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QUÉ ESCUCHAR

Un pozo de sombras

Roberto Goyeneche
7 de diciembre de 2024 10:45 h

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Con sus ripios y cacofonías, pero también con su inspiración melódica y algunas frases fantásticas como “parece un pozo de sombras la noche, y yo en la sombra camino muy lento”, “Garúa” es un clásico del tango y lo es, posiblemente, no sólo porque pinta a Buenos Aires –y se trata de la Buenos Aires de 1940, con asfalto y luz eléctrica, y no la de la nostalgia por el barrio perdido– sino porque pinta a quienes la pintaron.

Y la canción, como la propia ciudad, tuvo dos fundaciones.

La primera fue en 1943, cuando Enrique Cadícamo, detrás del escenario del Tibidabo, en Corrientes a una cuadra y media del Obelisco, escuchó una melodía que Aníbal Troilo tocó para él y prometió ponerle letra. Ese mismo año, en rápida sucesión, la grabaron en disco el propio bandoneonista al frente de su orquesta, con Francisco Fiorentino como cantante, la orquesta de Pedro Láurenz con la voz de Alberto Podestá, y la notable Mercedes Simone. La nueva fundación fue casi veinte años después, cuando Troilo volvió a registrarla, esta vez con Roberto Goyeneche. El tango, con los años, había ido perdiendo sus marcas más ligadas al baile; sus acentuaciones se habían atenuado aunque el arreglo, con sus magníficos contracantos, seguía siendo casi el mismo –en la segunda versión aparece un veloz pasaje descendente en el piano cuando se nombra a la garúa–. Y el nuevo cantante, además de quedar ligado a esta canción a la que parecía pertenecerle, introdujo para siempre la pausa teatral entre “Qué noche llena de hastío” y el siguiente “y de frío”.

Quien siente a la garúa acentuada con sus púas en el corazón es un hombre tristísimo. Patético. Alguien que se regodea en su sentimiento de abandono, que acumula palabras acusatorias contra sí mismo y dice sentirse “como un descarte, siempre solo, siempre aparte” al recordar a su amada imposible. Y podría entenderse que esa es la manera en que un porteño –o por lo menos un personaje del tango– se complace en autorretratarse. Al fin y al cabo uno de los tangos instrumentales más bellos, compuesto por Jorge Caldara y grabado por la orquesta de Osvaldo Pugliese en 1948, se titula “Patético”. Y no parece tratarse de un insulto o un menosprecio.

El gran dibujante Luis J. Medrano, autor de los “Grafodramas” que el diario La Nación publicó durante más de treinta años –aguafuertes de un solo cuadro con un título que acababa de darle sentido a la figura, a veces por contraste– ilustró los almanaques de Alpargatas en 1946 y 1947. El dibujo inaugural, en enero de 1946, lleva por título “Cumparsita”. Se ve, en el palco, a un sexteto típico. A la orquesta de tango en su expresión de máxima concentración –dos violines, dos bandoneones, piano y contrabajo–, a la manera del grupo de Julio De Caro en los años 20 y, más adelante, el de Elvino Vardaro, el notable sexteto con el que comenzó Carlos Di Sarli su carrera o los tardíos –y exquisitos– Sexteto Tango y Sexteto Mayor. Debajo, junto a las mesas del bar, hombres –sólo hombres– con sus pocillos de café. Son, todos ellos, tanto los que están solos como los que están sentados junto a un amigo, taciturnos. Y comparten con quienes están tocando –mal afeitados, apesadumbrados– la expresión de una profunda tristeza.

No es una escena de los años sesenta –músicos de tango con poco trabajo, haciendo una música bailable que ya ningún joven quiere bailar y cantándole a una ciudad y una sensibilidad desaparecida hacía décadas–. Es el año 1946, el cenit de lo que el propio género definió como su edad dorada. Y tanto los artistas como su público están horrible, desesperadamente, redundantemente tristes. Con hastío y con frío. Podrían decir, todos ellos, “en esta noche tan fría y tan mía, pensando siempre en lo mismo me abismo”.

El blues es una música triste, pero sus cantantes se ven desafiantes y hasta furiosos. El vallenato cuenta, muchas veces, historias terribles. Pero está allí la alegría, o por lo menos la energía, como para poder cantarlo. El tango, como una especie de anticipada cultura “emo”, se complace en exhibir la sobreactuación del desamparo. Y “Garúa” es, en ese sentido, una canción ejemplar. O lo fue, en todo caso, a partir del momento en que la cantó Goyeneche. De ese balbuceo y de esa pausa fatídica en el medio de la primera frase, que lo convirtió definitivamente en aquel que queriendo “arrancarla, desecharla y olvidarla” cada vez la recordaba más. Ese hombre que, bajo la garúa, iba solo y triste por la acera, viendo cómo “sobre la calle, la hilera de focos lustra el asfalto con luz mortecina” y, con esas gotas que caían en el charco de su alma “hasta los huesos calados y helados”, veía, mientras el viento lo empujaba, remachar el clavo de su tormento. La demora antes de “un pozo de sombras”, la “l” de “las sombras”, la “s” y la “m” en abismo, la “r” en “fría” son las marcas que el cantor va desgranando, con naturalidad, para edificar un fresco de expresividad extraordinaria. Con el raro talento, además, de cantar las consonantes, de dominar el arte de alargarlas a placer, de hacerlas resonar y de otorgar sentido a esa vibración en el aire.

Durante sus años en Caño 14 –el boliche de la calle Talcahuano creado por Mochín Marafioti y Atilio Stampone–, Goyeneche cantaba con la orquesta de Troilo en versión reducida: un cuarteto, versión aún más concentrada del sexteto de la viñeta de Medrano. Y no podía irse sin cantar “Garúa”. El Negro Manuso, famoso entre los habitués, se acodaba en la barra del bar de la esquina del boliche, el Amazonas, donde el cantante solía tomarse una caña Legui antes de la función, y se jactaba de ir a Caño 14 cada noche y siempre para escucharlo a él. “Vos sabés que a mí me gusta la noche y el frío”, contaba a quien quisiera escucharlo. “Y yo al boliche voy siempre con el breto (por sobretodo) aunque haga calor. Porque cuando el Polaco empieza ‘Garúa’ y dice ‘de ffffffrío’, corro a ponérmelo”.

Después, en 1982, durante una serie de actuaciones en el Teatro Regina junto con el quinteto de Astor Piazzolla –que aprovechó, en sus propias palabras, la oportunidad de conseguir una sala barata que le ofrecía la Guerra de Malvinas–, “Garúa” era el bis obligado. Después de la legendaria grabación con Troilo, el Polaco ya había vuelto a registrar la canción en 1977, con la Orquesta Típica Porteña –una especie de alter ego de la de Troilo dirigida por Raúl Garello, que había sido el último director musical de la de Pichuco–. La grabación había formado parte de un LP colectivo, publicado en 1978 con el título de Homenaje a Troilo donde Goyeneche cantaba también “Che Bandoneón”, “María· y ”Garras“.

En esa segunda versión discográfica estaban, por supuesto, esos alargamientos de las vocales y esas consonantes contando su propia historia pero era en vivo donde el cantante dibujaba con ella su autobiografía imaginaria. En mayo del 82, como si no hubiera habido guerra –o se necesitara olvidarla– o se tratara sólo de otras batallas, el público reclamaba “otra”. Piazzolla tocaba una pequeña y magnífica introducción, y luego bordeaba, seguía, comentaba esa interpretación teatral, al borde del recitado y de una exageración que en cualquier otro hubiera resultado artificial y forzada. En “Garúa” estaban a solas el cantante, abismado, de 56 años pero con la edad aparente del infinito mismo, y el bandoneonista, el mismo que cuarenta años antes había realizado para Troilo la primera orquestación de ese tango. Los dos a solas.

Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/

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