Indio malo es el que lucha
Mascardi: plus de castigo
El 2 de octubre de 2022, terratenientes y empresarios de la provincia de Río Negro con apoyo de figuras de la política nacional marcharon desde Bariloche hacia la zona de Villa Mascardi. Reclamaban el desalojo de la Lof Lafken Winkul Mapu. La comunidad mapuche había iniciado en 2017 una recuperación territorial en esa zona. Uno de los vehículos que participaba de la manifestación llevaba un cartel con la frase “Volvé Roca, no terminaste tu trabajo”. La exministra de Seguridad del gobierno de Juntos por el Cambio, Patricia Bullrich, acompañó la marcha y dijo: “El gobierno es parte del problema. Es parte del delito y del terrorismo. El desalojo debe ser dictado de manera inmediata”.
Como respuesta a estas y otras presiones políticas y mediáti- cas, en pocos días se produjo la siguiente sucesión de hechos. El Ministerio de Seguridad de la Nación creó un “comando unificado” de fuerzas federales en la zona, como si hubiera un grave riesgo de violencia generalizada o una amenaza a la go- bernabilidad. La jueza federal de Bariloche ordenó un allanamiento para buscar pruebas de un delito y, en el mismo operativo, aprovechó para desalojar a la comunidad. Siete mujeres, con sus niñes y bebés, fueron detenidas. Dos de ellas estaban en período de lactancia y una tenía un embarazo a término. Las mujeres fueron requisadas de forma vejatoria y se las tras- ladó forzosamente, separándolas de sus familias y de su territorio. Cuatro de las detenidas, sin saber de qué se las acusaba ni por qué las trasladaban, fueron subidas con las manos esposadas a un avión con destino a Buenos Aires, a 1700 kilómetros, y llevadas a la cárcel federal de Ezeiza, como si fueran presas de máxima peligrosidad. Durante la detención y el traslado, no se les permitió tener comunicación con sus abogades. Esto solo fue autorizado doce horas después de ingresar a la cárcel federal. Ante los reclamos y la movilización de las organizaciones políticas mapuches y de derechos humanos, tres días después las mujeres fueron llevadas de nuevo a Bariloche y alojadas en destacamentos de la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA). Poco después, tres de las mujeres fueron sobreseídas, es decir, la justicia reconoció que no habían cometido ningún delito. Al momento de escribir este capítulo, otras cuatro mujeres mapuches siguen bajo el régimen de prisión preventiva, aunque el gobierno nacional, ante el reclamo de distintas organizaciones sociales, habilitó una mesa de diálogo que tiene como objetivo asegurar el acceso al rewe (lugar sagrado) de la comunidad Lof Wincul y la libertad de las mujeres.
Hablamos de un plus de castigo cuando el Estado despliega sus instrumentos punitivos de manera selectiva y desmedida sobre algunos grupos, llevando al límite o transgrediendo la legalidad. Y esto siempre está asociado a transmitir algún o algunos mensajes al grupo criminalizado y al resto de la sociedad. Vemos el plus de castigo y el mensaje en el despliegue innecesario de fuerzas militarizadas que no intervienen en otros conflictos sociales. En el uso de órdenes judiciales vagas e imprecisas, sin pruebas de delitos, para desalojar a una comunidad que venía discutiendo en otros ámbitos la cuestión de las tierras. En el traslado en condiciones de máxima seguridad de un grupo de mujeres como si fueran terroristas, cuando en realidad lo que cabía era la excarcelación inmediata. En la obstaculización del acceso a las garantías y al derecho de defensa, como si para ellas existiera un régi- men de excepción. En el dictado de la prisión preventiva por un delito con una expectativa de pena bajísima, ni siquiera de cumplimiento efectivo.
El mensaje es que, para estas mapuches, mujeres, activistas revoltosas, lo que se aplica no es la ley, ni la práctica judicial y policial acostumbrada en casos similares que no involucran a comunidades indígenas. Deben ser castigadas y aleccionadas aun antes de que haya condena, incluso antes de una investigación. La jueza argumentó que era necesario mantener presa a una de las detenidas con base en una opinión sobre su carácter insumiso. Según la funcionaria, que haya participado antes en recuperaciones territoriales muestra que esta mujer mapuche “se mantuvo en su posición de desafiar y desoír a todas las autoridades del Poder Judicial de la Nación”. En la misma línea, los poderes ejecutivos federal y provincial explicaron que las comunidades “no son dóciles” y las responsabilizan de la situación generada por no aceptar las condiciones unilaterales que les ofrecen para dialogar sobre el derecho al territorio. La reacción estatal frente a las estrategias de acción colectiva es la represión y la criminalización por apartarse de las vías institucionales para canalizar demandas y conflictos.
Una caja de herramientas que no se usa
Un aspecto poco visibilizado de la defensa del territorio es el tiempo y el esfuerzo que las comunidades invierten, en alianza con otros actores sociales, en el uso de las vías institucionales. La democracia trajo una renovada esperanza en la fuerza del Estado de Derecho para resolver los problemas sociales más profundos. Con ese telón de fondo, los pueblos indígenas impulsaron a lo largo de las últimas cuatro décadas diferentes formas de activismo legislativo y judicial. Como consecuencia, se lograron avances importantes en materia normativa y fallos judiciales que, incorporados como jurisprudencia, se esperaba que generaran modificaciones muy significativas en la vida de las comunidades indígenas y en su acceso al territorio.
En 1985, la Ley 23 302 creó el Instituto Nacional de Asun- tos Indígenas (INAI) para protección y apoyo de las comunidades aborígenes y estableció que el Estado debía adjudi- carles tierras fiscales del Estado federal “aptas y suficientes para su desarrollo”. En 1992, el Congreso nacional aprobó el Convenio n° 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), aunque recién lo ratificó y entró en vigencia en 2000. Este instrumento internacional obliga al Estado a identificar las tierras que los pueblos ocupan ancestralmente y a garantizar que puedan habitarlas y/o acceder a ellas. La reforma constitucional de 1994 reconoció la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas y su derecho a la pro- piedad de las tierras que tradicionalmente ocupan (art. 75, inc. 17 de la Constitución nacional).
Cuando se cumplieron diez años de la reforma constitucional, nuestra evaluación ya era que esos derechos quedaban atrapados en el papel frente a los obstáculos diversos de nivel federal y provincial, y de orden social, político y cultural.1 Los avances normativos fueron contemporáneos de la expansión del neoliberalismo, que jerarquizó la propiedad privada individual como un valor absoluto y superior a cualquier otro, lo que restringe drásticamente el espacio para establecer otras formas de tenencia de la tierra. 2 En este sentido, a medida que las tierras habitadas por comunidades indígenas se transformaron en un botín codiciado para la explotación agrícola y minera, las leyes y otras normas se fueron transformando en letra muerta. Hoy se asemejan a una caja de herramientas que nadie se propone usar.
La Ley 26 160 de emergencia en materia de posesión y pro- piedad de las tierras habitadas por comunidades indígenas es un ejemplo: está por debajo de los requerimientos interna- cionales y fue sancionada en 2006 como un parche ante la escalada de desalojos. La ley suspendió los desalojos en trámite ante la justicia provincial y federal, y dispuso que se releven las tierras habitadas por las comunidades en todo el país. Por las demoras en su implementación, tuvo que ser renovada tres veces entre 2009 y 2017: cuando la ley cumplió quince años, menos de la mitad de las comunidades había sido rele- vada. Por presión de los gobiernos provinciales y de intereses económicos, en 2021 por primera vez el Congreso nacional no acordó una nueva extensión. Gracias a la organización de las comunidades y sus alianzas, la ley fue prorrogada por un decreto de necesidad y urgencia del Poder Ejecutivo, una medida jurídica más débil que muestra la falta de acuerdos políticos en torno a esta cuestión.
En 2020, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado argentino en el caso de la comunidad Lhaka Honhat de Salta.3 Entre otras cuestiones, tomó en cuenta las demoras en reconocer los derechos territoriales de los pueblos indígenas. El fallo ordena que la Argentina sancione una ley de propiedad comunitaria indígena, es decir, una norma superadora de la Ley 26 160. Sin embargo, los ecos de los discursos racistas y criminalizantes que se escucharon en 2021 en el Congreso, en los que se negaba la identi dad indígena y se calificaba a las comunidades de terroristas, generan profundas dudas sobre la factibilidad de una ley de ese tipo.
Cancha inclinada
Una de las estrategias más utilizadas por las comunidades indígenas es recurrir a las autoridades judiciales para reclamar por sus tierras. Esto es paradójico, ya que la vía judicial supone apoyarse en un sistema que históricamente les dio la espalda. Como dijo alguna vez un referente indígena, ir por vía judicial es lanzarse a jugar en una cancha inclinada. Si bien lo jurídico se presenta como basado en reglas que son “iguales para todos”, esas reglas fueron elaboradas sobre la exclusión de las culturas indígenas, muchas veces incluso para garanti- zar esa exclusión y asegurar los intereses de quienes se que- daron con las tierras. Además, esas reglas son interpretadas por funcionaries que, en general, desprecian y humillan a les indígenas, devalúan su palabra o directamente no se preocu- pan por la comprensión idiomática. Este desprecio se vuelve un obstáculo insuperable. En Mascardi, la jueza federal de Bariloche no se privó de opinar sobre la validez de las creen- cias de la comunidad, al argumentar contra las detenidas que el conflicto se había iniciado por “la disposición de Betiana Ayelén Colhuan (en su carácter de machi o –como ella misma se definió– médica mapuche) de acceder a esas tierras por mandatos oníricos de newenes o espíritus”, cosa que consideró “inexplicable”. El camino judicial demanda a las comunidades sobreponerse a sus propios resquemores confirmados una y otra vez. Pero, además, exige disponer de recursos económicos y técnicos, así como armarse de paciencia: la eventual solución tiene ritmos lentos y tiempos muy extendidos.
Los resultados han sido muy dispares. Los casos en los que las comunidades obtuvieron el reconocimiento de sus derechos en tribunales locales no abundan. Cuando se logró, llevó décadas de litigio. Por ejemplo, en 2021 la Corte Suprema de Justicia de la Nación falló a favor de la Confederación Mapuche de Neuquén y de la comunidad Catalán en un litigio iniciado en 2004 contra la provincia de Neuquén para frenar la creación del Municipio de Villa Pehuenia sobre territorios indígenas, sin consulta previa. De hecho, durante 2022, se pusieron en marcha las primeras mesas entre las comunidades indígenas, la provincia y el municipio para implementar la decisión de la Corte. Pero en otros casos, las decisiones judiciales favorables fueron neutralizadas por otros fallos o por la decisión política de incumplirlas. En 2022, la comunidad Millalonco Ranquehue de Río Negro logró que el Poder Judicial ordene al Ministerio de Defensa y al Ejército Argentino la entrega de un título de propiedad a su nombre. Sin embargo, las autoridades del Estado se negaron públicamente a cumplir con la decisión judicial.
En la provincia de Chaco, familias indígenas de los pueblos qom y wichí que habitan la localidad de Miraflores obtuvieron fallos a favor de sus derechos territoriales. Sin embargo, aún no les fue entregado el título comunitario, y el gobierno local pretende seguir avanzando con la urbanización sobre territorio indígena, sin ninguna consulta a las comunidades. En la localidad jujeña de Tilcara, la comunidad Cueva del Inca del pueblo kolla, a pesar de contar con siete fallos a favor que reconocen su posesión-propiedad, aún continúa sin seguridad jurídica y resistiendo los ataques de empresarios que les disputan las tierras. Durante la pandemia, en pleno confinamiento, esta comunidad tuvo que soportar la falta de acceso a bienes básicos, como luz y agua, por un fallo del Poder Judicial que dictó una medida de no innovar sobre su territorio.
Ante la falta de respuestas de las instituciones locales, el Sistema Interamericano de Derechos Humanos funcionó en algunos casos como una vía para la protección y el acceso a derechos negados. La respuesta llegó, pero tarde, para muches: referentes de las comunidades de Lhaka Honhat de Salta y Nam Qom de Formosa fallecieron en la espera. Otras veces, la respuesta fue parcial o sesgada: los juicios por las masacres de Rincón Bomba (Formosa) y Napalpí (Chaco) reconocieron la matanza que sufrieron los pueblos indígenas durante la conformación del Estado nacional. Sin embargo, mientras dichas matanzas se consideran ahora crímenes de lesa humanidad, nada dicen los fallos judiciales sobre la recuperación de los territorios de las comunidades que sufrieron el despojo sistemático por parte del Estado.
Diferentes formas de racismo
Aunque nunca lo haya reconocido, el Estado argentino se construyó sobre una matriz racista y asimilacionista, que básicamente negó la existencia de los pueblos originarios en cuanto pueblos, es decir, sujetos políticos con autonomía y derechos sobre sus territorios. Después de 1983, distintos activismos comenzaron a poner en cuestión esa matriz e incluso se realizaron algunos avances para modificarla, sobre todo en el plano normativo. Sin embargo, este plus de castigo que en la última década se ensañó con les mapuches en la Patagonia, y también se descargó reiteradas veces sobre los pueblos qom y wichí en Formosa y Chaco, sobre las comunidades indígenas y campesinas de Santiago del Estero, Salta o Jujuy, revela algunas características de nuestra democracia. En primer lugar, que el racismo estructural es un fenómeno extendido y productivo en el presente, y por eso los sectores de derecha radicalizados pueden explotarlo políticamente con facilidad. En segundo término, ese racismo estructural, que es histórico y muy vigente, se expresa como un racismo institucional: es en la práctica concreta de los gobiernos que los avances normativos se transforman en letra muerta. Por último, se evidencia que la acción del Estado, más allá de algunas buenas intenciones de funcionaries, tiene el efecto de desconocer las demandas organizadas de los pueblos indígenas cuando estas se presentan como acción política y colecti va en tensión con los canales institucionales.
Hay una expresión social, política e institucional racista que demanda y/o dispone el uso de los aparatos de represión y castigo del Estado para terminar con los reclamos indígenas, sobre todo cuando se expresan a través de formas de acción colectiva. El esquema represivo montado por el Ministerio de Seguridad de la Nación durante la gestión de Patricia Bullrich es el ejemplo extremo de esta tendencia. A partir de las demandas de la Sociedad Rural patagónica, esa gestión retomó ideas y prácticas que ya habían sido propuestas por los gobiernos provinciales e implementadas en Chile.4 Desde 2016, se articuló un esquema que combinó represión de la protesta, despliegue de fuerzas militarizadas, detenciones sin orden judicial y prácticas de inteligencia ilegal coordinadas entre la Gendarmería Argentina y los Carabineros de Chile.5 Esta articulación represiva provocó dos muertos: Santiago Maldonado y Rafael Nahuel. También agudizó las disputas e intensificó el racismo en las fuerzas de seguridad y en amplios sectores de la sociedad, al reactualizar la hipótesis de conflicto con un “enemigo interno” identificado con el pueblo mapuche.
La política represiva del gobierno de la provincia de Formosa ante los reclamos de las comunidades qom y wichí es menos conocida, pero también lleva mucho tiempo. Algunos de sus hitos fueron el ataque a la comunidad Nam Qom en 2002, el operativo de represión a la comunidad Potae Napocna Navogoh La Primavera en 2010 en el que murieron Roberto López y Eber Falcón, y la respuesta violenta a las de- mandas de comunidades indígenas durante la pandemia.
La situación es diferente en Santiago del Estero, donde los embates más violentos quedan a cargo de bandas armadas que responden a empresarios que buscan desalojar a comunidades indígenas y campesinas, sin que el Estado haga nada por proteger a estas comunidades y desarticular a las bandas. Por el contrario, en 2020 el Ministerio Público Fiscal provincial creó una unidad especializada en conflictos por la tierra, pero hasta ahora solo tramitó denuncias en contra de campesines e indígenas. Esta unidad fiscal es hoy una de las principales fuerzas impulsoras de la persecución del activismo que lucha por sus territorios en esta provincia.
También en Jujuy las protestas indígenas reciben respuestas violentas. En octubre de 2020, la comunidad Tusca Pacha fue desalojada a pesar de que la orden judicial no estaba firme. La represión fue tan extendida que las balas de goma alcanzaron a funcionaries del área de derechos indígenas del gobierno nacional, diputades provinciales y trabajadores de prensa de diversos medios que se encontraban en el lugar. En septiembre de 2022, las protestas de la comunidad Tilquiza del pueblo Ocloya contra un empresario que bloqueó el único camino de acceso a su territorio fueron violentamente reprimidas. Estas políticas represivas desplegadas en varias provincias, con sus diferencias, se caracterizan por no poner ningún límite al racismo institucional que caracteriza a las burocracias judiciales y policiales de la Argentina. Antes bien, le dan aval o incluso se apoyan en él.
Para los pueblos indígenas y sus aliades, son quizá más dolorosas las formas más sutiles en que se expresa el racismo institucional, cuando las protagonizan funcionaries que públicamente se presentan como favorables a la ampliación de derechos de las comunidades, pero en la práctica despliegan excusas que dejan intacto el statu quo. Tibieza, temor ante los poderes fácticos, un supuesto realismo político, “no es el momento”, “no están dadas las condiciones”. Así ocurrió en el caso de las comunidades mapuches de la zona de Bariloche Celestino Quijada, Millalonco Ranquehue y Tambo Báez, que iniciaron un juicio contra el Ministerio de Defensa y el Ejército Argentino por el reconocimiento de los territorios que habitan de manera ancestral y que desde inicios del Estado nacional quedaron bajo la órbita del Ejército. Las tres comunidades, de manera insistente, reclamaron al Estado la implementación de mecanismos para encontrar una solución conjunta al problema, pero no hubo caso. El reclamo cayó en saco roto. El Ejército sostiene activamente los litigios contra las comunidades, y desde el Ministerio de Defensa se argumenta que “están obligados a hacerlo” y tienen las manos atadas. Durante una conversación en el marco de las negociaciones por estos casos, un alto funcionario de esa cartera relató que años atrás, durante otra gestión de ese mismo ministerio de la que él también fue parte, se había tomado la decisión de entregarle a una de estas comunidades las tierras ocupadas por el Ejército. Sin embargo, según el funcionario, esa medida no pudo concretarse porque “no existe ningún instrumento legal que permita hacer el traspaso”. En vez de crear el instrumento, se escudaron en los límites de lo establecido. Es verdad que existe un fuerte disciplinamiento hacia les funcionaries que osan ir un poco más allá y se proponen, simplemente, cumplir con las leyes. En Neuquén, comuni- dades mapuches sostuvieron un diálogo de varios años con la Administración de Parques Nacionales para lograr que se declarara al volcán Lanín como sitio sagrado. A principios de agosto de 2022, se anunció que se había llegado a un acuerdo sobre este punto. Lo que siguió fue una presión mediática y política intensa, llena de información falsa y teñida de un nacionalismo inverosímil en boca de quienes promueven la extranjerización de la tierra en la Patagonia. El gobierno nacional se hizo eco de esta presión, revocó la medida en menos de veinticuatro horas y pidió la renuncia de los funcionarios que habían llevado adelante la negociación, como si se hubiera tratado de una idea antojadiza sin respaldo institucional. Una semana después, el gobierno nacional echó a Magdalena Odarda, titular del INAI. Su gestión estuvo enfocada en intentar avances en la implementación de la Ley 26 160. Los gobernadores pidieron su cabeza.
Al cumplirse cuatro décadas de democracia en la Argentina, existe una disputa entre el programa racista explícito promovido por los terratenientes y su poderoso lobby político-mediático, y el activismo cada vez más intenso y organizado de los pueblos indígenas para acceder a sus derechos en distintos puntos del país. Este activismo no desecha ninguna estrategia: articula la acción colectiva con el uso del sistema jurídico y la labor parlamentaria. Los pueblos indígenas fortalecen sus alianzas con otros movimientos sociales, sindicatos y organizaciones de derechos humanos. Y, lo que puede representar una transformación profunda, dan pasos significativos hacia nuevos niveles de coordinación entre los diferentes pueblos con demandas en común.
Pero para modificar la situación de racismo institucional, se requiere un tercer actor que hoy está ausente. Para nivelar la cancha hay que transformar al propio Estado, su marco normativo, pero también sus prácticas cotidianas. Esto obviamente produce roces, conflictos. Se requiere un proyecto político que, desde el Estado y en alianza con el activismo, impulse la ley de propiedad comunitaria indígena y garantice el derecho de acceso al territorio. Que promueva la aplicación real de la consulta previa, libre e informada aun en casos que involucren fuertes intereses económicos. Que construya una verdadera perspectiva intercultural en las prácticas estatales, para evitar que les funcionaries tomen decisiones basadas en el prejuicio y el estigma. Que combata el racismo estructural en la sociedad, en vez de utilizarlo como excusa para no avanzar. Que reconozca que los pueblos indígenas son sujetos políticos que pueden movilizarse y recurrir a formas de acción directa, como lo hacen tantos otros actores. ¿Cuál será este proyecto político?
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