Cómo el toque de queda en Chile se volvió eterno y nadie se queja
Cuando en octubre de 2019 viajé a Chile –el país en el que nací y viví por 40 años–, el estado de emergencia que había decretado el presidente Sebastián Piñera para tratar de reestablecer la “calma” que había perturbado el estallido social recién había sido suspendido. Sin embargo, como dijo el chofer de la combi que me llevó a mi destino, “aún seguimos funcionando como si hubiera toque de queda”. Y es que las calles todavía tenían rastros del estallido: las paredes pintadas como nunca las había visto, los semáforos inutilizados y la Plaza Italia rebautizada como Plaza Dignidad como epicentro inequívoco de las manifestaciones. Cuando pasamos por ahí, el chofer no pudo dejar de comentar: “Hasta esta hora es transitable, pero en un rato todo esto se corta”. Eran cerca de las cuatro de la tarde y el chofer se refería a pasadas las cinco, cuando decenas de miles de manifestantes ocupaban la plaza.
El tiempo pasa rápido. Por eso, cuando a comienzos de enero el Gobierno argentino comenzó a barajar la posibilidad de decretar un toque de queda sanitario para frenar el rebrote de diciembre que amenazaba con convertirse en una segunda ola, los días en Chile aparecieron en mi mente. No sólo los días del estallido, sino también la obsesión del presidente Piñera por gobernar con estado de excepción constitucional y toque de queda. Puede decirse que Chile ha vivido con un toque de queda casi permanente desde octubre de 2019, y Piñera ha ocupado esta herramienta constitucional como método de control social y también para frenar la expansión del Covid-19.
Un toque de queda en buena parte de Sudamérica trae a la memoria, tristemente, las dictaduras que asolaron la región, con su consecuente cantidad de muertos, desaparecidos y torturados, por lo que su aplicación de por sí no podía tener una buena acogida ni en Chile, ni menos en un país como Argentina, donde la lucha por el respeto de los derechos humanos ha sido un emblema para buena parte de la población. Sin embargo, parece ser que los chilenos nos acostumbramos rápidamente a vivir con toque de queda, porque cuando fui ahora, en la segunda quincena de diciembre, en ninguna de las reuniones con mis amigos fue tema de conversación, tampoco los medios daban lugar a si estaba bien o mal que un gobierno perpetuara la medida ininterrumpidamente. Lo que sí se discutía era la hora: cuando llegué el toque era a la medianoche como en el cuento de La Cenicienta y, después de Navidad, a las diez.
La caminata
Para ser honestos, el actual horario es de locos, porque el transporte público se corta a eso de las nueve y media, y las aplicaciones como Beat o Uber sencillamente no andan porque se colapsan. Todos los días que salí me tocó caminar el equivalente a seis estaciones de Metro. El 30 de diciembre recuerdo haber visto mucha gente regresando a pie a sus casas y no se veía mal ánimo ni un espíritu crítico, se acataba sin pensar. Sin embargo, para mí, que me tocó vivir la última parte de la dictadura con dieciocho años cumplidos y militando en un partido político, ese caminar de noche de regreso a casa me recordó, en chispazos, aquellos tiempos, o más precisamente el último toque de queda que viví, que fue cuando un grupo subversivo intentó asesinar a Augusto Pinochet en septiembre de 1986. Ese toque duró hasta enero de 1987, pero el de Piñera lo supera.
Desde el estallido social nuestro presidente ha tratado de gobernar con toque de queda: después que suspendió el estado de emergencia envió al Congreso la ley de infraestructura crítica, que lo facultaría para decretar un toque de queda sin invocar un estado de excepción constitucional. Luego, cuando en febrero del año pasado el Covid-19 era una amenaza para Sudamérica y el Gobierno de Chile lo esperaba con los brazos abiertos, el toque de queda, ya sea como estado de excepción o como ley de infraestructura crítica, se veía a la vuelta de la esquina. En el fondo, el coronavirus fue para Piñera una forma de frenar el estallido social. Y así fue como un día antes de que el presidente Alberto Fernández decretara la primera cuarentena, él decretaba nuevamente estado de emergencia y toque de queda para controlar las restricciones impuestas por la pandemia. Lo extraño de tal justificación era que las restricciones eran bastante laxas: cuarentenas rotativas (de hecho la Región Metropolitana no tuvo cuarentena general hasta diciembre), con la actividad económica funcionando mucho más que en la Argentina. Entonces, ¿era necesario un toque de queda, o dicho de otro modo, para qué servía si la misma calle que había apoyado el estallido social pedía medidas más estrictas?
El actual horario es de locos, porque el transporte público se corta a eso de las nueve y media, y las aplicaciones como Beat o Uber sencillamente no andan porque se colapsan
A diferencia de la Argentina, Chile tuvo el pico de la evolución de la pandemia a mediados de junio y gran parte de los muertos se concentró en un mes y medio (se habla de una cifra extraoficial de 22.000 muertos hasta el momento, lo que ajustado por población equivaldría a 55.000 muertos en Argentina). Además, allá hubo una explosión de contagios en corto tiempo con los servicios de salud a punto de colapsar o colapsados, mientras las medidas restrictivas fueron en general más laxas e intermitentes que en varios distritos argentinos. Durante gran parte del tiempo de la evolución de la pandemia, el toque de queda no fue por razones sanitarias, aunque el presidente argumentara lo contrario. Sólo en diciembre, cuando los casos diarios llegaron a 2.000 (y a principios de enero estaban en 3.500) se ajustó el horario del toque de queda.
No soy amigo de estas medidas excepcionales, pero debo admitir que cuando se han tomado por los terremotos que de cuando en cuando azotan Chile han sido de utilidad. Para el gran terremoto de 2010 sirvió para que bajara la paranoia en la zona más afectada (Concepción al sur), donde los vecinos llegaron a montar guardia ante el temor de que saquearan sus casas. Tiempo después se demostró que esa guardia era ridícula, porque nunca hubo una turba interesada en saquear; recuerdo que un excompañero de universidad participó de esas guardias y me costaba identificar al joven melómano, con su colección de vinilos, con el adulto que pensaba que lo que no le había arrebatado el terremoto se lo iba a arrebatar la oscuridad. La figura legal que esgrimió el gobierno de Michelle Bachelet en esa época fue estado de catástrofe, lo que implicaba la restricción de ciertos derechos constitucionales, como el de circulación.
El Gobierno liberal desconfía de la autorregulación
Como sabemos, en estos momentos hay varios países europeos con toque de queda. Alguien podría argumentar que esos países se pueden dar el lujo de tomar esa medida porque no vivieron dictaduras con severas limitaciones a las libertades, como las ocurridas en Sudamérica. Pero creo que el ejemplo que ha dado Chile en el uso de toques de queda nos señala que su invocación es muy importante, y en este sentido el Gobierno de Piñera no ha ayudado a clarificar las cosas, porque él mismo ha usado esta restricción invocando distintas razones: política, seguridad y crisis sanitaria. En la que menos cree es –a mi juicio– para lo que más sirve: crisis sanitaria. Y es lo que vemos en los países europeos. En otras palabras, si la sociedad no es capaz de autorregularse para frenar la circulación del virus, lo tendrá que hacer el Estado, y esto no lo convierte en una dictadura. Distinto es si quisiera poner orden y decretara toque de queda, distinto es si esta medida fuera una práctica política para completar el mandato.
No pocos dirán que los chilenos nos acostumbramos a todo muy fácilmente y que el estallido social, de haber ocurrido en la Argentina, hubiera significado la salida del presidente. Es cierto eso, pero para mí la virtud que tiene la Argentina, por ser un país con muchas libertades ganadas, es que puede darse el lujo europeo de poner un toque de queda sin que pase mucho. Bueno, sí, habrá algún titular de Clarín acompañado por una columna de Roberto Gargarella (porque no me imagino a La Nación quejándose de que esto se parece a una dictadura). Pero, aclaro, ojalá no sea necesario.
GL
Gonzalo León es escritor chileno radicado en Buenos Aires. Su último libro es La caída del Jaguar — Crónica del estallido social en Chile. Hormigas Negras (2020)
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