Un ocaso de los ídolos
Hashtags, Trending topics, fav si estás con A, RT si estás con B, soy fan, banco/no banco, X es todo lo que está bien, del lado X de la vida: en la dinámica y vertiginosa realidad de las redes sociales, no hay manera de escapar a eso que nos conmina a expresarnos asertivamente, sin matices, sin grises, sin dudas, sin repetir y sin soplar.
Se trata de asegurarnos siempre, siempre, del lado del bien, expulsando el mal hacia afuera, lo más lejos posible de modo que no nos salpique. En estos tiempos, la vida se resume, se sintetiza, se reduce, se aprieta, se hace mucho más sencilla: o estamos con A o estamos en su contra. Somos todos un poco jueces dictando sentencias morales con los elementos que imaginamos, atribuimos y suponemos de los otros de quienes no sabemos nada.
Sin embargo, hace mucho que advertimos que esa lógica no se queda solamente en las redes sociales, sino que la excede, la desborda y se expande hacia otros ámbitos. No es casual, entonces, que vivamos un auge de los programas de competencias con jurado. La costura, el baile, el canto, la cocina son la materia prima sobre la que se monta el verdadero espectáculo, el de juzgar. Los programas de competencias que tienen un jurado llevan hasta el paroxismo esa ficción pueril: la de un mundo quirúrgicamente escindido entre el bien y el mal, entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo permitido y lo prohibido. Como en algunos cuentos infantiles y en el mundo de los superhéroes, estas ficciones pedagógicas nos hacen descansar, al menos un rato, de las constantes vacilaciones, incertidumbres, ambivalencias y bordes que se tocan entre sí en la vida cotidiana (porque sabemos, a fin de cuentas, que son dos, las caras de la luna son dos). Ahora bien, mientras funcionan como ficción, resultan un modo de transitar y de configurar verdades, fantasías y todo un universo simbólico sin el cual el mundo no podría habitarse.
Ahora bien, mientras funcionan como ficción, resultan un modo de transitar y de configurar verdades, fantasías y todo un universo simbólico sin el cual el mundo no podría habitarse.
El juego funciona, en el niño, para crearse un mundo propio en el que va insertando las cosas mundanas, ahora en un nuevo orden que le agrada. Eso es lo que Freud encontró de similar entre el juego del niño y el creador literario: “el poeta hace lo mismo que el niño que juega: crea un mundo de fantasía al que toma muy en serio, vale decir, lo dota de grandes montos de afecto, al tiempo que lo separa tajantemente de la realidad efectiva”.
Lo opuesto al juego, entonces, no es la seriedad, sino la realidad efectiva. Es por eso que la cuestión no sería si se toma en serio o no un juego, sino si se es capaz de entrar en un juego, de ponerse en juego. Entrar en un juego, dejarse afectar por una ficción es, justamente, suspender la pretensión de una verdad verificable opuesta a una mentira verificable. Entrar en un juego, asumir un pacto de ficcionalidad es no jerarquizar la verdad por encima de la ficción. Porque verdad y ficción, como enseña el psicoanálisis, pero también cierta crítica literaria, no son opuestos.
Lo opuesto al juego, entonces, no es la seriedad, sino la realidad efectiva. Es por eso que la cuestión no sería si se toma en serio o no un juego, sino si se es capaz de entrar en un juego, de ponerse en juego.
Juan José Saer dice, en El concepto de ficción, que “la dependencia jerárquica entre verdad y ficción, según la cual la primera poseería una positividad mayor que la segunda, es desde luego (...) una fantasía moral”. La ficción, agrega, ha sabido emanciparse de las cadenas de lo verificable. Lejos de relativizar lo verdadero, de exaltar lo falso o de apelar al cinismo o al escepticismo, “al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria”.
No se trata entonces de que la ficción sea mentira, sino de que verdad y mentira son hechos de lenguaje, de que la verdad tiene estructura de ficción. La ficción no es mentira, no es falsedad; o sólo lo es en el plano de lo verificable, cuestión que queda suspendida en el pacto de ficcionalidad al que accedemos cuando entramos en ella.
Por eso me causó algo de impacto, alguna vez, que una asistente a un festival de literatura haya increpado a un escritor para denunciar que lo que decía en su novela era mentira. Es también en ese sentido que llama la atención el modo en que algunos leen ficción como si fuera una expresión del autor o pretendiendo ir a verificar lo que se dice en un texto en la vida de su autor. Ese modo de leer, ese modo de esquivar la ficción, desplaza las cosas desde la verdad, como efecto de un decir, de un texto, hacia la implacable y mustia realidad efectivamente verificable. Esos modos de leer las ficciones, preocupados porque las cosas se verifiquen, pretenden aplacar y anular también el plano de las fantasías. Son modos de leer la ficción pretendiendo que la ficción responda a los parámetros de la realidad -cuando no del mercado- y de ese modo, lo que termina siendo escamoteado es un posible efecto verdadero. ¿Literatura del yo? No: lectura del Yo.
Las relaciones entre lenguaje, verdad y mentira fueron ampliamente estudiadas por el psicoanálisis. Empezando por Freud que muy tempranamente ubicó, en El chiste y su relación con lo inconsciente, cómo se puede mentir diciendo la verdad o cómo se puede decir la verdad mintiendo. No hay verdad y mentira por fuera del lenguaje, no al menos las que importan en un análisis. Porque en un análisis se trata del despliegue de una ficción verdadera -por algo Freud la llamó “la novela familiar del neurótico”-, de una verdad que no se juega en el plano de lo verificable, sino en el del decir; de una verdad que nunca está antes, que siempre es un efecto. Incluso, dice Lacan, “hay que saber para qué sirve si se dice o no la verdad, y que a veces mentir es, propiamente hablando, la forma como el sujeto anuncia la verdad de su deseo porque, precisamente, no hay otro sesgo que enunciarlo por la mentira”.
Me gusta cuando Guy Le Gaufey dice que cuando los niños descubren que pueden mentir, experimentan un cierto grado de libertad ahí donde pueden agujerear un poco a ese Otro de la autoridad que todo lo ve y todo lo sabe. “Un niño que no puede mentir”, dice, “está muy limitado en su capacidad subjetiva y casi en peligro de un exceso de sujeción. La capacidad de mentir, vista bajo este ángulo, casi se confunde con el espacio de libertad del sujeto, no porque tenga que mentir todo el tiempo, sino porque puede hacerlo, es decir, tiene en cualquier momento la capacidad de hacerlo”.
El asunto se complejiza un poco cuando la ficción se vende como realidad. Es el caso de los realities como Masterchef. Sabemos que está guionado, editado, preparado; que los participantes están coacheados, que el modo en que miden en la audiencia -también un término judicial- determina su lugar en el programa mucho más que sus dotes culinarias, que las sorpresas no son sorpresas; sabemos todo eso y, aún así, el programa insiste en que es realidad. Por eso los jurados, además de calificar la calidad de los platos de comida, dan lecciones morales: reconocen esfuerzos, voluntad, obediencia, el buen compañerismo, la concentración. Y, de ese modo, también castigan a los que se portan mal, a los que no cumplen con las reglas, a quienes se salen de la norma. Y sí, los jurados de Masterchef son muy simpáticos pero son jueces, su misión es esa: disciplinar, aleccionar, llevar a cabo ese dispositivo feroz del merecimiento. Más allá del entretenimiento en sí que pueden proveernos los programas como Masterchef, ¿no será que nos gustan tanto, menos por el asunto del que se trata -cocina, canto, baile- que por el hecho en sí de asistir al espectáculo del juicio? ¿Será que lo que nos engancha tanto es que ahí nos identificamos también con los jueces?
Masterchef, como ficción pedagógica, tenía bien distribuidos los lugares del bien y del mal, separados límpidamente, de manera cristalina. Un participante como Alex Caniggia asumía el papel de villano y tenía todo lo que está “mal”: individualismo, soberbia, infatuación, narcisismo, desobediencia, desprolijidad. “Hay que resignarse a parecer el único canalla entre tantas almas bellas que pueblan la tierra”, lo dijo Freud, pero podría haberlo dicho el Xela. Porque del otro lado, del lado del bien, quedaron las almas bellas. Pero algo pasó la barrera, algo irrumpió, algo contaminó el lado del bien. Y esa irrupción hizo que se rompiera el pacto de ficcionalidad. Algo pasó del plano de la verdad ficcional al plano de la verdad verificable. Como en las fotos que certifican, como dice Barthes, “esto ha sido”, asistimos en vivo, como dice Martín Kohan en este texto, a la transmisión de una mentira, no ya esa que se juega en el lenguaje, sino esa que se juega en lo fáctico. Se desacomodó, se desquició, se agujereó el velo de la ficción. Se entrometió una realidad y quedaron expuestas la mentira y su sostenimiento. La verdad pasó a ser algo constatable. Claudia la Gunda Fontán encarnaba una idolatría: la del bien. La caída no fue la caída de ella, sino la del bien asignado a ella. Hubo quienes se quejaron de que fue muy expuesta por la edición del programa. Tal vez habrían preferido seguir haciendo como si no supieran que el bien no es siempre bueno.
No sabemos qué pasó en la realidad, pero en la ficción Alex Caniggia fue finalmente descalificado. Mientras el alma bella fue castigada, sancionada y sigue en competencia haciendo los mejores platos, pero sin obtener ya los premios. Entendimos la lección: el mal afuera y lejos, fuera de juego; el bien, en cambio, tiene permitido equivocarse, pagar por sus errores y seguir en carrera. Y así volvimos a descansar en el moralismo apaciguante.
AK
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