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OPINIÓN

La paradoja de León Gieco

Fabian Casas Los cuadernos de verano rojo

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Como decía la bella Alejandra, explicar con palabras de este mundo que partió de mí un barco llevándome ¿pero adónde? ¿De qué Puerto salió? ¿Quiénes me despedían? El día que Witold Gombrowicz se fue del país, después de más de veinte años, un grupo de amigos lo fue a despedir al puerto y algunos sacaron fotos que nos llegaron hasta estos días. Qué invento satánico, la fotografía. Cuando le tocó el turno de despedirse a Gombrowicz, él hizo algo singular. Se paró delante de cada uno de sus amigos y se quedó mirándolos fijo, un rato largo. ¿Qué estaba haciendo? Estaba drenando experiencia. Sacaba una foto mental, que sabía que iba a morir con él. Eso es la experiencia.

Pero el barco que me llevaba a mí, desde la vigilia al inconsciente, era de otra clase. Estaba construído con hechos diurnos. Una noche pegajosa, después de un día de verano intenso. El ventilador en el techo del dormitorio, girando, asmático. La televisión prendida en Alien tres. Una película que ya había visto en su momento, pero que me gusta mucho -tal vez es la que me gusta más de la saga- y que tiene una parte en la que la teniente Ripley va a revisar su nave, que está destruída, y, en ese momento, yo estoy en ese planeta inhóspito donde hay una cárcel y salgo de ella y me encamino hacia mi nave, que está siniestrada.

En la nave está todo dado vuelta y encuentro el cuerpo de Fogwill. Claro, Fogwill, me digo, el robot de la tripulación, el que podía pensar más lejos que todos. Entonces, le saco la cabeza y lo conecto a unas terminales de una computadora y lo activo (pero, ¿cómo pude hacer eso, si en mi vida diaria no sé ni manejar un wasap?) y veo cómo la cabeza cobra vida, los ojos se encienden, la boca drena saliva hacia afuera y escucho la voz de Fogwill -esa voz genial de fumador metálico- que me dice: “¿Conocés la paradoja de León Giego?” ¿Qué?, le digo. La paradoja de León Gieco: sólo le pido a Dios que la guerra no me sea indiferente. Le pide algo a Dios que ya le ha sido otorgado, porque está cantando que la guerra no le es indiferente. No, le digo, no la conocía. Mientras pienso en otra paradoja, la de Diego Maradona: ¿Sabés qué jugador hubiera sido si no me hubiese drogado?

Si Evita viviera sería montonera, si Fogwill viviera sería cancelado.

Durante el día previo a la noche del sueño con androides eléctricos, había estado leyendo Los libros de la guerra, una recopilación de textos de Fogwill que me permite seguir dialogando con él ahora que ya no está. Si Evita viviera sería montonera, si Fogwill viviera sería cancelado. Pero, qué bueno y qué refrescante hablar y leer a un contemporáneo, alguien que es central precisamente porque no piensa como nosotros. Aún muerto, sigue siendo más contemporáneo que muchos de los vivos con los que me cruzo en la calle.

Había estado leyendo ese libro de Fogwill y me llegó un curioso libro, que editaron en homenaje a Claudio López Lamadrid, un gran amigo que falleció hace dos años. Un libro que está hecho de fotografías, de selfies que él sacaba a lo largo de sus viajes por el mundo editorial. Claudio era el director editorial de una casa de libros muy grande y frecuentaba autores de todo el mundo. Tenía la costumbre de sacar selfies de los momentos en los que se encontraba con los escritores que editaba, en fiestas, almuerzos, cenas. Me pareció un libro paradójico.

Porque siempre pensé que la selfie es una interrupción de la experiencia. Sin embargo, el libro de Claudio drenaba experiencia. Da la impresión que la saturación de selfies producía experiencia. Por otra parte, no era un “libro de Claudio”, él nunca pensó, creo yo, en publicar sus selfies, sino que, al morir -como el caso del androide de la tripulación de Ripley- su celular, al activarse, daba cuenta de un mapa de su vida en la esfera pública de la literatura.

Cuando Claudio venía a Buenos Aires, nos juntábamos a cenar con varios autores que él editaba en España. Después de la selfie, salíamos a fumar a la vereda, antes de irnos cada uno a su casa. Una noche terminamos muy tarde y estaba lloviendo.

César Aira me preguntó si había venido con el auto y si lo podía acercar hasta la avenida para que se tomara un taxi. Yo estaba muy cansado y, al otro día, tenía un día muy largo desde temprano, pero lo vi a César fumando, frágil, bajo la llovizna persistente y me dije: ¿Vas a dejar en la calle al mejor escritor del mundo? Así que le dije que no lo iba a llevar hasta la avenida sino hasta su casa, pero, eso sí, que me iba a tener que hablar porque, como estaba muy cansado, si él no me hablaba -César es muy reservado- me iba a dormir sobre el volante y nuestro entierro iba a ser a cajón cerrado. César me habló como un rapero hasta que unimos el norte de Buenos Aires y el barrio de Flores, donde él vive. Aproveché para preguntarle -dada su locuacidad- por qué no publicaba  de nuevo La luz argentina, esa obra maestra inhallable. Para mi sorpresa, me lo contó con lujo de detalles.

Creo que la forma paradójica es la única manera productiva de pensar. Lo hagas en sueño o despierto. Te regalan dos corbatas, una roja y una azul. Te ponés la azul y la persona que te la regaló te dice: ¿Qué pasó, no te gustaba la roja? Te ponés la roja y la misma persona te pregunta: ¿La azul, te aburrió? Entonces, salís de esa encerrona poniéndote las dos corbatas. La persona que te las regaló, te dice: ¿Estás loco, qué haces? Arte. Con lo que tengas a mano.

 

FC

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