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Y después es ahora Opinión

Usucapión

Pampa de Pocho

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La primera vez que escuché la palabra usucapión, que no pasa nada desapercibida, fue en relación a un supuesto terreno que habría comprado mi abuelo Wilhelm Paula en la Pampa de Pocho en la provincia de Córdoba. Crucé esa pampa llena de palmeras retaconas un verano y cuando se lo comenté a mi padre apareció esto de la usucapión: mi abuelo habría comprado un terreno vaya uno a saber en qué condiciones, nunca más fue, lo perdió. Alguien se lo usucapió. 

Ese mismo abuelo y su familia vivieron su vida en el barrio de Villa Ballester en el partido de San Martín, en provincia de Buenos Aires. Tenían, cuando sus hijxs aún vivían con ellxs, un chalet sobre un terreno largo, con una suerte de quincho en el medio y el tallercito de mi abuelo Willy al fondo. En el pasto, los rosales de mi abuela Vali, cada uno con el círculo de tierra recortado abajo, cada uno con el palo testigo pintado de blanco y rojo. Nosotrxs lxs nietxs llegamos a conocer esa casa de familia de escalera de madera crujiente y oscura, que en algún momento quedó demasiado grande y trabajosa para dos. Entonces la vendieron y se mudaron a una casita mucho más pequeña y sin parque, también en Villa Ballester. En esa casa mi abuelo moriría, literalmente, una noche. Se fue a dormir y nunca despertó. Un paro cardíaco lo había dormido para siempre. De esa casita, también, se iría mi abuela Vali al geriátrico alemán. En esa casita en algún momento ya tampoco podría vivir sola la abuela Vali. Lapidaba su jubilación y la de su marido en el quinielero de la esquina en un par de días, compraba una docena de churros para ella sola, pasaba días sin bañarse.

Esa casa, entonces, una vez fallecida mi abuela, le fue alquilada a un señor, Juan Pablo B. y su familia. Hace ya casi veinte años de eso, en el medio murió también mi padre, y la gestión la siguen llevando adelante mi tía paterna, la única hija de esos Paula, y mi mamá. Hace un par de años apareció la intención y la necesidad de venderla y resulta, para mí, que mi abuelo y abuela, aún habiendo comprado la propiedad legalmente, no tenían el título de posesión. Es decir: nunca estuvo la propiedad a su nombre. Sigue estándolo a nombre de gente fallecida hace añares, los dueños anteriores a ellxs, o acaso más atrás, de cómica coincidencia de apellidos Parera y Pareja. Resulta que ahora para realmente poder vender la pequeña propiedad, los Paula en la tierra están llevando adelante un juicio de usucapión. Mi madre, mi hermano y yo, siendo los herederos de Gerardo Paula, llevamos adelante el juicio junto a Cristina Paula, la hermana de mi papá. Todo guiados por mi primo, hijo de mi tía, que es abogado.

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La semana pasada tuvimos la segunda audiencia virtual. Me conecto desde mi casa, una jueza joven desde su pequeño despacho en alguna dependencia judicial del partido de San Martín, una notaria desde su casa, la que representa a la otra parte que no existe, la abogada que representa a mi hermano que vive en Suiza y en otro recuadrito, mi tía y mi mamá, que se conectan juntas desde el celular de alguna y cuyas caras se ven siempre por partes, siempre demasiado cerca. En esta segunda audiencia se trataba de que se presentaran testigos a certificar que mis abuelxs efectivamente vivieron ahí los años que lo hicieron. Dos vecinos ancianos que los conocieron no se presentaron porque tenían miedo, supongo que no habrán terminado de entender de qué se trataba todo. El único que se presentó es Juan Pablo B., el inquilino de la casa desde hace casi veinte años. Juan Pablo B. entra muy nervioso al pequeño despacho de la jueza en San Martín. Juan Pablo B. presenta y recita su documento al entrar y compruebo que es más joven que yo. Hasta ahora siempre me habían hablado de él como “el señor”. Y entonces, sin mayores formalidades, comienzan las preguntas. La jueza quiere saber si él alquila la propiedad en cuestión, dice que sí. Le preguntan si la habita, dice que sí, desde hace veintitrés años, afirma con certeza absoluta. Le preguntan por el nombre y la altura de la casa, no se acuerda. No puede decir la altura de la calle de la propiedad. Vuelven a preguntarle si vive ahí, ahora dice que no, que no vive ahí, que sus hijos la habitan. La ruta de la confusión ha sido tomada. La jueza dice que no entiende. Que cómo que no conoce la altura de la casa en la que vive hace veintitrés años. Dice que ahora no, que ahora viven los hijos ahí. Dice que conoce la casa a la perfección, se dispone a describirla, la describe en detalle entrando desde el portón del garage. Remarca que atrás tiene un pequeño patio, enrejado también, que eso la hace la casa más segura de la cuadra. Lo que me recuerda el cuento del tío al que fueron sometidos mi abuela y mi abuelo en esa misma propiedad, de una gente que entró para robarles diciendo que eran amigos de mi papá, por suerte no tenían mucho para dar. La casa más segura del barrio no resiste los embates de la persuasión. La deriva de Juan Pablo B. se pronuncia cada vez más. Que a quién le alquila la casa él, quiere saber la jueza. Al señor Gerardo de Paola, dice Juan Pablo, y mi padre va a ser Paola y de Paola durante el resto de la sesión. Sabe sí, que Paola falleció hace un par de años, lo dice varias veces, dice que él siguió el trato con la esposa de Paola, cuyo nombre no puede recordar. Le pregunta si se encuentra esa señora en la audiencia, mira a la pantalla, dice que sí, es esa, dice, la de pelo blanco, mientras señala a mi tía, la hermana de mi padre, en el monitor. Dice que paga todos los meses y que la familia, por nosotros, somos gente buena, que a veces no paga algunos meses y que después los paga todos juntos, dice que es gente buena mi familia, que nos paga una miseria él. Dice exactamente eso, les pago una miseria yo, 5000 pesos, dice, cuando en realidad son 15000, que es una miseria también pero una menor. Y a qué cuenta deposita el dinero quiere saber la jueza ahora y él que a la de Gerardo Paola. Y la jueza, asistiendo al naufragio, le repregunta ¿Del que falleció?. Juan Pablo B. se siente acorralado, la jueza, que no está siendo particularmente incisiva sino más bien todo lo contrario, anonadada, yo me estaría agarrando la cabeza si no fuera que estoy en plano en una audiencia en San Martín. Si Juan Pablo B. fuera testigo de un crimen ya habría mandado a un hombre inocente a la horca. Qué falible todo, mi dios. No es tan complicado, mi madre compartía una cuenta con mi padre, mi padre fallece, siguen compartiendo la cuenta, está a nombre de los dos pero el de mi padre sigue apareciendo. Sin embargo, nadie aclara esto en la reunión. Con todo pifiado ya, el testigo estrella Juan Pablo B. quiere mostrar los recibos del depósito del Banco Itaú en su celular, la jueza la pide que guarde el teléfono, que no puede usarlo mientras está declarando, de haberlo dejado mirarlo, acaso le habría aparecido la dirección del inmueble, el nombre de mi madre, el monto correcto, todos datos que van a quedar en la sombra. La jueza da por terminado el interrogatorio, le agradece las declaraciones, él luce aliviado, dice que está para lo que necesiten, para lo que necesitemos. Y se va. Mi primo le manda un mensaje después para agradecerle haberse presentado, repite que contemos con él, para lo que necesitemos.

La buena voluntad de Juan Pablo B. no sólo no ha sido suficiente sino que ha sido claramente perjudicial. Alguien intentando obrar bien, yerra y yerra y yerra. ¿Qué es entonces la buena voluntad? Pienso en El vizconde demediado, de Italo Calvino, y en cómo la mitad buena, sin posibilidad de discernir, yerra y se vuelve al final indiferenciable de la otra mitad mala que anda suelta por el mundo.

Mi hermano en Suiza dice que le cuesta llegar a fin de mes, que a veces casi que ni llega, como este mes. Mi hermano en Suiza tiene una familia de cinco, con una hija y otros dos que tienen papá propio pero que pasan más tiempo con él y la mamá, la de ellos, claro. Suiza y no llegar a fin de mes no parecerían en principio ser dos cosas que van juntas. A mi hermano le vendría bien la venta de la casita de Ballester para poder contar con algo, por más poco que sea. La idea es hacer una serie de enroques para que todxs podamos vivir bien. Vender la casa familiar en la que vive mi madre sola ahora, que ella viva en una más pequeña, que mi hermano herede ahora y pueda contar con esa plata para llevar adelante su familión. El otro día hablaba con una amiga que alquila un departamento con su novio y el hijo de él, de otra pareja, que va y viene. Recibieron la notificación de la inmobiliaria de que les aumentaban un 100%. El departamento no es barato, ahora apenas si lo podrían pagar. Son dos personas que trabajan muchísimo, son dos personas a las que les va bien. Y sin embargo están a punto de quedarse en la calle. Consiguen con buena onda y carisma que la dueña les haga un aumento menos violento y más progresivo, pero aumento al fin. Aumento que, por supuesto, para nada se ve representado en sus ingresos. ¿Qué voy a contar? Ya todxs saben cómo es. Mis abuelos y abuelas tenían oficios y trabajaron, no mucho más que nosotrxs o acaso menos y todos compraron casas. En el conurbano, en barrios, casas al fin. Mi mamá y mi papá también llegaron a construirse una, con trabajos en relación de dependencia, con créditos. Y nosotrxs, los que venimos después, nos dilapidamos los inmuebles y no por vagos. Y aún así debemos contarnos entre los privilegiados que poseyeron algo, ¿o no?

Copio del fb de una amiga, una publicación del año pasado, mientras leía a Rousseau:

En 1754, rodeado de un puñado de personas que rebosaba de lujos y de una multitud hambrienta sin acceso a lo necesario, escribía Rousseau: “El primero al que, habiendo cercado un terreno, se le ocurrió decir esto es mío y encontró gente lo bastante simple como para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. Cuántos crímenes, cuántas guerras, cuántos asesinatos, cuántas miserias y horrores habría evitado al género humano aquel que, arrancando las estacas o llenando el foso, hubiese gritado a sus semejantes: ”¡Cuídense de escuchar a este impostor! Están perdidos si olvidan que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie“. Amén.

RP

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