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Opinión

Pensar sin Estado

Una foto icónica de diciembre de 2001: en 20 años, de ese momento de no Estado, el Estado pareció absorber parte de la fuerza de la sociedad

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Este es un texto contra el Estado. Antes de comenzar quisiera confesar que soy un partidario del Estado. Criado en un hogar obrero y nacional-desarrollista, la crisis de 2001 me agarró leyendo el Leviatán de Hobbes para la Facultad. Desde entonces conservo la convicción de que las clases bajas son las que más tienen que perder en situaciones de anomia y desgobierno. La anarquía es un lujo que pueden darse los privilegiados. Las personas que viven de su trabajo y buscan mejorar sus condiciones personales y colectivas de vida necesitan un orden mínimo para hacerlo. Admito que estas ideas eran bastante impopulares durante 2002. Eran días de trueque y asambleas, Holloway y Toni Negri, autodeterminación y libertad. Recuerdo largas discusiones con un amigo autonomista que siempre me vencía pero no me convencía. Era y es una persona brillante, que hoy trabaja en el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, y defiende el intervencionismo estatal para garantizar la igualdad de oportunidades. La suya no es una historia individual de madurez o claudicación, es la deriva de toda una intelligentsia que poco a poco, y a veces sin advertirlo, dejó que su pensamiento crítico fuera atrapado por la atracción gravitatoria del Estado.

Pensar sin Estado es un libro del historiador Ignacio Lewkowicz publicado en 2004 que reúne artículos escritos entre 1993 y 2003. Otra prueba de cuánto del pensamiento del «dos mil uno» fue cocinado en la década anterior. El libro no estudia tanto el fin del Estado como el de la Nación: ese lazo ficticio construido con insumos inmateriales (la lengua, la historia, las costumbres) para asegurarles a los ciudadanos una identidad estable y una pertenencia común. Según Lewkowicz la

globalización arrasó con aquello: la Nación dejó de enlazar, el Estado quedó reducido a cuestiones administrativas y al ciudadano le quedaron dos opciones: comprar su pertenencia como consumidor o asumir su condición de excluido. Pero

el autor, que militó en el Partido Comunista junto a su padre, no llora sobre la tumba del Estado nación sino que propone pensar en las nuevas formas de pertenencia que se cocinan en esa exclusión: piquetes, escraches, organizaciones varias que crean lazos sociales «en situación», identidades para «habitar la fluidez».

Pensar sin Estado sintetiza una ideología de época que podemos llamar «societalismo»: la confianza en la capacidad espontánea de la sociedad para organizarse y reemplazar a un Estado nacional que, luego de años de ser criticado

por izquierda, terminó muriendo por derecha; el elogio de la horizontalidad, la contingencia, la fluidez, incluso la precariedad. Lewkowicz murió en un accidente fluvial en Tigre en 2004, poco antes de que saliera su libro. No pudo vivir más años que su padre: 42. Tampoco pudo ver cómo, a partir de ese año, el Estado resucitaría absorbiendo a esas organizaciones, gestionando esa precariedad.

El Estado societalista

Eso que nació como una estrategia casi intuitiva de gobernanza poscrisis terminó dando lugar, si no a un nuevo Estado, al menos a una nueva manera de entenderlo y administrarlo. Algo así como un Estado societalista. No es este el espacio para escribir una historia del kirchnerismo. Sólo quiero repasar sus sucesivas capas de adhesión para rastrear el matrimonio entre el cielo societalista y el infierno estatal. Inmediatamente después del asesinato de Kosteki y Santillán, el entonces ministro del Interior duhaldista, Aníbal Fernández, convocó a dirigentes piqueteros para dialogar. No sería la primera vez que el poder societal entrara a Casa Rosada (ya lo había hecho invitado Rodríguez Saa), ni la última: Néstor Kirchner tonificó la herencia duhaldista mediante un diálogo fluído con los organismos de Derechos Humanos y una apropiación del 2001 como «rebelión contra el neoliberalismo». Aún así, la «transversalidad» de esos años era una convocatoria limitada a los profesionales de la corporación política. Recién en 2004, en vísperas de su ruptura con el duhaldismo, el Frente para la Victoria convocó a las organizaciones sociales (FTV, Barrios de Pie, MTD Evita, y Movimiento Barrial Octubre), aunque para las elecciones de 2005 prefiriera una alianza con los intendentes bonaerenses.

Entre el «conflicto con el campo» (que derivó en un más duradero e influyente conflicto con el grupo Clarín) y la muerte de Kirchner se produjo el primer quiebre societalista. El gobierno optó por la «fuerza propia» y absorbió así a una camada proveniente de diversas militancias (ARI, Proyecto Sur, PCCE, Polo Social, quizás Zamora) que vieron en el kirchnerismo una opción de progresismo popular con vocación de poder. Era una cohorte más ilustrada, cada uno con su blog o programa de FM comunitaria, y que aún arrastraba cierto antiperonismo, hábilmente oculto tras sus críticas a la burocracia sindical y los barones del conurbano. Con las derrotas electorales de 2013 a 2017 se sumó una nueva camada, proveniente de la izquierda inorgánica y el «que se vayan todos». Algunos de ellos fueron opositores al kirchnerismo en sus comienzos, otros ni siquiera hoy asumen plenamente su simpatía y ponderan lateralmente a La Cámpora sin soltar el libro de Deleuze y Guattari. Como sea, para enero de 2020 el grueso de la energía societalista de 2002 estaba dentro del Estado.

Este curioso encuentro entre la sociedad (como potencia) y el Estado (como acto) terminó por transformar a ambos. Para el Estado, el societalismo implicó su gestión a cargo de viejos entusiastas de «el dos mil uno» que no dejaron sus convicciones en la puerta del Ministerio: comportándose como civiles opositores aunque estén al frente de un gobierno, abordando al Estado como una instancia esencialmente activista, entendiendo a cualquier prurito administrativo como un resabio tecnocrático o neoliberal, reproduciendo la precariedad en nombre de la identidad y el lazo social. Asimismo, la gestión societalista del Estado creó más Estado: en el furor por absorber cada demanda, cada iniciativa, cada leve movimiento de la sociedad, el aparato estatal se dilató y dispersó, resignando calidad por cantidad, eficacia por presencia. Un Estado casi testimonial, como el audio que suena en las estaciones del ferrocarril recordándonos que el gobierno nos cuida mientras el tren sigue demorado.

El pensamiento estatal

Para el pensamiento crítico, y la subclase intelectual que lo porta, el Estado societalista significó la incapacidad de pensar sin Estado. Hoy aún los proyectos teóricamente más radicalizados, a la hora de solucionar problemas concretos no pueden imaginar otra cosa que no sea intervencionismo, nacionalizaciones o subsidios a «proyectos alternos». Al primero que le escuché asumir esa paradoja fue a Martín Caparrós a mediados de los 90, confesando que era un anarquista al que el neoliberalismo había transformado en un defensor del Estado como garante de igualdades básicas. Poco después, me encontré con un dirigente izquierdista que recorría las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras proponiendo que la Universidad pública formara cuadros para combatir al Estado burgués.

No se trata del viejo estalinismo, que pensaba en términos de su propio Estado; tampoco de un compromiso realista con la gestión. Incluso la izquierda más autonomista y alejada de la posibilidad de gestionar cualquier cosa parece tener la imaginación obturada por la expectativa de conseguir algún lugar o favor del Estado realmente existente. Lo que no deja de tener un sabor a derrota en una sociedad civil tan creativa y movediza como la argentina. Corolario trágico de esta renuncia a pensar sin Estado es que hoy aquella líbido societal termine expresada por el movimiento libertario. El reciente debate entre Javier Milei y Juan Grabois confrontó al viejo y el nuevo societalismo. Mientras Milei llevaba su confianza en el mercado y su coherencia teórica al borde del abismo, Grabois, el hombre que desde el MTE organizó a la marginalidad de la marginalidad, sólo podía racionalizar su propuesta apelando al intervencionismo estatal. Llegado el caso, los dos necesitarán al Estado para llevar adelante sus proyectos. Y contarán lamentablemente con un estado argentino tan difícil de desarmar como de mover operativamente en un sentido coherente. Pero desde el pensamiento crítico deberíamos ser capaces de ofrecer algo más que intelectuales que le hablan a la sociedad mirando al Estado, esperando un cargo, un café o un gestito de idea. Al Estado argentino le esperan tareas ingratas, podrá prescindir de nuestras notas al pie por unos años. Aprovechemos ese tiempo para recuperar la autonomía del campo cultural, cierto grado de sana irresponsabilidad que nos permita pensar un poco más lejos de lo que pueden hacer un ministro o una partida presupuestaria. Compensemos nuestra irremediable falta de poder con la libertad del pensamiento. Generemos inteligencia colectiva, volumen societal para resistir o negociar. Esa es nuestra especialidad, nuestro aporte. Tarde o temprano el Estado necesitará de eso para crear un nuevo lazo de pertenencia e identidad. Ya fueron demasiados años de pensadores hablando como funcionarios: críticos del pensamiento crítico, idealistas del realismo político. La evidente pérdida de proyección de la intelectualidad argentina en la región nos indica que nadie necesita ese tipo de lumbrera. Pensemos un rato sin Estado, es el mejor servicio que podemos ofrecerle.

AG

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