Las 95.000 muertes de Covid y la mala literatura
El escritor más aburrido de la historia de la literatura se llama Albert Camus. Por más que haya escrito en nombre de sus buenas intenciones, su empecinamiento por considerar la política una rama de la moral le introdujo a su literatura un veneno antiliterario que no se va. Leí dos de sus libros y tengo respuestas para los por qué. A El extranjero lo leí porque en mi juventud fui un lector moralista y, además, porque alguien me lo prestó y la lectura es, al principio de su larga carrera, un epifenómeno de los préstamos. También lo es de un cierto idealismo, y en ese campo El extranjero se ofrecía como una revelación del mundo horrible en el que seguimos viviendo, y del que Camus postulaba su destrucción. Alguien mata a alguien porque sí y no siente nada, como podría ocurrirle a un Ejército a una máquina (o a un arma: le violencia en su máximo estado de objetivación). No podía haber un hecho más triste y más moderno.
Leí La peste, que volvió a ponerse de moda desde que el revuelto de pangolín y murciélago se convirtió en un plato universal, porque la robé en la Feria del Libro de 1984. Tendría que haber sospechado de la facilidad con que lo hice. La recuerdo como una cumbre del tedio literario, con un promedio altísimo de ratas por página, más alto que el de ratas por hora de Indiana Jones y la última cruzada. Con un mensaje en clave de lugar común: el hombre subestima los peligros en los que se ve envuelto.
Pero el aburridísimo Camus, que le entregó a la posteridad sus poses de fumador a lo Humphrey Bogart, de las que se enamoró Truman Capote a pesar de considerarlo un escritor de segundo orden (en la biografía de Arthur Clarke sobre Capote, se desliza el chisme de que tuvieron un fato parisino), esculpió una idea memorable sobre el miedo, al que considera una “ciencia” o una “técnica”. Entiendo que habla del miedo como producto, desarrollo, insumo. A su vez destinado a ¿producir qué? Nada. En todo caso, suspensión total o parcial de los actos corrientes, que también podría considerarse una nada.
La persona que vive en el miedo, es decir que siente el miedo en cada paso que da, merece por convención de la lengua ser llamada miedosa. No habría que caerle con burlas sino contemplar su drama, que consiste en recibir el miedo como una llovizna mental que no cesa. Es un efecto (el miedo arraigado no necesita causas) que parece obedecer a cuadros narcisistas paranoides que más vale controlar. El miedoso sale de su casa y ve un horizonte de catástrofes de las que él será la única víctima. Le robarán, lo atropellará un auto y aquella plancha donde se cuece un bife ancho en un piso 20 caerá de canto sobre su cabeza llena de temores. Pero, además, lo morderá el perro rabioso, lo detendrá el policía campeón del apremio ilegal, comerá justo la salsa en la que se deslizó por error una dosis de estricnina y, después de recibir la descarga de un cable de alta tensión, lo atenderá el tornado que viene del río.
¿Pero qué pasa con el miedo causado? ¿Qué pasa con el miedo objetivo? ¿Existe, o también es una fantasía? Pasa que, como todo, establece una experiencia vinculada a una relación personal. Podemos verlo en la Argentina, el escenario de nuestra ópera, en el que las conductas desatadas por la pandemia son tan específicas de cada cual que hasta podríamos decir que han nacido 45 millones de nuevas perversiones. Los distintos estilos para utilizar barbijo, alcoholes, precauciones generales, métricas del distanciamiento, llamados a la movilización, lecturas de vacunas, encierros claustrofílicos, asados multitudinarios, encierran un repertorio de poesía social que tiene mucho de manicomio con enfermedades nuevas.
El problema es que la referencia a lo temible, aquello a lo que sí deberíamos temerle tanto en nombre de la razón como de la intuición animal, no tiene estabilidad. Todas las operaciones públicas que alimentan la “actualización” de la pandemia tiende al “ahora dicen que”, lo que significa que habla Cualquiera, y todos sabemos que Cualquiera habla como si supiera. Hay un descontrol en la autorización al acto de hablar que debería llamarse a la modestia, cuyo idioma principal es el silencio. Pero ya todo el mundo tiene su cátedra libre sobre la pandemia, y el ambiente se llena de números raros. Primeras dosis, segundas dosis, terceras dosis; porcentajes de 0%, 50%, 100% de eficacia; laboratorios Moderna Sinopharm, Sinovac, Janssen, Pfizer, Gamaleya; costos de vuelos, distribución de stock, turistas varados, cepas. Infinitas composiciones afirmativas o negacionistas caen sobre asuntos que se ignoran olímpicamente.
Necesito aportar mi grano al silo bolsa de la confusión general, sin caer en la numeropatía, que no tiene ninguna importancia salvo la que los numerópatas le dan. Yo tomaría, humildemente, los datos sobre muertes de argentinos por todas las causas que hayan existido, y recortaría sobre ese conjunto los datos de la masacre que viene produciendo la pandemia, para que la asociación de estos datos rudimentarios, algunos de ellos desactualizados, nos den una idea del fenómeno dispuesta a hacerse entender por todo el mundo. Es sólo para cazar, sin tanto ruido de fondo, el objeto concreto, material, del que venimos hablando sin parar.
Los último datos sobre muertes totales publicados por la Dirección de Estadísticas e Información de Salud son de 2017, año en el que murieron 341 mil personas, casi una ciudad de Santa Fe o, si les gustan más las sierras que el río, tres Tandiles y medio. La primera causa (voy a redondear en 97 mil) es de origen cardíaca; y la segunda y la tercera, bastante encimadas, son el cáncer y los problemas respiratorios anteriores a la existencia del coronavirus (alrededor de 65 mil cada una). Los muertos por coronavirus entre abril de 2020 y abril de 2021 son alrededor de 70 mil (el total de muertes por covid es de 95 mil personas). La introducción en la planilla fúnebre del mundo de una causa nueva que puede competir con la segunda, incluso superarla actuando como una célula terrorista que mata al voleo, es el único objeto de la realidad que debería merecer el sayo de “referencia”. El resto es literatura mala.
De la literatura buena se puede contar que en Solenoide, la novela de Cartarescu, podemos encontrar al personaje más vacunado de la literatura. En la alucinación de sus casi 800 páginas, vemos madrugar decenas de veces a su narrador para darse en los años ’50 del siglo pasado algún pinchazo en algún hospital sórdido de Bucarest, “la ciudad más fea del mundo”. Da para considerar que en estos meses se ha invertido el acto pasivo de vacunarse. Ya no es una experiencia infantil, ni tampoco la precede el desagrado o el temor del niño que se enfrenta con su bracito tembloroso a la enfermera-verdugo. Ahora, hoy, es una experiencia de deseo adulto de protección.
Anhelar de grandes el pinchazo. ¿Quién lo hubiera dicho? Y quién hubiera dicho que ahora la experiencia es emotiva, como podría ocurrir con el cumplimiento de un sueño. Los millones de fotos dando fe de esa sensación de que ya no estamos a la intemperie, y que es el “cariño” de la política de Estado el que se hace sentir entre la amargura de los detractores, es algo que nadie hubiera adivinado de este mundo hace dos años. De esa felicidad multitudinaria, me quedo con la de José Luis Espert, alqaedista del ajuste, sonriente, luminoso, como drogado de placer después de ser vacunado por la Provincia de Buenos Aires, recordándonos como el máster que es, que es por los impuestos que pagamos que él y todos nosotros estamos recibiendo el milagro de la inoculación.
JJB
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