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Al final, no era tan así

Vivir con tus padres o con un montón de desconocidos: una elección bien europea

En las capitales europeas los menores de 40 años comparten el lugar donde viven con familia, amigos y hasta desconocidos porque no pueden pagarse el alquiler de un sitio para vivir solos.

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Un artículo del Financial Times muestra en una imagen a un hombre de 33 años (algunos pretenden seguir llamándolo joven) en un monoambiente mientras juega con su perro de 30 kilos, cercado por una heladera y una cama de una plaza con un osito de peluche que lo mira desde el rincón, y unos estantes con libros y algún que otro souvenir. En otra de las paredes hay una TV plana colgada y en el suelo, un pequeño altavoz. El hombre —de nombre Fabián— se muestra feliz, aunque vive en una caja de zapatos con aires adolescentes y paga por ello unos US$800 al mes.

Fabián vive en Berlín y es uno de los pocos sub-40 europeos que, tras atravesar el infierno del mercado inmobiliario, encontró un lugar donde dormir e intentar construirse una vida. Paradójicamente, forma parte del grupo de los afortunados. La gran mayoría de ellos no puede costearse uno de estos monoambientes o studios y debe elegir entre vivir en la casa de los padres o compartir un departamento con desconocidos (en general se trata de expatriados y trabajadores de bajos salarios que van saltando de una ciudad a otra y de un trabajo a otro con la esperanza de mejorar su situación, aunque rara vez lo consiguen).

El escenario no es nuevo, aunque el principal diario inglés le haya dedicado un especial al tema esta semana. Por otra parte, permite poner en contexto lo que sucede en Argentina mientras se debate la ley de alquileres y la plataforma Airbnb se dispara en ciudades como Buenos Aires o Bariloche. 

El caso de Berlín es interesante. Allí se tomaron medidas como imponer límites a la subida de alquileres. Eso ayudó a aquellas personas que ya tenían un lugar alquilado y podían extender su estadía sin sufrir cambios.

Pero los que debían mudarse o alquilar por primera vez se encontraron con un mercado hiperdemandado y con precios exorbitantes. El caso es muy similar en Londres, París y otras capitales y ciudades atractivas de Europa, donde quienes no pueden convivir con sus padres o desconocidos (por alguna razón), deben dormir en dormir en el sillón de un hermano o una amiga. Lo más interesante es que la indignación no llega a ningún otro lugar más a que a la mesa del bar, donde los sufrientes inquilinos se descargan contra esta injusticia y se animan con saber que, al menos, todavía pueden pagar una caña o una pinta para digerir el drama.

Los casos no están solo en los diarios y portales. Me remito a uno que vi con mis propios ojos en Madrid. Tras varios años de esfuerzos para asentarse como programadora, mi conocida suele quejarse de la rotación patológica de su departamento. Durante dos meses tiene de compañera a una chica de Francia que casi no sale de su dormitorio y cuando lo hace es para ir a su trabajo. Luego es reemplazada por una argentina que se queja de los “ruidos” del resto, del olor a churrasco que deja su compañero de California o de las juergas que organiza el holandés que duerme en el dormitorio enfrente al suyo.

El panorama es agotador, pero hizo las cuentas para mudarse varias veces y la respuesta siempre es la misma: todavía no le alcanza. En otra ciudad de España, el escenario es igual de desesperante. Lo cuenta estos días el diario El País: se trata de Málaga, donde Airbnb está de fiesta y ocho de cada diez nuevos residentes son extranjeros. Entendible… ¿quién con un trabajo remoto no estaría dispuesto a cambiar una fría y triste Hamburgo por una cálida y frenética ciudad de la Costa del Sol? El mercado y su atractiva libertad a ultranza generan estas situaciones. Ahora los locales no tienen dónde vivir porque los precios de los alquileres subieron un 20% en el último año, y el tercio de las casas vendidas en el 2022 fueron a parar a manos foráneas. Algunos debieron alejarse tanto para encontrar casa que ya se olvidaron de que vivían cerca del mar.

La compra de viviendas, precisamente, agravó su cuadro por la inflación (producto de la pandemia y la guerra entre Rusia y Ucrania, que la UE quiso enfrentar con todo un cambio de matriz energética a un costo muy alto). La jefa del Banco Europeo —nuestra recordada Christine Lagarde— subió las tasas de interés y eso encareció los créditos. En España, por ejemplo, la tasa pasó de cero a más del cuatro por ciento en el último año. Parece poco comparado con Argentina, pero no todos los salarios se actualizan. Las empresas y los sindicatos acordaron una suba del 4%, pero las empresas no están obligadas a cumplirlo; es solo una bella referencia.

Encontrar un lugar más o menos habitable es un derecho, se supone. De mínima, está estudiado que facilita el desarrollo personal y la posibilidad de formar una familia, si eso es lo que uno quiere. En cualquier caso (el monoambiente, la casa familiar, o el piso compartido), lo primero que debemos conseguir es un trabajo. En eso pensé esta semana al escuchar una columna de la radio Ser de Madrid —una de las más populares— en la que debatían alegremente sobre la epidemia de reuniones laborales que dejó el Covid con sus zoom y meet. Lo inquietante, más que el cúmulo de reuniones, es que la especialista que consultó el programa para endulzar el momento radial era una escritora cuyo exitoso y rutilante libro se titula: “Van a despedirte y lo sabes”.

AF/JJD

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