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Opinión

Vivo en Charlottesville: acá empezó el derrumbe de Donald Trump

Charlottesville, Virginia, Estados Unidos

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Hace más de diez años que vivo en Charlottesville, villorrio que comparto con cincuenta mil almas en el centro del estado de Virginia, al pie de los Apalaches y 160 kilómetros al sudeste del Distrito Federal, capital del imperio. Aquí me trajo la crisis del 2008, la caída de la Bolsa, el desempleo y la ruina de un país que parecía no dar para más durante los últimos meses del segundo gobierno de George W. Bush, por entonces el más despreciado entre los presidentes que le precedieron. Eso también estaba a punto de cambiar.

En Charlottesville encontré sosiego. Tan a gusto me sentí que sin más me vi multiplicado. La llegada de mi tercer hijo fue un gesto de confianza en un país que, tras el bochorno, empezaba a exhibir rasgos de madurez cívica. Uno de esos rasgos fue la llegada de Barack Obama, primer presidente negro de los Estados Unidos. En realidad, mestizo, como suele darse en América, cuando se puede. Obama era culto, inteligente, agraciado y canchero, cualidades que a su predecesor le habían sido negadas. Pero no todos compartieron mi entusiasmo, y en las elecciones de 2016, como es sabido, volvió a entronarse la torpeza con renovado entusiasmo. La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca cambió absolutamente todo. Esta vez la ruptura fue frontal y la grieta nos alcanzó a todos. Desde entonces no he vuelto a reunirme en amena tertulia con mis padres, tampoco con mi hermano, cuyas simpatías por Trump terminaron con cualquier posibilidad de encuentro. 

Así estaban las cosas en agosto de 2017 cuando un colega me advierte que un grupo de neonazi marchaba con antorchas por la Universidad de Virginia al grito de “¡Los judíos no nos van a reemplazar!”. Las imágenes por televisión daban fe de lo que estaba sucediendo en Shangri-La, al pie de los Apalaches. Me vestí lo más rápido que pude, y en menos que canta un nazi estuve allí para presenciar lo que fue el principio del fin de la era Trump, justo aquí, en Charlottesville, cuna de la Declaración de la Independencia y de la Constitución. Donde alguna vez, en los albores, convivieron cuatro de los primeros cinco presidentes de aquel experimento democrático, todos esclavistas, propietarios de hombres y mujeres que se vendían en subasta pública. No quiero con esto restarle mérito a la Constitución, pero creo conveniente mencionarlo. Charlottesville es un lugar complejo. Todos los lugares lo son.

Aquella fue la primera embestida de la ultraderecha-nacionalista, el debut, en tiempos modernos, de blancos-supremacistas de clase media. Esta vez fue sin capuchas blancas, sin togas; con nuevas siglas, cánticos y banderas. La respuesta a los advenedizos no se hizo esperar y los residentes de Charlottesville, en su mayoría demócratas y progresistas, salieron al día siguiente a reclamar la Universidad, y los espacios públicos. Ese día hubo enfrentamientos.

Serían las 2.00 de la tarde del aquel sábado, cuando James Alex Fields Jr. (20), supremacista de Ohio, trampista y nene de mamá, atropellaba intencionalmente a un grupo de manifestantes de izquierda, curiosos, antifascistas, militantes LGBTQ, esa gente que los trampistas desprecian más que nadie, casi tanto como a los negros. Aquello fue pandemonio, el Dodge Challenger hizo destrozos. Tras la embestida el conductor se dispuso a retroceder con el objeto de volver contra los que no hubieran caído o se hubieran dispersado. Se escucharon gritos desesperados, hubo cuerpos desparramados sobre la acera y en la calzada. Fueron más de treinta los heridos, treinta cuerpos golpeados y un muerto: Heather Heyer (32).

 El hecho, que fue titular en los principales diarios del mundo, no pasó desapercibido en Washington. Desde la capital, Trump aseguraba, como si se tratase de un encuentro deportivo, que había “muy buena gente en ambos lados del enfrentamiento”.

Los sectores más reaccionarios y racistas interpretaron aquella respuesta de la Casa Blanca como un espaldarazo para mostrarse desembozadamente armados, para intimidar funcionarios, para dar leña al grito de “Sangre y Tierra”, para encender antorchas como las que iluminaron Berlín en la primavera del ´33, para exhibir tatuajes con la cara de Hitler y esvásticas, para enarbolar banderas confederadas con bronca desdentada, esgrimiendo odio hacia a la ilustración que denunciaba el regreso de Ku Klux Klan. El asesinato de Heather Heyer en Charlottesville aquel sábado 12 de agosto de 2017, fue el principio del fin de la era Trump.

Los enfrentamientos habrían de multiplicarse durante los próximos tres años, Digamos sus nombres se trasformó en la consigna con que se busca reivindicar a las víctimas de uno de los períodos más oscuros en la historia reciente en los Estados Unidos. Después cayeron las estatuas ecuestres, bustos y monumentos dedicados a los esclavistas del sur. Hubo marchas y contramarchas, actos de resistencia y linchamientos, hasta que finalmente, una vez más, llegó la hora de votar sorteando intrigas palaciegas para que, con un poco de suerte y viento en popa, lleguemos a ver el regreso de la democracia parlamentaria de la mano de Joe Biden y Kamala Harris.

Acá en Charlottesville, empezó el derrumbe de Donald Trump. Fueron años difíciles pero, quién te dice, en una de ésas la mesa vuelva a reunirnos para celebrar con mis padres y mi hermano un año más en esta aventura americana.

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