La Sanata Avanza
La persona conocida como Luis Majul dijo que, por primera vez, después de diez meses, la imagen positiva del gobierno está empezando a bajar, “no de manera abrupta pero sí de a poquito, por algunas cuestiones que pasaron en los últimos días”. Un compañero de sastrería le preguntó en LN+ si eso era previsible. Lo hizo con la falsa curiosidad y el falso hambre de revelación con los que se podría preguntar si es previsible que a alguien se le hinche el dedo si le pega un mazazo.
Para hacerlo, Majul adoptó un aire de “gato de posgrado” que va a descerrajarnos su sabiduría luego de un acceso de fastidio, y giró la cabecita de un modo que los traumatólogos no dudarían en llamar revolucionario. ¿Por qué? Bueno, porque por afuera de lo que sería un movimiento humano, moviéndola sobre el hueso atlas hacia los costados en giros propiamente dichos, y nunca más allá de los 90°, lo que hizo la cabeza de Majul fue girar (visto su rostro republicano de frente) como si el atlas estuviese incrustado en la nuca y alguien no lo hiciera girar sobre su eje sino en órbitas. El efecto óptico, asombroso, fue el de las sillas de la Vuelta al Mundo que mantienen la verticalidad mientras la rueda se mueve.
Una vez que nos humilló con la destreza cervical que ya quisieran tener los búhos, contestó la pregunta: “Bueno, depende quien lo mire”, y metió en el baile a Federico Aurelio, de Aresco. ¿O era Federico Aresco, de Aurelio? No se le entendió bien porque empleó la técnica de la ventriloquia, cuyo arte consiste en hablar con la boca cerrada.
Pero sea quien fuere el encuestador que citó, lo que dijo fue que, para el gobierno, haber bajado en las encuestas “es un signo de fortaleza, no de debilidad. Porque después de diez meses y luego del ajuste más profundo y más grande de toda la historia reciente argentina, la novedad o lo impactante, o lo novedoso, es que todavía siga manteniendo el nivel de imagen positiva que tiene”.
Vayamos primero al rastrillaje semántico más grueso. Si Majul se refiere a “toda” la historia argentina, está de más inventariar la “reciente”, incluida de por sí; y si, en cambio, se refiere a la “reciente”, pues no se trataría de “toda”. Y no es “depende quién lo mire” sino “depende de quién lo mire”. Siempre que hablemos de sujetos que respeten el verbo “mirar” y no lo reemplacen por el verbo “alucinar”.
Porque si ese respeto mínimo no se mantiene, podemos encontrarnos con alguien que ve subir lo que está bajando mediante la magia de la parafasia, fenómeno que tanto puede ocurrir porque se nos enredaron los cables del área de Broca y entonces cambiamos una palabra por su contraria, o porque estamos engañando voluntariamente la inteligencia lela de nuestros telespectadores.
Lo que no es el caso de la persona conocida como Luis Majul, esa tremenda rata de biblioteca, famosa por lo insobornable, por su ética de amianto, por los resplandores de su brillo personal, por su golden voice que nos recuerda el Elvis Presley de Hawai, por cómo se le planta al poder; y por su don para escuchar, su humildad, sus honorarios franciscanos y la calma que transmite a los argentinos; y también, quizás lo más importante, por su fobia a la falsedad, lo que lo convierte, según el juicio apasionado de esta columna, en el enemigo público número uno de las fake news globales. Y es nuestro, y eso no sé si lo valoramos en este país de desagradecidos que fue capaz de tener a grandes ídolos en la picota (perdón por extenderme, pero me emociona hablar de él: lo amo).
Que bajar en las encuestas sea un signo de fortaleza de quien está bajando, es tan indiscutible como que sea signo de estar ganando un partido de fútbol ir perdiéndolo 5 a 0, o sea signo de gula meter diez días de ayuno, o se le llame desenfreno sexual el celibato. Es indiscutible e irrefutable, siempre y cuando uno sea capaz de creer a muerte en las supersticiones.
La falsedad de los discursos de Estado, auxiliados por sus apéndices “independientes”, digamos por las serpientes de la Medusa que petrifican a quienes las miran, es -aun cuando lo digamos en términos negativos- un valor clásico de la política. Y hay un índice de falsedad, que va con el gusto de quien la prescribe. Una escuela de discursos de Estado tranquila, que intente no pasarse de la raya, irá de menos a mayor, tanteando el ambiente y tratando de iluminar los aciertos propios, si los hubiera; y de ensombrecer los errores, que por lo general son lo que abunda.
En todo caso, a ningún gobierno se le niegan los derechos de autobombo, omisión y sesgo que, dicho sea de paso, no pueden ser más humanos (son tan humanos que el hombre, por deformación platónica, los detesta). ¿O hay algo que las personas, incluso de manera más exagerada que los gobiernos, resalten más que sus propias ilusiones? De cualquier cosa: de inteligencia, de belleza, de poder, de buena suerte, de consumos boludos y de felicidad.
Por un lado, habría que aceptar sin problemas un poco de fantasías y falsedades en los discursos de Estado. Un poco. Pero lo que se ve del gobierno en curso del Presidente Javier Milei, es la manera industrial de acumular fantasías y falsedades hasta usurpar los hechos existentes en un porcentaje altísimo.
De repente, no queda nada de realidad acordada, la que se vuelve una niebla “iluminada” desde adentro por la molicie del Gordo Dan y otros seres superiores como él. Postrado en su silla de gamer, respirando el tufo a caseína en el tugurio recalentado a neones desde donde ataca con la agresividad de un cusco que se salteó la antirrábica, planta la semilla de un incendio político en Córdoba, y mira a la camarita para decirle a Ernesto Tenenbaum, veinte veces seguidas: “¡Pedófilo!”.
Establecida la cantidad de falsedades surgidas de estos yacimientos preliterarios, de las que el Presidente Milei es un dealer de tiempo completo, y resignados a que si existen es porque es la época la que las trajo hasta acá en semejantes proporciones, ¿será mucho pedir un poco de calidad?
Por calidad se entiende una cierta preocupación por… la calidad. La dificultad para obtenerla siquiera como excepción radica, posiblemente, en que los que producen y distribuyen las falsedades de décima calidad son los mismos que las consumen. El círculo se cierra como el humorista malo que se ríe de su chiste.
El ejemplo de esta semana fue el posteo de Presidente Milei de un texto publicado en X, llamado “El edificio con humedad: Alegoría de la economía argentina y el drama de la progresión de la pobreza”, escrito por el economista David Mermelstein para justificar el 52% de pobreza.
Sabemos por las tradiciones trilladas de las que vienen las alegorías económicas, que se abusa de dos representaciones. Una, que le cabe el sayo borgeano de “fatigada”, es la del cuerpo humano. Habrán oído hablar hasta el cansancio de fiebre, amputaciones, tumores e infartos en clave de equilibrio o déficit fiscal. O de poner la casa en orden (o sea: no poner el inodoro en el living), no gastar más de lo que entra a la casa, etc. Con esas analogías y algunas variantes se ha destacado Carlos Melconian y su maestro dramático, Juan Carlos De Pablo, y nos han embolado hasta la narcolepsia Martín Redrado y Alfonso Prat Gay.
En el caso de Mermelstein, su aporte es el de la casa con humedad crónica, y es tan insistente con el asunto que sin moverse mucho podría haber colado en algún párrafo un PNT de membranas Venier o Sinteplast, o las dos, para estimular la libre competencia sin la mano del Estado. Al texto de Mermelstein hay que leerlo bajo condiciones especiales de vigilia. Hay que dormir bien antes, comer liviano y autoindicarse alguna píldora para el déficit de atención. Su prosa se parece al ruido blanco. El rumor de una turbina tiene más matices. Es cuestión de entrar a esa prosa de anestesista y cabecear. Pero, ¿qué se puede esperar de una alegoría sino ataques de aburrimiento?
Habla de que “había una vez” un edifico antiguo con humedad en los cimientos. Nadie solucionaba el problema para no pagarlo. En cambio, se lo disimulaba “con revestimientos de Durlock, posters de mal gusto y demás aditamentos baratos”. El edificio perdió “capacidad para albergar moradores, dejando fuera a más del 40% de quienes necesitaron alojarse durante todo 2023”.
¿Vamos bien? ¿Quieren tomar algo fuerte y seguimos? ¿Quieren tirarse un rato? ¿Quieren drogarse un poco? ¿Seguimos? Bien, sigamos. Así como iba la cosa, pintaba el derrumbe. Entonces se votó para que se solucionara el problema de fondo. Los “especialistas” pusieron manos a la obra, lo que hizo que el espacio inhabitable del edificio aumentara del 40% al 52% “durante la primera mitad de 2024”.
Durante mucho tiempo, “el marketing de los vendedores de revestimientos y demás soluciones falsas había podido más que la amarga tarea de invertir esfuerzos en arreglar los cimientos”. El aliciente para el 52% de los que sufren afuera del edificio (y que hace menos de un año era el 40%) es que por fin se intenta evitar el desmoronamiento y pensar “en un edificio con cimientos saneados”, que “sea capaz de soportar la construcción de nuevos pisos para los que vendrán”.
¿Dónde está la “humedad de la humedad” en el edificio construido por la prosa apodíctica de Mermelstein, casualmente el tipo de prosa que curte el Presidente Milei en su bibliografía inenarrable? ¿Dónde está la falla silenciosa de este esquema de representación?
Se diría que en la identidad no reportada de ese 52% que debe evacuar el edificio y, sobre todo, en la del 48% de los que se quedan adentro. Unos se quedan y otros se van, y lo que no tiene una explicación razonable es que, si hay un peligro de derrumbe, la evacuación no sea para el 100% de los habitantes del edificio. ¿Se derrumba una parte del edificio o todo?
O a ese 52% lo fletó el otro 48% bajo la modalidad de la “amenaza de derrumbe” (en el sentido de la amenaza de bomba que hace el que no quiere ir a trabajar), o ese 48% tiene una protección especial en el edificio, digamos amenities antinucleares. En cuanto a la “humedad”, ¿cómo es que pueden soportarla los que se quedan? ¿Hay una misma humedad para todos o cada cual tiene la suya? Muy extraño todo. Demasiado alegórico. Entretanto, La Sanata Avanza.
JJB/MF
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