listo.

Esto es muy poco. Entiendo que para quienes estén dentro de la situación, sea difícil ver otra cosa, pero ¿qué tal si tratamos de pensarla sin identificarnos con alguno de los dos roles y vemos si sale algo mejor?

No por nada la infidelidad hace tanto ruido en los libros que hoy se publican sobre psicoterapia de pareja, porque cuando se quiere reducir la fidelidad a algún tipo de pacto, fracasa. Termina en la ruptura de la relación

Hace un momento, cuando me refería a la infidelidad como síntoma, propuse que no se la puede pensar sin tener cuenta cómo se llegó a dar. Ahora diría más: ¿de qué se sostiene la fidelidad? Quiero decir: la fidelidad, ¿es simplemente responder a una limitación? Dicho de otra manera, ¿somos fieles porque no somos infieles?

Esta última pregunta es especialmente interesante, cuando hoy la infidelidad se amplió a un grado tal que incluye likes en redes, chateos con otras personas, etc.; es decir, esta es LA pregunta, en un tiempo de infidelidad “desmaterializada”, cuando se la puede encontrar más allá (o más acá) de la consumación de una relación sexual fuera de la pareja. Para resolver esta inquietud, voy a presentar una noción, la de “pacto implícito” en una pareja.

Los pactos implícitos son un tipo de modo vincular, basado en imponerle al otro una condición que se deduce de una conducta personal –para que el otro actúe tal como yo lo hice. Apliquémoslo a nuestro tema: un día descubro que mi pareja me fue infiel y me enojo, creo que por el hecho, pero más bien porque, de manera tácita, yo entendí mi fidelidad como una privación. Es decir, se basaba en limitarme para que el otro se limite. Lo que duele, entonces, no es tanto lo ocurrido en sí –a cuántas personas les duele la traición de personas a las que, en verdad, hace rato que no aman– sino la ruptura de un pacto cuyo motor estaba en condicionarse recíprocamente.

A veces los pactos implícitos se conversan explícitamente, se los ratifica expresamente, sin tener en cuenta que la salud de una pareja depende de que sean los menos posibles. Cuantos más pactos implícitos tiene un vínculo, más se debilita. Este es una manera de decir que la pareja no es contrato, acuerdo, negociación. La fidelidad es una vía privilegiada para investigar esta cuestión. No por nada la infidelidad hace tanto ruido en los libros que hoy se publican sobre psicoterapia de pareja, porque cuando se quiere reducir la fidelidad a algún tipo de pacto, fracasa. Termina en la ruptura de la relación.

La fidelidad es un don. No tiene que ver con ningún tipo de limitación, sino con el afán de realizarse a través del otro, por eso también podríamos decir que es una forma de entrega en el vínculo. Hay una paradoja en la fidelidad: quien se decide a serlo, ya no necesita serlo. La fidelidad se anula a sí misma, porque es un acto de trascendencia. Poner la línea de corte en lo que hace el otro, evaluado en términos de que sea más o menos “correcto”, corre el foco de lo verdaderamente importante y restablece la perspectiva fallida de qué hago (o hice yo) en función de lo que el otro hace, como si hubiera simetría en el vínculo amoroso.

Esta última es otra trampa de la moral sexual contemporánea aplicada a la pareja, hacer creer que la reciprocidad es una cuestión de simetría, reducir la matriz del vínculo a un asunto de mercado, como si en el amor se tratara de lo que pone cada una de las partes con el fin de aumentar los rendimientos de una empresa común. Sin duda en una pareja se trata de aquello que es “común”, pero que jamás se constituye por partes iguales.

Hasta que no pensemos lo común de un modo totalmente diferente, vamos a seguir atrapados en las aporías actuales de la psicoterapia de pareja –como la que se pone de manifiesto en la infidelidad entendida como fenómeno moral, por haberla pensado desde la noción de pacto implícito. 

LL

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