Música contemporánea, de nuevas y antiguas modernidades
La sola mención funciona como advertencia. Tan solo dos palabras, “música contemporánea”, cuyo efecto es similar al de las que Dante encuentra en las puertas del infierno “Abandona toda esperanza, tú que entras”. Son dos palabras que, desde ya, quieren decir cosas muy diferentes según quién las pronuncie pero que, casi nunca, significan lo que estrictamente anuncian: algo hecho en la misma época.
Más que con la mera temporalidad, la música contemporánea suele relacionarse con un gesto, con una intención, con una estética –y con una ética–. Un ex director de una escuela secundaria, de oscuro paso por la conducción del Teatro Colón de Buenos Aires, las asimiló, con gran poder de síntesis, a la “música fea, que no le gusta a la gente”. Y Benoit Duteurtre, escritor y crítico musical, antiguo vanguardista y actual propagandista de una suerte de contrarrevolución musical, en su brulote Requiempour une avant-garde, llama atonalismo a todo lo que no le gusta e identifica a Pierre Boulez como el causante de todos los males del mundo. O, al menos, del mundo musical actual.
A mediados de la década de 1950, el compositor polaco Krzysztof Penderecki fue uno de los abanderados de la renovación. Y aplicando procedimientos –y pensamientos acerca del sonido– que había probado en la música electrónica compuso la más abstracta de las obras imaginables. Una obra a la que puso un título nada abstracto, Treno para las víctimas de Hiroshima, y en la que todos escucharon bombas, gritos y dolor. Era la prueba de que algo podía ser desafiante en su estética y conmovedor al mismo tiempo.
El propio Penderecki, unos quince años después, dio una vuelta atrás y comenzó a componer en un estilo mucho más cercano al de los comienzos del siglo XX, en particular a Gustav Mahler. En 2004, cuando estuvo en Buenos Aires para estrenar su ópera Ubú Rey, conversó con el periódico Página/12. Allí decía, simplemente, que se había “fascinado con el romanticismo”. Justificaba, desde ya, su estilo del momento y explicaba que “obras como el Treno... fueron imitadas hasta el cansancio. Y yo mismo podía imitarlas, una y otra vez”. Acerca de ese presente decía: “En los últimos treinta años se vivió una obsesión, un trauma alrededor de las vanguardias. Lo mejor ocurrió en los finales de la década de 1950 y comienzos de la siguiente. Pero luego se terminó. Llegaron los más jóvenes, y para ellos ese ya era el camino de sus mayores. La vanguardia, es decir una clase especial de vanguardia, no puede durar cuarenta o cincuenta años. Es contradictorio con su esencia”. Lo cierto es que, si uno de los rasgos presentes en la música del siglo pasado había sido la falta de homogeneidad, en lo que va del XXI se ha agudizado. Consecuencia del posmodernismo o, simplemente, del paso del tiempo, hoy es todo materia de estudio.
Mal podría ser vanguardia aquello que desde hace décadas se analiza en las academias y, eventualmente, ir al ruido, al silencio, a la improvisación total o al supuesto control absoluto de cada variable, a lo que trata de escapar de cualquier ritmo o escala que dibuje un territorio previsible y a lo que utiliza fórmulas conocidas para tratar de internarse en lo desconocido es dialogar con un capítulo o con otro de un libro ya escrito. Y ya ninguno de esos capítulos garantiza, por sí solo, ser más moderno –o más antiguo– que cualquier otro.
Hay autores –y oyentes– anclados en la idea de que lo contemporáneo es lo que se hacía hace sesenta años. Pero incluso quienes son hoy los maestros venerados, los mayores de 60 años –Helmut Lachenmann, Kaija Saariaho, John Adams, Unsuk Chin, Steve Reich, David Lang– son posteriores –y en muchos de los casos se enfrentaron– a esa idea de modernidad hoy tan antigua.
La historia de quienes han emergido en los últimos años ya no es el vacío surgido a partir de la posguerra o las románticas pasiones vienesas de quienes habían roto con el romanticismo sino que se entronca con obras como City Noir, de Adams, con su homenaje al cine y su reivindicación del modelo de Leonard Bernstein, La Pasión de la joven de los fósforos, de Lang, con una clase de teatralidad del sonido que nada tiene que ver con las preocupaciones de los vanguardistas de otrora y sus pretensiones de que cada variable estuviera prefigurada en los propios materiales, la ópera L’Amour de Loin, de Saariaho, con un mundo sonoro onírico, la cristalina suntuosidad y las explosiones expresivas del Concierto para cello y orquesta de Chin o los diferentes patrones rítmicos superpuestos de Different Trains de Reich. Y, por supuesto, las idas y las vueltas hacia y desde las tradiciones populares, la idea de la intervención y el culto a la variedad y los choques estilísticos mucho más que la sagrada coherencia de las vanguardias históricas.
Uno de los decanos entre los más jóvenes es Thomas Ades, creador de obras que ya son clásicos como sus óperas Powderon Her Face, que se vio en Buenos Aires en una excelente puesta de Marcelo Lombardero o The Tempest, basada en la pieza de Shakespeare. Dante, la obra que acaba de publicarse con dirección de Gustavo Dudamel, es una composición de alto impacto que parece surgir, en su representación del infierno, de la célebre partitura de Bernard Herrmann para el film Psicosis. Dos islandesas, Hildur Gudnadóttir, autora de la música para las películas The Joker y Tar y la serie Chernobyl, y Anna Torvaldsdóttir, transitan el estatismo y una cierta fantasía de atemporalidad y sonidos suspendidos en espacios infinitos.
La estadounidense Caroline Shaw, por su parte, podría entenderse como lo contrario de cualquier clase de quietud. Su multipremiada Partita para 8 voces –obra por la que ganó un Pulitzer hace diez años., cuando tenía apenas 30– más allá del misterio de algunos de sus movimientos, que fue utilizado como banda de sonido en la serie Dark– es una especie de shoe desenfrenado de posibilidades de las voces y, también, del movimiento perpetuo –también entre estilos– como recurso dramático.
Un capítulo aparte lo configura el alemán Max Richter, un niño (bastante) mimado por la industria discográfica que, lejos de desentenderse de los gustos del público trabaja a partir de ellos. Su primer gran éxito –si es que se puede hablar de grandes éxitos en el campo de la música actual de tradición académica– fue su re composición de las Cuatro Estaciones de Vivaldi. Autor de infinidad de músicas para el cine y la televisión –entre otras La amiga estupenda, The Last of Us, Black Mirror y The Leftovers– estrenó, en 2004, The Blue Notebooks, donde la actriz Tilda Swinton leía a Franz Kafka y a Czesław Miłosz. Elegida por The Guardian como una de las mejores obras clásicas del siglo, la revista Pitchfork, que rara vez habla de música de la tradición académica, dijo: “No sólo uno de los mejores discos de los últimos seis meses, sino una de los obras clásicas contemporáneas más conmovedoras y universales en la memoria reciente”.
Lo que puede escucharse de la creación actual en Latinoamérica es bien poco. En la Argentina, en particular, los sellos discográficos privados nunca han manifestado interés en ese terreno pero los organismos oficiales tampoco. No obstante algo hay y vale la pena: las Traces (obras solistas con electrónica) de Martín Matalón, piezas orquestales de Oscar Strasnoy, una selección de composiciones de Marcelo Delgado y una serie de piezas corales de Pablo Ortiz en un disco del notable Coro Ars Nova de Copenhagen, que dirige Paul Hillier.
DF
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