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PURA ESPUMA Opinión

Matar a Riquelme

Juan Román Riquelme, vicepresidente segundo y titular del Consejo de Fútbol de Boca

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Hace dos semanas, después del triunfo de Boca ante Racing, Juan Román Riquelme salió de las tinieblas densas de una mala racha aparentemente conjurada y habló con Juan Pablo Varsky y Pablo Giralt de lo que él quiso.

Las preguntas, para variar, le resbalaron. Pero, por primera vez, se lo vio desbordado. Hablaba en un registro que podría confundirse con el de un paranoico si se evita considerar que se trataba de un paranoico efectivamente perseguido, al modo del payador perseguido de Atahualpa Yupanqui: “Yo via cantar a mi modo/ después que haiga churrasquiado”.

Giralt le preguntó si le había costado tomar la decisión de elegir a Jorge Almirón como técnico, y Riquelme le contestó con un control orientado hacia el desagravio del Consejo de Fútbol. Con sus dones ya reconocidos para los argumentos deductivos que le dan rango de verdad a sus proposiciones, tal como los tienen los grandes maestros de lógica, dijo desplegando una sonrisa seria bajo la corona de auriculares: “Hablamos con los chicos del Consejo que trabajan mucho, por más que los critiquen bastante. Ellos son ‘culpables’ de que en estos tres años el equipo haya competido bien. Haber tenido la suerte de ganar muchos títulos hay que reconocérselo a ellos. Cuando otros clubes ganan le reconocen hasta al mánager, a todos… Acá al que nunca reconocen es a Boca. Ni al Consejo de Fútbol, ni al vicepresidente, ni al presidente. No pasa nada. Entiendo que hay mucha gente que tiene miedo de hablar porque se queda sin trabajo. Hay que entenderlo también. Hay gente poderosa atrás y entonces tienen miedo de quedarse sin trabajo”. Después dijo que él no tiene jefe, que nunca pudieron controlarlo y que jamás fue ni será empleado de “esa gente”.   

El despacho, de una solidez argumental infrecuente en la generalidad de las declaraciones pública pero muy frecuente en él, duró poco más de un minuto, del que bajó para decir: “Después, Almirón, bueno…”. Lo importante para Riquelme fue organizar por orden de jerarquía el mensaje que deseaba dar para poner en primer lugar la necesidad de un descargo político.

El objeto señalado, cada vez más a la vista (pero cada vez más invisible porque la gente está cada vez más boluda, y no logra salir de la fascinación infantil por el montaje, el arma de daños irreversibles que Alexander Kluge presentó como la más poderosa de las que operan en la esfera pública), fue la aleación formada por las grandes plataformas de “contenidos” y sus figurantes con traje y el poder-poder, su socio mayoritario. O sea, una alianza estratégica entre dos o tres Míster Chasman y cien Chirolitas.

Riquelme aludía una y otra vez a Mauricio Macri sin nombrarlo nunca, a la manera de una seguidilla de pases no look. Lo estaba matando en ausencia. Por lo que Varsky, que en estos días le dijo a Tomás Rebord que hay que ser valiente para aceptar los límites del sistema -un modo patafísico de considerar poco menos que terroristas a los integrados- se animó a decir en voz alta el nombre prohibido.

Le dijo en su idioma que cuando Macri fue presidente de Boca, él también se quejaba del “Todos contra Boca”, un modo barroco de regresar el viejo conflicto Macri-Riquelme al folclore de la queja común donde pudieran reconciliarse como “bosteros”, desactivando el encuadre político en el que Riquelme realizaba lo que no puede no ser llamado denuncia pública. Como si le dijese: “No te vuelvas loco, Román, que lo mismo que te pasa a vos ya le pasó a Mauricio”.

Entonces vino el Boca-River. Muy lindo partido horrible con deriva hacia un 0 a 0 irremediable, que no sucedió porque el árbitro Herrera dirigió con el siguiente criterio de justicia: no condenar los homicidios agravados, pero sí castigar con pena de muerte el robo de gallinas. Pero, al margen de las características de la jurisprudencia atendida por el árbitro Darío Herrera, y del rol del VAR, que llegó para darle oxígeno y suspenso agregado al principio de injusticia que hace del fútbol el entretenimiento más realista del mundo, el clásico se fue y quedaron sus secuelas. 

La mesa estaba servida con sus dos platos: el schnitzel de Martín Demichelis y la churrasquiada de Riquelme, Europa y Sudamérica, el gerenciamiento con posgrado y el cacicazgo, el traje slim y el jogging a lo Soprano. Y allí está entonces Demichelis, floreándose en ESPN ante la claqué que vive mirando a Boca retorcerse en el portaobjeto de su microscopio atómico. Es un rey alemán adulado por ujieres reidores. Habla sobre el penal-mancha que le regaló Herrera y dice que no hay medio penal, como no hay medio embarazo. Risas. Risas que pasan por alto la analogía fallida porque ¿por qué sería acertado ilustrar una decisión en base a un reglamento que da lugar a la interpretación y los matices con un ejemplo de estructura bipolar como el sí/no o blanco/negro?

Nada que decir en contra de Demichelis, que hizo una lectura maestra del juego de su equipo y del rival y se esfuerza por ajustarse a un modelo de corrección, porque sobre gustos no hay nada escrito y tiene derecho a darse el que quiera. Pero hay algo del “factor Demichelis” que los portaviones desde donde salen los vuelos de ataque a Riquelme han sabido detectar. De Michelis, y también el presidente de River, Jorge Brito, son elementos representativos de un modelo “blanco” de gestión. Riquelme es más bien un dirigente de esencia artística que huele a perfumes de desobediencia, y se rodea de autoridades caudillescas que se visten como hinchas.  

A similares éxitos deportivos, las plataformas dedicadas a crear y maniobrar los grandes bloques del sentido común los celebrarán de manera diferente. Los éxitos de River serán (ya son) adjudicados a la Bundesliga, Thomas Mann, Heidegger, Herzog, Durero, el strudel de manzana y la salchicha bratwurst.

Los de Riquelme, serán de algún modo fracasos (acá sí va a haber medios embarazos), resultado de la runfla de excampeones que no trabajan, se la pasan comiendo asados, gestionan bajo la escuela del horribilismo, y ni siquiera se les ocurre la genialidad de hacer un estadio de US$ 400 millones para 112 mil espectadores en la Isla Demarchi, sin noticias del terreno (del que tienen parte al menos seis propietarios distintos), postulada por Jorge Reale, candidato “neutral” a presidente de Boca y futuro aliado de la oposición hardcore que intentará vencer a fin de año alzando las banderas del britodemichelismo y su Deustche Bank. Con ese criterio, yo podría decirle a mi equipo de arquitectos que vayan haciendo los planos de mi nueva mansión en… el Planetario. Entretanto, se la vendo a la gilada.

Las culturas de Lo Presentable y Lo Impresentable comienzan a desplegarse hacia la batalla final. Matar a Riquelme o salvar a Riquelme son los nombres de fantasía de una disputa mucho más grande que un Boca-River.   

JJB

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