Cristina, Alberto, el ritmo de la vida me parece mal
A falta de alternativas de mayor prestigio, como la inmortalidad, a la que Néstor Sánchez le puso un techo de 300 años, la ansiedad es el único vehículo disponible para pasear un poco por la experiencia de lo eterno. Lo supimos durante esta semana de goma en la que pasaron varias eras de especulaciones y un solo hecho concreto: el refreshing ministerial.
El espectáculo de las disputas de poder al aire libre, cuestionado a gritos de castrati por quienes siempre lo condenan por su oscurantismo, presentó dos velocidades que no pudieron no chocar entre sí.
Una es la del poder civil, que se deslizó en tiempo real porque era la que actuaba sobre la materialidad compleja de la vida. Cambiar ministros (incluso intercambiarlos), redistribuir los pesos y colores políticos en los sillones de Estado y asimilar la derrota sórdida de las PASO reconociendo un tabú común, el de la ruptura, exigía una lectura fina del cuento de la crisis, enfriamiento de las turbinas recalentadas del FdT y actos de gobierno. Aun bajo la presión de la emergencia, el proceso pedía tiempo.
La otra velocidad, la supersónica, es la del vértigo aplicado al lenguaje gratuito, los anticipos, los pronósticos, las insinuaciones entre líneas, un combustible que suele rodear los hechos públicos desde que la incontinencia y la arrogancia se unieron para siempre en las redes sociales y filtraron las napas del periodismo fabril, que cobra sus servicios de alarmismo en petrodólares.
Esa tirantez de velocidades, similar a la que hay entre alguien que intenta pensar rodeado de personas que le llenan la cabeza (y le vacían el pensamiento), recuerdan unas líneas de Roland Barthes en Cómo vivir juntos (Siglo XXI, 2003): “Lo que el poder impone ante todo es un ritmo (de todas las cosas: de vida, de tiempo de discurso)”.
Es evidente que Barthes habla de un poder general imponiéndose al poder individual que persigue desesperadamente un ritmo propio, al que llama “idiorritmo”. Pero como ambos también se distinguen por su escala, me gustaría extrapolar el concepto aplicándolo a esta discusión para que se vea que el poder menor se reconoce por ser siempre el más lento y, el mayor, por llevarlo de los pelos y a la rastra como el hombre a la mujer de las cavernas.
Barthes da un ejemplo del que alguna vez habremos sido víctimas y victimarios. Dice: “Recordemos la madre y su hijo: ella le impone su ritmo de marcha, crea una perturbación del ritmo”. Y recuerda que el chelista Pau Casals consideraba que el ritmo era el atraso. Es el equivalente al: “¡Che, no empujen!”, que se oye en los subtes cuando el ritmo de la producción diaria revienta los vagones disolviendo en un aire espeso las ilusiones del ritmo propio. O: “El ritmo de la vida me parece mal”, el verso biorrítmico de Marco Antonio Solís.
Las disputas de espacio en la Casa Rosada, que tuvieron la intriga y el clima de escolazo de una fumata papal, sometieron a la cultura de la adivinación a lo que menos soporta: el suspenso. Partían el alma los sabelotodos de Twitter, llamando desesperadamente a que los hechos por fin comparecieran ante las interpretaciones que los estaban esperando sentadas, tejiendo bufandas al crochet, desde hacía días. ¿Qué pasa que los hechos que ya están interpretados no nacen? ¿Por qué se retrasan tanto?
El pronóstico público, versión sociopática de la ansiedad, se extiende como una mancha de pegamento rápido. Es la sabiduría de los idiotas. Pero ¿quién podría resistirse a caer en la trampa si lo que nos trae es un simulador del futuro? No importa que sea del futuro que no llega. Como ocurre con los lectores de policiales, es el género lo que se consume, no la postulación de sus verdades.
La presencia expansiva del pronóstico no sería tan espectacular sin los disfraces del drama. Es obligación del género agitar algún tipo de apocalipsis: “crisis institucional”, “vacío de poder”. La clave es ser más dramáticos que los dramas, y ver solamente los de superficie.
En medio del reacomodamiento de este poder compuesto por los elementos del peronismo protagónico que enloquecen al peronismo marginal abocado a la peronometría de salón, apareció La Carta de Cristina. Cuando se oían los zumbidos de la máquina del poder, con Jony Viale en estado desesperante, insomne, sonrojado y bruxístico, adherido como un sticker kamikaze al paragolpes de LN+ y voceando qué es lo que anda necesitando la Argentina de Bien, un recurso de la literatura del siglo XVIII detuvo el tiempo.
Ese acelerante de catástrofes que es la prensa asustadiza cuando se enchufa a las flaquezas del poder civil se detuvo en seco. Había que sentarse a leer, como surgida de Les Liaisons dangereuses (1782), el nuevo envío de la marquesa de Merteuil al vizconde de Valmont. Es a la velocidad de la correspondencia, a ese biorritmo que siempre actúa contra el poder mayor, que suceden los hechos de la política; y es asombroso que los habitantes más prósperos de la colonia que vive de mitificar sus oscuridades sean los últimos en enterarse.
Si los cambios en el gabinete fueron malos o buenos, equilibrados o injustos, lógicos o enfermizos son cosas de los “especialistas”. Lo que no se puede negar es que sucedieron más o menos a la velocidad natural de los hechos de gobierno, contra el biorritmo del poder invisible y continuo que desprecia la política cuando se resiste aunque más no sea un poco al arrastre de sus olas.
Y ya que estamos con las velocidades y los ritmos propios y ajenos, les gloso una anécdota que cuenta Boswell en La Vida de Samuel Johnson (1791). Resulta que un día, Johnson decide casarse con la viuda de su amigo Porter. Camino al registro civil de Derby, la mujer se adelanta y deja a Johnson atrás, quien montando en la Harley-Davidson de la cólera acelera el paso y ahora es él quien la deja atrás. Por supuesto, se casan igual. ¿No es esa una típica escena de matrimonio presidencial?
JJB
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