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Nueva nostalgia de Internet

Internet nació en 1969, cuando dos universidades de la Costa Oeste norteamericana lograron conectar sus computadoras para comunicarse en el marco del programa ARPANET.

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Enero de 2020. Mientras el Covid llegaba silenciosamente al Washington de Trump, en una lejana isla del Delta un amigo que trabaja en marketing digital apuraba su bocado de asado y comenzaba una ponderación de Blogger, el servicio de blogging de Google que tuvo su cuarto de hora a mediados de la década del 2000: “Era buenísimo, súper intuitivo y con un montón de funciones. Todo lo que vino después no sirve. Internet tendría que haber parado ahí”. El resto de los comensales, incluyendo a un programador y a un investigador de redes sociales, asentimos en silencio. Quizás fueron los 40°C que nos envolvían; quizás, el áspero vino en damajuana que proveía la lancha-almacén. O quizás algo va tan mal que la nostalgia ya no apunta al pasado sino al presente y su promesa de futuro: a la internet que nos rodea.

Las redes y plataformas se van cerrando por censura, suscripción o desconfianza. No es raro que nativos e inmigrantes digitales ya no reconozcamos a nuestro propio barrio. Serverland, una novela de la alemana Josefine Rieks, editada aquí por Adriana Hidalgo, imagina que para 2030 internet ya no existe, la vida vuelve a ser analógica (teléfonos, mapas, directorios y anotadores de papel), hasta que alguien descubre los viejos servidores abandonados.El ejercicio de añorar lo que aún tenemos puede ser productivo para descubrir qué nos falta.

Teoría del vaporwave

La historia es conocida: en 2009 cerró Geocities, el servicio gratuito de alojamiento web creado en 1994 que permitió a millones de usuarios desarrollar sus propias páginas. Como es rutina, el periodismo explicó el cierre por la mala gestión y la obsolescencia. Pero pronto muchos ex usuarios comenzaron a añorar al sitio que habían abandonado en masa años antes. Hubo campañas para recuperar los contenidos en Internet Archive e incluso se abrió un sitio en donde buscar sus viejos GIFs. Al año siguiente aparecieron en Youtube una serie de extraños videos que combinaban música de sintetizadores con las gráficas de la vieja internet, pixeladas en 8 bites, con colores planos y chillones. Los videos estaban firmados por seudónimos pero detrás de ellos se encontraban artistas prestigiosos como Daniel Lopatin o Ramona Xavier.

“V a p o r w a v e” fue el extraño nombre que recibió aquella extraña estética. No faltó quienes la entendieran como una forma de resistencia, una expresión desesperada de la alienación cultural del capitalismo tardío. Pero lo cierto es que estos artistas milenials disfrutaban de esa estética y parecían más interesados en recuperarla que en combatirla. Otros, más sutiles, vieron en ella la reconstrucción de un no-lugar: ese tipo de la posmodernidad que puede encontrarse en shoppings y aeropuertos, ahora extendida al espacio inmaterial de la web. El no-lugar digital sería la antiutopía o, mejor, la utopía posible en el capitalismo antiutópico. Pero ¿por qué debería ser antiutópico?

La nostalgia no es necesariamente reaccionaria: puede ser una manera de marcar distancia con el presente. O incluso ir más allá, cuestionar la noción misma de tiempo lineal y proponer bifurcaciones creativas. El acto de añorar tiene mucho de sueño lúcido, la nostalgia puede invitar a la invención de un pasado que es también un proyecto de futuro.

El vaporwave añora a aquella internet lenta, de dial up y 56 kb/s, aún aterida a objetos físicos como un cd-rom, antes de que el sistema ciberfísico lo devorara todo. Pero sobre todo, a una internet que aún encerraba la promesa de otro mundo. Como dice Ross Cole: “Vaporwave recrea ese momento previo a la revolución de las redes sociales—antes del clickbait y Alexa, antes de la internet móvil y los smartphones, cuando la esfera online aún se sentía como una aventura virtual alejada de lo cotidiano, un benigno mundo silvestre e inexplorado”.  Pero eso requiere contar otra historia.

El paraíso perdido

Internet nació en 1969, cuando dos universidades de la Costa Oeste norteamericana lograron conectar sus computadoras para comunicarse en el marco del programa ARPANET. Si bien la fecha y el lugar nos remiten a Woodstock, la contracultura y el hippismo, el clima que envolvió al origen de la internet era un poco más pesado: ARPANET era un programa del Departamento de Defensa; desde los años del Proyecto Manhattan, del que saldría la bomba nuclear, la Costa Oeste norteamericana era un ecosistema de universidades, empresas y militares buscando soluciones y ventajas en medio de la paranoia de la Guerra Fría.

La web llegó 20 años más tarde, en otro contexto: la guerra fría había terminado y las tecnologías eran más accesibles, pero comunicarse a través de internet seguía requiriendo de pesados logueos entre computadoras con información dispersa. Tim Berners-Lee creó una serie de protocolos y lenguajes (URL, HTTP, HTML) que conectaran esa información en una telaraña de hipertextos. Si en 1969 ARPANET había descubierto un mundo inmaterial, en 1990 la WorldWideWeb trazó las calles y señales de tránsito que nos permitirían pasear en él tranquilos y seguros. Berners-Lee era totalmente consciente del sentido político de su innovación: hacer internet accesible para todos.

Con el nuevo siglo el cielo volvió a cerrarse: la crisis de las puntocom concentró al mercado en un puñado de big techs y el giro securitario del 9/11 trajo de vuelta aquel clima paranoico del '69. En ese contexto se cocina la web 2.0: redes sociales y plataformas que ya no comparten sus datos con la web, y retienen al usuario dentro de ellas con sus propios motores de búsqueda y una multitud de gadgets y funcionalidades internas. Ya no googleamos: buscamos la noticia en Twitter, el tutorial en Youtube o el producto en el marketplace de Instagram.

          Así, un volumen de información que serviría para perfeccionar la web, que es para todos, queda retenida en las plataformas, con destino incierto. Si la web de Berners-Lee hizo de internet una ciudad, las plataformas son barrios privados que explotan recursos públicos sin contribuir a su desarrollo. Los escándalos de Facebook y Twitter, el aplanamiento cultural de Netflix y Spotify, las guerras de TikTok y WeChat son parte de un cuadro mayor: el malestar de la internet madura. Nunca como hoy fue tan cómodo e intuitivo conectarse y navegar, nunca como hoy sentimos tanto malestar al hacerlo: la abulia de productos culturales preseteados para el streaming y el binge-viewing, la sobreactuación y agresividad de las redes sociales, las suspicacias detrás de la minería de datos.

Quizás esta historia de internet sea incompleta y parcial. Quizás sea otra nostalgia que apunta al futuro. Podemos mudarnos de mensajería, meter un disclaimer en el muro o resignarnos con ironía, pero la digitalización de la vida se acelera igual. En 2021 pelear por internet es pelear la democracia, y la web nació para todos, para compartir y crear redes. Debajo del asfalto no estaba la playa, pero debajo del capitalismo de vigilancia sí está esa promesa de futuro que debemos recuperar. O, en su defecto, inventar.

 

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